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– Muy guapa -dijo Hjelm sintiéndose fatal; la foto databa más o menos de la época del incidente en el club de golf.

– ¿De qué se trata? -inquirió Bergström ajustándose las gafas contra la frente.

– Cuando tenía esa edad trabajaba de caddie en el club de golf de Kevinge. ¿Lo recuerda?

Gusten Bergström asintió con la cabeza.

– ¿En alguna ocasión le habló de su trabajo allí? -preguntó Hjelm.

– No -suspiró Bergström.

Había algo resquebrajado dentro de él.

– ¿Nada de nada?

Bergström le miró a los ojos por primera vez. Los dos buscaban algo en el otro.

– ¿De qué se trata? -insistió Bergström-. Mi hermana murió hace un par de años. ¿Por qué viene aquí y habla de ella como si viviera? Acabo de acostumbrarme a la idea de que está muerta. Muerta y desaparecida para siempre.

– La despidieron del club de golf durante el otoño de 1990. ¿Se acuerda de eso?

– Me da respuestas tan raras a mis preguntas… -se quejó Bergström con cara atormentada.

– Usted a mí también -replicó Hjelm-. Y eso que soy yo el que hace las verdaderas preguntas.

Bergström suspiró profundamente, como si se le quitaran las costras de unas heridas mal curadas. Como si esperara que saliera toda la pus.

– Sí, sí, me acuerdo. La temporada había acabado, el campo de golf iba a cerrar durante el invierno. Ella seguía en el instituto, así que tampoco era para tanto.

– ¿Y no recuerda si le contó algo de su trabajo en el club?

– Consiguió el trabajo a través de una amiga, no me acuerdo cómo se llamaba. No me sentía muy a gusto en Danderyd, sinceramente. No conocía a nadie. Ella tampoco. No fue un periodo muy feliz. No muy feliz, la verdad.

– Poco tiempo después ella intentó quitarse la vida por tercera vez, ¿verdad?

– No es usted muy delicado, que digamos -se quejó Bergström apesadumbrado-. Una hoja de afeitar, por primera y última vez. Luego lo logró con pastillas Alvedon. ¿Sabía que basta con un blíster de Alvedon y un poco de alcohol para aniquilar el hígado y los riñones? Lotta lo sabía. No se trataba de ninguna advertencia, ni de dar un susto o un grito de socorro ni nada de esa mierda. Realmente intentó quitarse la vida siete veces. Era como si se tratara de… un envío equivocado. Como si ella no tuviera que haber nacido. Como si alguien hubiese confundido los pedidos.

– ¿Sabe por qué?

– No sé nada y no entiendo nada -murmuró Bergström con voz apagada-. No entiendo nada y nunca entenderé nada.

– ¿Conoce los asesinatos de los tres empresarios aquí en Estocolmo?

Bergström estaba en otro lugar. Pasó un rato antes de que fuera capaz de regresar.

– ¿Quién no ha oído hablar de eso?

– ¿Los ha matado usted?

Gusten Bergström le miró asombrado. Luego se encendió una extraña chispa en su mirada, como si alguien acabara de insuflar el espíritu de la vida en sus atrofiados pulmones. Porque el espíritu está dispuesto pero la carne es débil, pensó Hjelm blasfemo.

– Sí -contestó Gusten Bergström con orgullo-. Yo los he matado.

Hjelm contempló su figura luminosa. Algo estaba pasando en la vida gris de Gusten Bergström. Su cara iba a cubrir las portadas de los periódicos. Sería el centro de atención por primera y única vez en su vida.

– Déjelo -dijo Paul Hjelm, y el espíritu de la vida se apagó.

Gusten Bergström se hundió en su incómodo sillón. Como si se hubiese convertido en el relleno que el sillón llevaba tanto tiempo echando en falta. Hjelm intentó quitar un poco de hierro a la decepción.

– ¿Y qué motivo tendría usted para matar a Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger?

– ¿El motivo? -dijo Bergström encogiendo unos hombros que ya estaban encogidos-. Pues porque eran… ricos…

– O sea, que no tiene ni la más remota idea de lo que esos tres caballeros le hicieron a su hermana en el campo de golf de Kevinge el 7 de septiembre de 1990, un mes antes de que intentara suicidarse por tercera vez y de que fuera ingresada a consecuencia de ello en el psiquiátrico de Beckomberga.

– ¿Pero qué coño me está diciendo?

Gusten Bergström se levantó con brusquedad y buscó algo a lo que agarrarse. No había nada. Sus manos se movían por el aire desesperadas.

No había nada a lo que agarrarse. Nada de nada.

– Aquel día, mientras ella hacía de caddie, ese trío de caballeros intentó violar a su hermana.

Las manos de Bergström dejaron de buscar en el aire. De nuevo el desnutrido informático pareció llenarse de al menos una sombra del espíritu de antaño. Permaneció inmóvil, de pie, envuelto por una nube transparente de pequeñas motas de polvo que flotaba a su alrededor en el aire viciado del apartamento, y que allí mismo, donde se hallaba Bergström, recibían y refractaban los rayos diagonales del sol poniente. Había una macabra belleza en su dolor.

– Si lo hubiera sabido -afirmó con voz clara y nítida- les habría matado. Y no habría esperado tanto tiempo, se lo puedo asegurar.

– ¿Y no lo sabía?

– No -admitió, y se sentó para volver a ponerse de pie al instante frente a la luz de la tarde que se filtraba en una ancha banda por la ventana que daba a la calle-. Ahora entiendo -siguió, y se iluminó una última vez-. Ahora lo entiendo todo.

– ¿Qué es lo que entiende?

– ¡Es Lotta! ¡Es la propia Lotta la que se ha vengado! Ella tendió su mano desde el reino de la muerte durante un par de días. Luego regresó al más allá.

Bergström, en un estado de máxima exaltación, se acercó a la estantería y sacó un viejo y desgastado libro, lo levantó en el aire y lo sacudió:

– ¿Conoce a las Erinias? -dijo sin esperar respuesta; Hjelm tampoco habría sabido responderle-. Son las criaturas más terribles de la mitología griega, pero también las más venerables. La mano de la justicia definitiva. Persiguen a su víctima día y noche hasta que la tumba se abre ante ella. Déjeme que le lea un pequeño pasaje: «En el fondo, las Erinias no son más que el espíritu del asesinado, que, al no existir ningún vengador, toma la venganza por su propia mano, implacable e irreconciliable como son los espíritus de los muertos en su ira».

Bergström le clavó una mirada fija y exhortativa. Hjelm no sabía qué decir.

– ¡Es que no lo entiende! -gritó Gusten Bergström-. No había nadie para vengarla, así que tuvo que hacerlo ella misma. Esperaba un vengador pero nadie se presentó. ¡Todo cuadra! Varios años después, eliminó uno tras otro a los tres hombres que le habían hecho daño. ¡Es maravilloso! ¡El asesino que busca es el espíritu del asesinado! ¡Una Erinia!

Hjelm se dejó fascinar un rato por el arrebato de Bergström. Sin duda había unas interesantes coincidencias. La vengadora sin rastro. La divina vengadora póstuma del reino de la muerte.

Pero el recuerdo de una bala sumamente material, procedente de Kazajstán e incrustada en la pared de un chalet en Djursholm, le transportó de vuelta al mundo de la burda realidad:

– Tal vez las Erinias contaron con un intermediario material que apretó el gatillo. ¿Sabe si ella podría haberle contado el incidente del club de golf a alguien?

– ¡Pero si no había nadie más que nosotros! ¿No entiende? Sólo ella y yo, sólo Lotta y Gusten. Gusten y Lotta.

– ¿A su padre, a su madre, a alguien del hospital?

– ¿A nuestro padre? ¡Venga, eso sí que sería muy probable, claro! -exclamó Gusten Bergström entre carcajadas; daba la impresión de haber traspasado un umbral-. ¿Nuestra madre? ¿La muda, sorda y ciega? Los tres monos a la vez. ¡Seguro que sí! ¿A alguien de Beckomberga? ¿Donde la gente pasa todo el santo día acurrucada en los rincones haciéndose pajas? ¡Muy probable, sí! ¡Allí tiene a su asesino a sangre fría! ¡El asesino de Beckomberga! ¡El calculador y meticuloso asesino del loquero!