– ¿Puedes ser un poco más concreta? ¿Qué hacían?
– Habían bebido bastante en el restaurante antes de salir. Parecían, no sé cómo explicarlo… acelerados, casi como si se hubieran metido una raya de coca en el baño o algo así.
– O en el taxi de camino -comentó Hjelm de modo poco profesional.
– En fin, todo empezó con chistes verdes e insinuaciones, pero en un nivel lo suficientemente controlado como para que Carl-Gustaf fuera capaz de unirse a las risas. Nosotras sólo pasamos vergüenza. El campo estaba casi vacío, así que pudieron soltarse todo lo que quisieron. Al cabo de un rato, la tomaron con Carl-Gustaf, en especial Strand-Julén, y nosotras nos libramos de los chistes durante un rato. Se enzarzaron sobre todo con el tamaño del noble órgano genital de Carl-Gustaf. Pero cuando él protagonizó su heroico éxodo, fuimos nosotras las que acabamos en la línea de tiro. Nunca en mi vida me han tratado tan mal y nunca más se repetirá. Lo prometo.
– Vale, lo prometes, ¿pero qué haces?
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Les pegas un tiro?
Ella se rió alto, estridentemente y de modo muy poco natural.
– Bueno, bueno -dijo al final mientras se secaba las lágrimas-. No puedo decir que lo lamentara mucho cuando vi que habían sido asesinados a tiros. Los tres, uno tras otro, justo esos tres. Qué quieres que te diga, fue maravilloso. Mágico, como en un cuento de hadas. El vengador anónimo. Pero Dios mío, si en la vida he tenido un arma en mis manos.
– Pero puede haber gente en tu entorno que sí.
Permaneció callada un rato, pensando.
– No creo -dijo bastante tranquila-. Tal vez en el de Lotta. Sería más probable. Yo sólo me cabreé, me cabreé que no veas, y es una rabia que no va a desaparecer nunca, aunque no me hicieron daño de verdad. A Lotta, sí. Ella ya estaba tocada y desde entonces más.
– Vale, ¿y qué pasó?
– Empezaron a tocarnos un poco, a la altura del hoyo diez u once o algo así. Pero al llegar al linde del bosque la cosa se puso seria. Estaban tremendamente excitados (ahora que lo pienso, seguro que habían tomado alguna droga) y empezaron a meternos mano en serio. Le quitaron el jersey a Lotta y uno se tumbó encima de ella, Daggfeldt, creo. Carlberger se sentó al lado a mirar mientras Strand-Julén me sujetaba a mí. Conseguí librarme y hacerme con un palo, con el que golpeé en toda la nuca a Daggfeldt. Cayó al lado de Lotta y pude ocuparme de ella; intenté consolarla. Daggfeldt se revolvía en el suelo, creo que sangraba por la coronilla. Los otros dos ni se movieron; se quedaron quietos reflexionando, como pensando en qué hacer para resolver el problema. Se les pasó la borrachera de golpe. Empezaron a disculparse y a lamentarse, y a ofrecernos dinero para que nos calláramos. Y les vendimos nuestro silencio. Un dineral. Miles y miles de coronas. Además, queríamos conservar el trabajo. En fin. De todos modos, a Lotta acabaron despidiéndola poco después. Dos semanas más tarde intentó suicidarse por tercera vez; ya lo había intentado dos veces. Un par de años después, en su séptimo intento, lo consiguió. No sé si era su intención de verdad; y no sé hasta qué punto influyó esto. Pero he pensado mucho en lo que pasó. ¡Hijos de puta! Me alegro de que estén muertos.
– ¿Siguieron los tres jugando aquí en el club?
– Sí. Supongo que de otra forma hubieran perdido contactos demasiado importantes. Pero no volvieron a jugar juntos nunca más.
– La última vez que hablamos dijiste algo acerca de Daggfeldt y Strand-Julén, cito: «Los dos me solían saludar y se quedaban un rato a charlar cuando venían.» ¿Supongo que eso no es verdad?
– No. Mentí. No creo que ninguno de los tres me volviera a dirigir una sola mirada. Les noté un poco preocupados cuando empecé a trabajar en la recepción. Pero creo que, en el fondo, estaban convencidos de haber comprado mi silencio.
– ¿Y fue así? ¿No se lo has contado a nadie? ¿A tu amante, por ejemplo?, ¿cómo se llamaba?, el secretario del club, ¿Axel Wifstrand?
– Widstrand. No, a él no. Se lo hubiera tomado… de mala manera.
– ¿De manera violenta?
– No, al contrario, creo. Hubiera pensado que yo mentía. No, no se lo he contado a nadie. Compraron mi silencio. En cambio, en lo que respecta al de Lotta, no sé.
– ¿Tenía ella novio, algún hermano o padre?
– Si no recuerdo mal, creo que su viejo, Bengt-Egil, era la raíz de todos sus problemas. Jamás se lo habría contado a él, ni él se hubiera vengado de haberlo sabido. Y nunca tuvo ningún novio; ése fue otro de sus problemas. Pero se llevaba bien con su hermano, Gusten. Gusten y Lotta, inseparables.
– ¿Crees que él lo sabía?
– Perdimos el contacto cuando ella enfermó de verdad. No lo sé. Pero si Gusten está detrás de esto, se lo agradezco. Iré a verlo a la cárcel.
– ¿Se llama Gusten de verdad o es un apodo?
– Me temo que se llama así de verdad.
Hjelm reflexionó un momento. Gusten Bergström.
– ¿Vamos a echar un vistazo al apellido del Carl-Gustaf de no sé qué? Luego te dejaré en paz para siempre. Creo.
Lena Hansson se levantó y se desperezó. Vio en ella un orgullo que no había visto antes. Antes, una posible testigo; ahora, una persona entera y completa.
– Mantén viva la rabia -se le ocurrió decir.
Ella le miró con ironía.
El conde Carl-Gustaf af Silfverbladh se había mudado en 1992 a la residencia familiar de Dorset, Inglaterra, para, después de sentar la cabeza y recibir una sólida educación en Oxford, al igual que su padre y su abuelo. No había vuelto a pisar Suecia desde entonces y probablemente no volvería nunca.
Hjelm se preguntó cómo pronunciarían su nombre los ingleses.
Gusten Bergström tenía veintiocho años, algunos más que su hermana Lotta si ésta hubiera sobrevivido. Vivía en un apartamento de Gamla Brogatan, en pleno centro de la ciudad, y trabajaba de informático en las oficinas de los trenes de larga distancia, situadas en la estación central.
«Por lo menos no le queda muy lejos del trabajo», pensó Hjelm mientras llamaba a la puerta del piso un par de escaleras encima de la vieja zapatería de moda Sko-Uno.
Vio cómo se oscurecía la mirilla de la puerta. No es muy inteligente colocar una mirilla tan cerca de una ventana, pensó.
– ¡Policía! -gritó golpeando la puerta con el puño.
El hombre que abrió era delgado como un palillo, llevaba cortado el pelo como un peluquín, aunque seguramente era suyo, y lucía unas gafas de cristales muy gruesos. Parecía una mezcla de hacker adolescente y contable de mediana edad.
Hjelm miró decepcionado a Gusten Bergström. No era ningún asesino, apostaría lo que fuera.
– Policía criminal -se presentó Hjelm, y le enseñó su placa.
Gusten Bergström le dejó entrar sin pronunciar palabra. El apartamento resultaba llamativo por su austeridad. Las paredes estaban del todo desnudas y en medio de la única estancia había un ordenador encendido. Antes de que a Gusten Bergström le diera tiempo a llegar para bajar la luz, Hjelm entrevió una mujer desnuda en la pantalla, una imagen muy fiel a la realidad. «¿Existe el porno de ordenador?», pensó, y se sintió muy viejo.
– Siéntese, por favor -dijo Gusten Bergström cortés.
Hjelm se sentó en un sofá que imitaba un modelo antiguo y Bergström en un sillón a juego, si es que se puede hablar de hacer juego.
– Me gustaría hablar con usted sobre su hermana -dijo Hjelm del modo más delicado que pudo.
Bergström se levantó enseguida y se acercó a la librería, donde se encontraba el ordenador encajado. Cogió una foto con marco dorado y se la dio a Hjelm. Una chica en plena edad adolescente mostraba una amplia sonrisa. Tenía un asombroso parecido a su hermano.
– Ésta es Lotta antes de que se pusiera enferma -explicó Gusten Bergström con tristeza-. El día de su diecisiete cumpleaños.