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– Vaya, tenemos a un experto no sólo en el sistema judicial sino también en la aliteración. El problema es que hay una acusación bastante más grave de fondo. Proxenetismo. Chulo de chicos menores de edad.

Stake pareció desinflarse.

– En tal caso, insisto de verdad en un abogado.

– Entonces solicitaremos al fiscal que lo detenga y le ponga a disposición judicial. Pero hay una alternativa.

– Espere un momento. No hay pruebas contra mí. Tienen que soltarme.

– ¿Cómo sabe que no disponemos de pruebas?

Stake se calló. Hjelm continuó tranquilamente:

– Esta mañana temprano detuvimos a un chico de nombre Jörgen Lindén cuando se subía en el primer tren para Gotemburgo. Cargaba con una enorme maleta, como si huyera de alguien, y no creo que fuese de la policía. En estos momentos se encuentra aquí abajo, en los calabozos, y no hace ni diez minutos que afirmó de repente que estaba preparado para prestar declaración ante el juez. El inspector Chávez aquí presente realizó el interrogatorio con brillantez, pero no sin… como diría… cierta dureza.

Chávez, en un intento de disimular su cara de perplejidad, se dirigió a la cafetera y se sirvió una taza de café. Esto le dio unos segundos para recomponer sus facciones y volver con un gesto de dureza grabado en el rostro. Buen trabajo, pensó Hjelm.

Las grandes mentiras deben detallarse siempre lo máximo posible. Entonces convencen a quien sea.

Johan Stake pareció convencido. Calló y meditó. Al parecer, la idea no le resultaba en absoluto inverosímil.

– Pero -repitió Hjelm- existe una alternativa.

Stake permaneció callado. Ya no insistía en ver a un abogado. Paul remató su ataque:

– Primer paso hacia una inmediata puesta en libertad: cuéntenos todo lo que sabe sobre Bernhard Strand-Julén.

Johan Stake carraspeó mientras se rebullía inquieto en la silla.

– ¿Me garantiza que luego me podré ir?

– Nadie aparte de nosotros sabe que está aquí. No existe ninguna denuncia formal. Puede marcharse en cuanto haya escupido lo que queremos saber. Nos preocupan cosas bastante más importantes que sus burdeles. Le soltaremos tanto a usted como a Jörgen si colabora. O sea, el primer paso…

– Strand-Julén… Le conseguía chicos. Tripulación para el barco, como él se empeñaba en llamarlos. Chavales rubios, sanos y saludables, de unos dieciséis años y con aspecto atlético. Dos o tres a la vez. Siempre nuevos. De abril a septiembre, más o menos cada dos fines de semana. Nunca durante el resto del año. Entonces hibernaba.

– Segundo paso: ¿alguna vez han contratado sus servicios Kuno Daggfeldt o Nils-Emil Carlberger?

– Carlberger -dijo Stake, y dio la impresión de que estaba esperando esa pregunta-. Strand-Julén le había dado mi número. Hacía seis meses. Parecía muy nervioso y pidió que le enviara un chico. Me dio la impresión de que era la primera vez. Un intento de ampliar horizontes, quizá, un poco de amor socrático… Yo qué sé…

– ¿Sabe cómo fue?

– Hablé con el chaval después. Le di unas pocas… anfetas. Se rió a carcajadas. Carlberger se había comportado como un crío, como alguien sin ninguna experiencia, o cien por cien hetero o cien por cien impotente. Pero pagó bien.

– ¿Y eso fue todo? ¿Y Daggfeldt?

– No.

– ¿Y no tiene nada más que contarnos sobre Strand-Julén o Carlberger? Piénseselo bien.

Stake se lo pensó y dijo:

– No, lo lamento. Eso es todo.

Le dejaron irse.

– Podrías haberme avisado -dijo Chávez, y se tomó un poco de café.

– ¿Y habrías estado de acuerdo?

– No.

Durante un rato se rieron de las rarezas de cada uno. Luego Hjelm tachó a Johan Stake de la investigación; pero con una cruz transparente.

Dos horas más tarde, Johan Stake lo llamó para felicitarle. Fue muy raro. Stake acababa de hablar con Jörgen Lindén, quien no tenía ni idea de nada. Elogió a Hjelm por su impresionante mentira y colgó. Paul se quedó un buen rato mirando al teléfono.

Cuando, entrado el mes de mayo, a Paul Hjelm le pareció que había llegado el momento de reconocer, de manera más o menos definitiva, que el número de víctimas no superaría las tres, decidió dar forma a su segunda vieja idea. Se fue al campo de golf de Kevinge. Era por la mañana y, por primera vez en ese prematuro verano, se puso a llover. El campo de golf estaba vacío. También el club. A excepción de Lena Hansson, que se encontraba en su puesto de la recepción.

Al principio ella no le reconoció, pero cuando se dio cuenta le cambió la cara; justo de la manera que Hjelm esperaba.

Enseguida decidió tirarse un farol de artillería pesada.

– ¿Por qué ocultaste que fuiste caddie de los tres cadáveres el 7 de septiembre de 1990?

Ella le lanzó una mirada bastante desnuda; era evidente que le había estado esperando. Durante un mes. Dijo despacio:

– No eran cadáveres. Al contrario. Supongo que se podría definir como una especie de vida… superacelerada. Como por encima de todo y de todos.

– No sin ingredientes de los instintos más bajos, ¿verdad?

– Sí, también con algún ingrediente carnal, sí.

– ¿Nos sentamos un rato? Los clientes parecen brillar por su ausencia.

– Y ése es un brillo divino -dijo Lena Hansson, y pareció más mayor de lo que era.

Entró en el restaurante del club, que estaba cerrado, y se sentó ante una mesa. Hjelm la siguió.

Lena Hansson se puso a toquetear una gastada vela de té que había dentro de un pequeño farol. Hjelm dijo:

– Erais tres caddies, ¿verdad?

– Sí. Habían hecho la reserva. Un chico que se llamaba Carl-Gustaf de no sé qué, no me acuerdo muy bien, puedo buscarlo, y mi amiga Lotta. Lotta Bergström. A ella le afectó mucho. Por ella no he querido contar nada.

– ¿Qué quieres decir?

Hjelm se permitió un cigarrillo sentado en ese sofisticado ambiente; o quizá fue más bien el letrero que prohibía fumar lo que hizo que le apeteciera.

– Lotta ya estaba… algo desequilibrada antes. Una infancia complicada. Una adolescencia aún peor. Yo le conseguí el trabajo. Teníamos diecisiete años entonces. Fuimos compañeras de instituto. Me sentí culpable. Ella… bueno, ella se quitó la vida en 1992. La verdad es que no sé si tuvo algo que ver con todo esto. Probablemente no. Pero yo siento como si fuera culpa mía.

– ¿Qué pasó?

– Bueno, ese chico, Carl Gustaf de no sé qué, no se lo podía creer. Él venía de una familia de esas de rancio abolengo, ya sabes, en las que la buena educación y la etiqueta siguen siendo fundamentales, no sólo como una máscara que uno se pone en determinadas cenas elegantes y situaciones así, sino como algo que realmente lo es todo también en la vida diaria y en los negocios. Es como si lo llevaran inyectado en las venas: no sólo la educación y la etiqueta sino también esa anticuada moral que tienen. A menudo es gente agradable. Carl-Gustaf de lo que sea, también. Él se rió, avergonzado pero cortés, durante los cuatro primeros hoyos, luego se calló; dejó que ese Strand-Julén le incordiara durante otros cuatro, y luego plantó la bolsa en medio del green del noveno, de modo que el put de Strand-Julén chocó contra ella. Y acto seguido se marchó de allí, así sin más. No le he vuelto a ver. Si hubiese sido un verdadero caballero nos habría llevado a las dos con él.

Carl-Gustaf de no sé qué, apuntó Hjelm en su cuaderno mental.

– ¿Pero Lotta y Lena se quedaron? -preguntó.

– Diecisiete años, bien educadas, inseguras, claro que nos quedamos. Cuando Carl-Gustaf se marchó, se hartaron de soltar chistes sobre la degenerada y rancia nobleza. La típica envidia hacia quienes lo han heredado todo, y a quienes esos nuevos ricos se pasan la vida entera intentando alcanzar de una manera artificial. Cuando ven a la nobleza, ven su propia artificialidad. Mi padre es así.