A Hjelm no le dio tiempo a morderse la lengua.
– ¡Para salvarle la vida, joder!
Eran casi las ocho de la tarde. Hjelm y Bruun estaban sentados en el despacho de éste; Bruun en su sillón, Hjelm medio tirado en el sofá. Delante de ellos, encima del escritorio, había un magnetofón grande de los antiguos, de bobina abierta. La cinta daba vueltas. Decía:
– ¡Para salvarle la vida, joder!
Bruun estuvo a punto de tragarse el puro. Paró el magnetofón con un gesto brusco.
– Eres… -dijo señalando a Hjelm con el mismo movimiento brusco, como si diera hachazos con la mano- eres un temerario.
– Sí, ya lo sé, ha sido una estupidez… -confirmó Hjelm desde el sofá-. Igual de estúpido que grabar furtivamente un interrogatorio de Asuntos Internos.
Bruun se encogió de hombros y volvió a poner en marcha el magnetofón. Primero hubo una breve pausa, luego se volvió a escuchar la voz de Hjelm:
– Esa unidad especial, y ustedes lo saben muy bien, es experta en una sola cosa: en neutralizar al secuestrador sin hacer daño a los rehenes. Neutralizar en el sentido de eliminar, de matar.
– ¿Realmente pretende que creamos que le disparó para salvarle la vida?
– Pueden creer lo que les salga de los cojones.
Bruun le miró mientras movía adusto la cabeza; ahora quien se encogió de hombros fue Hjelm.
– Eso es precisamente lo que no podemos hacer -dijo Grundström recuperando su voz habitual, que no había conseguido mantener durante un par de intervenciones-. Estamos aquí para separar lo legal de lo ilegal, para asegurarnos de que si ha cometido una falta en el ejercicio de sus funciones no quede sin reprimenda, pues así es como el sistema judicial se corrompe. Si resulta necesario, deberemos abrirle expediente y reprobarle. Eso no tiene nada que ver con lo que creamos o no creamos a título personal.
– Para las actas -dijo Hjelm-: el disparo se efectuó a las 8.47 horas y la unidad especial llegó a las 9.38. ¿Está diciendo que deberíamos habernos quedado allí fuera, esperando con los brazos cruzados, mientras un hombre armado y desesperado tenía en su poder a unos rehenes aterrorizados y al centro de Hallunda completamente paralizado?
– De acuerdo, dejemos de momento la cuestión del porqué y pasemos a lo que hizo de facto.
Pausa. Grundström y Mårtensson cambiaron de sitio. Hjelm reflexionó sobre qué tipo de persona emplea la expresión «de facto».
La voz pulida fue sustituida por una bastante más tosca.
– Bueno. Hasta ahora no hemos hecho más que tocar el tema por encima. Ya va siendo hora de entrar en materia de verdad.
Bruun apagó el magnetofón, frunció el ceño y se volvió hacia Hjelm con cara de auténtico asombro.
– ¿En serio que esos dos tipos te soltaron el rollo de poli bueno poli malo? ¿A ti, un interrogador experimentado?
Hjelm volvió a encogerse de hombros y sintió que le vencía el sueño. Había sido un día largo y no tenía demasiadas ganas de prolongarlo aún más. Cuando volvió a oírse la voz de Mårtensson, ésta se fue mezclando con palabras e imágenes procedentes de todos los demás estratos que había en el alma de Hjelm y que, durante un breve período de transición entre la vigilia y el sueño, luchaban por el poder. Luego se durmió.
– Paso a paso. Uno: gritó a través de la puerta directamente, sin ningún tipo de aviso previo; eso ya de por sí podría haber sido suficiente para desencadenar una tragedia. Dos: aseguró que no iba armado, aunque la pistola sobresalía muy por encima de la cinturilla; habría bastado con que le hubiera pedido que se diera la vuelta para provocar el desastre. Tres: mintió al malhechor; si él hubiera conocido ciertos datos, habría ocurrido una desgracia. Cuatro: cuando le disparó, lo hizo en un sitio no reglamentario; pudo ser un desastre.
– ¿Qué tal está? -preguntó Hjelm.
– ¿Qué? -dijo Mårtensson.
– ¿Cómo se encuentra?
– ¿De quién coño está hablando?
– Dritëro Frakulla.
– ¿Y qué coño es eso? ¿Una clase de naranjas? ¿Un conde transilvano? Joder, concéntrese en los hechos, por todos los demonios.
– Eso es un hecho. Eso sí que es un hecho.
La pausa resultó tan larga que Bruun empezó a rebullirse inquieto en su silla y a preguntarse si ya habría acabado el interrogatorio. Hjelm no le pudo sacar de la duda; se había quedado profundamente dormido. En su lugar fue Grundström quien aclaró la duda de Bruun:
– Está ingresado en el hospital de Huddinge, vigilado las veinticuatro horas. Su estado es estable. Algo que no se podría decir de usted. Eso será todo por hoy, Hjelm. Seguiremos mañana a las diez y media.
Se oyó cómo se arrastraban las sillas, la grabadora se apagaba, recogían los papeles y cerraban un maletín y una puerta. El comisario Erik Bruun encendió un puro negro, liado de forma irregular, y se concentró. Acto seguido pudo oír lo que estaba esperando. Salió de Grundström.
– El tipo es muy, pero que muy astuto. ¿Cómo coño has podido dejar que se librara tan fácilmente? «Un conde transilvano», ¡pero joder, Uffe! No podemos permitir que este tío se nos escape. Un Harry el Sucio que se pasea por el sistema sin que nadie le pare los pies abrirá el camino a centenares de pistoleros más o menos racistas en todo el país.
El resto se perdió en la niebla. Mårtensson murmuró algo, Grundström suspiró, las sillas hacían ruido, una puerta se abrió y se cerró. Bruun detuvo la cinta y se quedó un rato sentado.
En los alrededores de la comisaría, el luminoso día primaveral se estaba hundiendo en una gélida oscuridad. Bruun se levantó con esfuerzo de la silla y se acercó a su colega, que seguía durmiendo tranquilamente. Antes de dar una buena calada al puro para echar el humo a la cara de Hjelm, se lo quedó mirando un instante mientras movía la cabeza pensativo.
«A éste me lo quitarán tarde o temprano», pensó, y le lanzó el humo. De una u otra forma desaparecerá.
Hjelm se despertó tosiendo. Le lloraban los ojos y lo primero que vio a través de la cortina de humo fue una mezcla de barba roja y canosa y los carnosos pliegues de una generosa papada.
– Las diez y media -dijo Bruun cerrando su viejo y destartalado maletín-. No madrugues mañana. Intenta ser claro y conciso en el interrogatorio. Incluso un poco más que hoy, quizá.
Hjelm se dirigió a la puerta tambaleándose. Se dio la vuelta. Bruun le hizo un gesto afable con la cabeza. Era su modo de darle un abrazo.
«¿Qué es lo que se suele decir?», pensó Hjelm mientras abría la nevera y sacaba una cerveza. Hombres heterosexuales de mediana edad con un empleo a jornada completa y piel blanca son la norma de la sociedad. En esa norma están basados todos los estándares habituales. No sabía de dónde, pero le vino a la mente otra frase: ser mujer no es ninguna enfermedad; sin embargo, constituye una desviación. Por no hablar de la homosexualidad, la juventud, la vejez y la piel oscura, o hablar con acento. Ése era el aspecto que tenía su mundo: dentro de las fronteras, todos aquellos policías de mediana edad, blancos y heterosexuales; fuera, todos los demás. Contempló a algunas personas que se desviaban de la norma y que estaban sentados en el sofá: su mujer, Cecilia, de -a ver, ¿cuántos años tenía?- treinta y seis años, y su hija, Tova, de doce. Danne, el Public Enemy, estaba ocupado en otros menesteres, eso se podía escuchar claramente.
– ¡Ya, papá! -gritó Tova-. ¡Ya empieza!
Se acercó al salón, filtrando la cerveza entre los dientes. Cilla observó esa vieja y mala costumbre de su marido con cierta antipatía, pero pronto centró su atención en la tele. La sintonía del informativo «Aktuellt» se fue apagando. La noticia estaba entre los titulares. Las proporciones, pensó él, las proporciones…
– Esta mañana un hombre ha tomado como rehenes a tres empleados de las oficinas de inmigración de Hallunda, al sur de Estocolmo. Un individuo armado entró en el edificio poco después de la hora de apertura y amenazó a tres funcionarios con una escopeta de perdigones recortada. Sin embargo, el suceso ha tenido un desenlace feliz.