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A Hjelm le pareció que ya iba siendo hora de dejar en paz a Gusten Bergström con su deforme y deformadora tristeza.

En otras circunstancias, se habría acercado al ordenador para aumentar la luz de la pantalla y soltar unas sarcásticas risas al ver unos cuerpos que a esas alturas, sin duda, estarían follando como locos. Pero no lo hizo.

Algo que, de alguna confusa manera, consideró como una victoria.

Hjelm pasó los siguientes días intentando llegar al final de la pista del club de golf. Hizo una visita al hospital psiquiátrico de Beckomberga y habló con el personal, en un intento de conocer las amistades de Lotta. No las tenía. El único miembro de la plantilla que quedaba desde principios de los años noventa, un auxiliar muy severo, recordaba a Lotta como solitaria en extremo. Una retraída enfermiza; muy introvertida. La única persona a la que Lotta podría haber comentado el incidente sería al hermano, algo que, con toda probabilidad, no había hecho. En caso contrario, Gusten Bergström era el mejor actor que había visto en su vida. Así que Hjelm se centró en la familia y en el círculo de amigos de Lena Hansson. Tampoco le aportó nada. Realmente había dejado que Daggfeldt y compañía compraran su silencio. La única posibilidad que parecía quedar tras unos días de infructuosas indagaciones era que Lena Hansson hubiera contratado a un sicario profesional; una pista que, de momento, dejó descansar.

Por esa época fue llamado a declarar en el juicio contra Dritëro Frakulla. No le hacía especial ilusión. Un par de semanas después de la toma de rehenes en las oficinas de inmigración en Hallunda, la política oficial de inmigración cambió repentinamente y varios centenares de kosovares con amenaza de expulsión del país pudieron quedarse. Entre ellos, la familia de Dritëro Frakulla, quien, tras su desesperado intento por salvarla, sería obligado a abandonar el país tras cumplir condena. Su intento de evitar la expulsión había tenido el efecto opuesto. Decir «ironía del destino» le pareció a Hjelm un eufemismo que se quedaba muy corto.

Estaba sentado en el banquillo de los testigos. Intentó expresarse de la forma más objetiva y clara que pudo. Consiguió ignorar más o menos la presencia de los medios de comunicación que le acosaron antes, durante y después del juicio, pero no pudo escapar de la oscura mirada de Dritëro Frakulla desde el banquillo de los acusados. Frakulla seguía con el brazo en cabestrillo y no apartó los ojos de Hjelm en ningún momento. No se trataba de una mirada acusatoria, sino más bien rota, abiertamente resquebrajada. Aun así, Hjelm no pudo librarse de una sensación de ser acusado; tal vez sólo existía dentro de él mismo. Le pareció que Frakulla lo acusaba, pero no por haberle disparado, sino por no haberle matado. Si hubiera acabado con su vida, la familia se habría quedado; sin embargo ahora, dentro de unos años, le acompañarían lealmente de vuelta con los serbios. Ésa era la sensación que le inspiraba la mirada rota de Frakulla. Un sentimiento profundamente desagradable que acompañaba e impedía cada palabra que Hjelm pronunciaba y cada respuesta que daba a las preguntas complacientes del fiscal y a las acusatorias del defensor. El abogado de oficio de Frakulla era un señor mayor con aire hastiado que formulaba con gran precisión las preguntas más pertinentes: ¿por qué no esperó la llegada de la unidad de intervención especial?; ¿por qué el caso no ha sido investigado por Asuntos Internos? Al parecer, Bruun, Hultin y Mörner habían conseguido eliminar cualquier rastro de los interrogatorios de Grundström y Mårtensson. Aun así, los ataques del abogado defensor no eran nada en comparación con la insistente mirada de Frakulla.

Cuando bajó del banquillo de los testigos y se dirigió con paso lento hacia la salida de la sala su mirada se cruzó con la de un niño pequeño. Le pareció idéntica a la del padre.

Tuvo que pasar un buen rato antes de que Hjelm se sintiera capaz de volver a la investigación.

Un par de días más tarde, a pesar de que en realidad seguía de baja, Viggo Norlander entró de repente en el centro de mando, en plena reunión matinal. Pasó cojeando, apoyado en unas muletas y con un aspecto bastante apagado. Algo se había extinguido en su mirada, ya de por sí bastante apagada. Tenía las manos vendadas. Le saludaron con mucho cariño y Kerstin Holm salió corriendo a por un ramo de flores que le habían comprado con la idea de dárselo esa misma tarde. Norlander parecía sinceramente conmovido cuando se sentó en su silla de siempre.

Estaba libre. Nadie la había ocupado.

Durante su estancia en el hospital de Tallin y luego en el de Huddinge, se convenció de que Hultin lo había sacado de la investigación y quizá también de que los de Asuntos Internos irían a por él. Cuando se dejó caer en la silla comprendió que estaba… perdonado; no se le ocurrió otra palabra. Lloró sin tapujos.

Dio la impresión de ser un hombre destrozado. Todos se preguntaron si en realidad sería capaz de volver, pero cuando levantó la mirada con los ojos rojos descubrieron que había felicidad en sus lágrimas. Auténtica felicidad.

Cuanto más se conocían, más difícil resultaba comprenderse los unos a los otros. Como siempre.

Mientras salían del centro de mando, Hjelm vio con el rabillo del ojo cómo Söderstedt se acercaba a Norlander, le ponía los brazos sobre los hombros y le decía algo. Viggo Norlander rió alta y efusivamente.

En la reunión no se dijo gran cosa; nadie había hecho ningún avance nuevo. Ahora trabajaban casi de forma exclusiva partiendo de la hipótesis de que la ola de asesinatos había cesado y de que las cifras rojas en los libros de contabilidad del mundo empresarial sueco no llegaría más allá del tres, tres asientos: Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger.

Estaban equivocados.

19

El áspero humo se ha asentado, el penetrante olor se ha evaporado. El hombre por fin está descansando. Esta vez le ha llevado más tiempo.

Ha sido un día largo.

Ahora es de noche.

Es de noche en el salón.

Cuando las primeras notas del piano se deslizan por el salón, él está reclinado en el sofá contemplando al hombre. Las notas del piano suben y bajan, van y vienen, entra el saxofón y se une al piano. Los mismos pasos, el mismo pequeño itinerario.

Cuando el saxo se libera y, al fondo, el piano empieza a desplegar unos acordes ilusoriamente perezosos, es como si el hombre se levantara del suelo. Un par de pequeños redobles de la batería. Y al soltar el saxo un gorjeo bastante alejado de la tonalidad es como si el hombre se pusiera de pie, como si se inclinara hacia delante sobre el vacío. El saxo se sacude, embiste, acelerando el ritmo de la ascensión. La sangre fluye de la cabeza del hombre. Es como si pegara un puñetazo en todo el estómago al vacío que hay ante él. Cuando el piano calla, llega un segundo golpe más fuerte a las entrañas del vacío.

Es una pantomima, una peculiar danza de la muerte.

Yeah, u-hu. La primera patada. En la rodilla.

El saxofón sigue ascendiendo hacia las alturas, cada vez más rápido. Ay. La segunda patada. En el bajo vientre.

Hay una coreografía muy exacta. Cada golpe, cada patada contra el invisible cuerpo del vacío está predeterminada, se dirige al lugar exacto.

Lo ha visto muchas veces.

Y justo cuando se oyen los aplausos, propina un puñetazo decisivo. El público charla, el piano toma el relevo. En ese preciso instante llega el golpe. Los dientes del vacío chapotean bajo la lengua; ocurre justo allí. Precisamente allí.

El piano empieza a dar pasos tambaleantes. Se suelta. Recorridos cada vez más libres, cada vez más bellos. Ahora está seguro de la belleza. Es como si el hombre dirigiera una patada contra el invisible cuerpo tumbado en el vacío. Es como si diera una, dos, tres, cuatro patadas. El piano canta pausadamente.