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Nyberg se abría camino por los bajos fondos como un topo. Sin embargo, a pesar de su refinado método, no lograba resultado alguno. Fue la primera persona que empezó a dudar de la investigación. O hacían algo esencialmente mal, o se hallaban ante un caso igual de complicado que el asesinato de Olof Palme. Nadie en el tenebroso mundo de los maleantes y rufianes, habitualmente lleno de rumores y chismorreos, sabía lo más mínimo ni de las víctimas ni de unos posibles ejecutores; ambas categorías parecían, en este caso, encontrarse muy lejos del mundo del hampa en el sentido clásico. Por otra parte, ese mundo en el sentido clásico de la palabra empezaba a quedarse anticuado. La violencia más grave la ejercían ya otros grupos, sobre todo dentro de la familia, verdadero caldo de cultivo criminal de la sociedad y eterno receptor de las frustraciones del mundo adulto. Los hurtos y robos los cometían casi exclusivamente los drogadictos; los atracos, extrañas organizaciones paramilitares, a menudo con un carácter racista, para financiar sus actividades; y el fraude era ya una rama del sector de servicios como cualquier otra. Los viejos maleantes de toda la vida se quedaron viendo el espectáculo y sintiéndose, al fin y al cabo, bastante honrados. La desesperación y la frustración prosperaban como nunca en una sociedad donde multitud de jóvenes quedaban excluidos del mercado de trabajo sin ni siquiera haber podido olerlo. Nyberg quería vacaciones.

Lo que hacía y pensaba Hultin era igual de misterioso que su puerta en el centro de mando, que siempre estaba cerrada cuando se le ocurría a alguien seguirle. Si se lo preguntaban, Hultin sólo se reía.

Una tarde, Chávez y Hjelm se acercaron en secreto al campo de fútbol de hierba artificial del estadio de Stadshagen para ver a escondidas un partido entre los veteranos del club deportivo de la policía de Estocolmo y los de la Alianza de Rågsved.

Cuando Hultin destrozó las cejas del padre de Chávez de un cabezazo se marcharon de allí.

Hjelm, que se había lanzado al trabajo día y noche para aplazar esa crisis en la que acababa de caer, entró de repente en un tiempo bastante vacío: contempló su solitaria imagen ante el espejo y odió el creciente grano de su mejilla.

«¿Quién es este hombre?», intentaba no pensar, así que no hacía más que pensar en ello.

A finales de abril, se entregó a una sorprendente atención a su familia. A Danne le resultaba repugnante, Tove parecía más que nada sorprendida y lo que pensaba Cilla no había forma de saberlo. La extraña experiencia de la cocina seguía allí como una herida abierta entre ellos; ¿se estaba curando o inflamando?

A principios de mayo, la familia se medio trasladó a la pequeña casa de campo que habían conseguido alquilar en Dalarö, la isla que no era una isla sino más bien un conjunto de islas. Cilla pasaba allí casi todo el tiempo, aunque tenía que seguir yendo al hospital de Huddinge por las mañanas hasta junio, mes en que empezaba las largas vacaciones que había ido acumulando y que se prolongarían todo el verano. Los niños iban allí los fines de semana. Danne, al parecer, había pensado refugiarse de la realidad durante su último verano de la infancia. Paul consiguió agenciarse un fin de semana libre a principios de mayo y pudo disfrutar, en un principio, de un par de días de una felicidad inusual en el seno del sol primaveral, de la familia y de Cilla. El tiempo pasado en el seno de esta última ocurrió sobre una manta, en un muelle desierto a la luz intensamente roja del anochecer mientras una botella de vino vacía rodaba junto a ellos. Después, ella se quedó callada y triste. Inaccesible. La irracional belleza del crepúsculo la absorbía. Una capa de un carmesí profundo se desplegaba sobre la superficie del mar inmóvil, los rojos contornos se perfilaban con nitidez contra la negrura que los encerraba y se contraían despacio: un charco de sangre que se evaporaba sobre un abismo. Y dentro de poco sólo quedaría el abismo. Cilla tembló: un escalofrío profundo, sin fondo. Él la contempló durante un buen rato a través de la creciente oscuridad; intentó compartir su experiencia, ver lo que ella veía, vivir lo que ella vivía. No pudo. El rojo ya no estaba. Sólo quedaba la negrura. Intentó convencerla para que lo acompañara a casa, pero ella se mostraba inaccesible. Se vio obligado a dejarla allí en el muelle, sola, con una experiencia de soledad que no podía compartir con nadie más. Él se fue a la cama, pero pasó toda la noche sin dormir. De madrugada, bajó al muelle. Ella seguía allí, envuelta en la manta. Él volvió a la casa sin dejarse ver.

Antes del traslado de su familia a la isla de Dalarö no sucedió gran cosa en lo que respecta al trabajo. La investigación se hallaba en fase de confirmaciones y comprobaciones de detalles. Aparte de la colaboración, sobre todo con Chávez y Nyberg, en las altas esferas y en los bajos fondos respectivamente, Hjelm dio forma a dos viejas ideas, la segunda más importante que la primera.

Empezó llamando a una línea erótica y probó un poco de sexo telefónico. Una mujer le contó, entre gemidos y con manifiestas dificultades de lectura, lo que quería hacer con el órgano sexual de Hjelm. Ya que dicho órgano no dejaba de estar bastante flácido, habría sido bastante difícil realizar todos esos ejercicios acrobáticos. Luego llamó al registro de la propiedad industrial y comercial, pero no había ninguna otra dirección de la gimiente empresa JSHB, además de aquel apartado de correos en Bromma que figuraba en el anuncio del periódico. Así que tuvo que coger el coche para ir a la oficina de correos de Bromma y esperar. Se sentó en un lugar desde donde podía divisar los buzones a través de la ventana y, mientras aguardaba, se fumó un par de cigarrillos bajo el perseverante calor estival, que sin duda había sido robado de los meses de julio y agosto. Durante casi tres horas no desvió la mirada del apartado 1414, hasta que un menudo y zorrero individuo de unos cuarenta años introdujo la llave en ese apartado y lo abrió. A esas alturas, Hjelm ya se encontraba bastante cansado y no tenía fuerzas para llevar a cabo su plan inicial de seguir a Johan Stake y ver si la sede de su línea erótica constituía un burdel en toda regla. De modo que se acercó al hombre sin más y le preguntó:

– ¿Stake?

El hombre no dudó ni un instante. Intentó escabullirse de Hjelm pasando por su lado y echando a correr, pero Hjelm le tumbó con una elegante zancadilla y Stake cayó de cabeza empotrándose la cara contra la puerta de cristal, a los pies de un pequeño y bien esquilado caniche que estaba atado a la puerta y que se puso a aullar como loco. Hjelm levantó al hombre, que se había roto el labio superior, mientras la sangre goteaba sobre el pelaje leonino del caniche aullador.

– Mira para lo que te ha servido -dijo Hjelm al tiempo que esposaba al hombre y lo arrastraba hasta el coche. Esperaba que Stake no lo manchara de sangre ahora que había empezado a cogerle gusto al Mazda.

Jorge Chávez estaba presente cuando Hjelm interrogó a Johan Stake. Lo hicieron en el despacho, de manera un poco informal.

– Hay muchas cosas que no entiendo de esos anuncios de las líneas eróticas que durante épocas más prósperas podían llenar páginas enteras de los periódicos -dijo Hjelm tanteando un poco el tema-. ¿Por qué se indica la dirección en el anuncio? ¿Es así como se organizan el proxenetismo y la prostitución hoy en día?

– Hay una ley que obliga a hacerlo -espetó Johan Stake con insolencia mientras se toqueteaba con los dedos el labio parcheado-. ¿No conocen la ley? Por cierto, ¿qué coño hago yo aquí? No tienen ningún derecho…

– Formalmente, está detenido por resistencia a la autoridad.

– En ese caso, tengo derecho a un abogado. Previamente al interrogatorio debe designarse al detenido un abogado defensor.