– Deberías haberte dedicado a la música -continuó White Jim-. En vez de hacerte uno de ésos -señaló con el dedo a Hjelm y Holm-. Tú, que te la tomas en serio.
– Esos dos saben más de música que tú -replicó Chávez.
Ambos se rieron durante un buen rato. Hjelm entendía muy poco.
Kerstin Holm dijo tranquilamente:
– Sabemos, por ejemplo, que existe una grabación con una pequeña improvisación, Risky, de Monk, Griffin, Mailik y Haynes, que intentó vender hará unos diez años.
White Jim se la quedó mirando perplejo. Luego soltó otra carcajada.
– Habéis tardado, ¿eh?, joder, menuda investigación policial. All the priorities in the right places. [45] ¡Y tres maderos para echar el guante a un viejo saxofonista trasnochado por una historia así! I'm deeply honoured, people! [46]
– No estamos aquí para detenerlo. Sólo nos interesa dar con sus posibles clientes.
– No había muchos, you know. Cuando Red Mitchell me trajo aquí a mediados de los setenta, me habían dicho que erais un país perdido por el océano Glacial Ártico, pequeño pero amante del jazz, de modo que copié todo lo que pude de esa cinta y de otras grabaciones originales de las que me habló Johnny Griffin a principios de los sesenta. ¿Sabéis?, yo estuve tocando a great deal [47] con Johnny entonces, joven, verde y lleno de entusiasmo. Él me dijo que había bastante material inédito de la época del Five Spot, como Round Midnight, Evidence, Risky y un montón de otras motherfuckjngtunes [48]. Ahora la mayoría ya están editados, cuando ese productor… ¿cómo se llamaba?… Keepnews, necesitó pasta. Pero Risky y unas cuantas más son my babies. [49] Inéditas todavía. Joder, yo llevaba una decena de cintas de ese tipo cuando llegué, e intenté dosificar la venta, poco a poco. Risky fue una de las últimas, por 1985 o 1986. Entonces ya me había dado cuenta de quiénes eran mis clientes. Unas cinco personas, no había más gente dispuesta a soltar uno de los grandes por una grabación pirata de dudosa calidad. ¡Además, era fuckingilegal! [50] No tenía ningún tipo de derechos. Por cierto, me quedan un par de cintas, para asegurarme la pensión.
– ¿Eso quiere decir que tiene todavía las direcciones de las personas que compraron la cinta de Risky? -preguntó Kerstin Holm con determinación.
-Sure. Desde principios de los ochenta siempre han sido los mismos compradores. Amantes del jazz, quizá. Amantes de las curiosidades, definitivamente. Si nos les vais a detener, os daré las direcciones. Dos en Estocolmo, dos en Gotemburgo, uno en Malmö. Big city democracy [51] joder. Hay un pequeño fucking cuaderno amarillo por aquí en algún sitio…
Se pusieron a buscar por el inmenso caos que era el apartamento de White Jim apartando los objetos más asombrosos: la cabeza seca de una boa tirada debajo de una mesa que se convirtió en polvo en las manos de Hjelm, ropa sucia, una caja de cartón llena de billetes de zloty polacos, más ropa sucia, anticuadas revistas de porno finesas que tapaban los órganos genitales con rayas negras, aún más ropa sucia, unos cuantos cuchillos de tirar de Botswana, más ropa sucia en enormes cantidades, trece jarras de cerveza Guiness sin fregar y tiradas un poco por todas partes, un LP sin funda pero con la firma de Bill Evans grabada atravesando los surcos del vinilo e impresionantes fajos de facturas de restaurantes.
– ¿Por qué guardas las facturas de los restaurantes? -preguntó Chávez mientras pescaba el cuaderno amarillo metido dentro de unos calzoncillos casi corroídos del todo.
– Por razones fiscales -dijo White Jim, y se echó al cuerpo un trago de Jack Daniels.
Esto es como una película de serie B, pensó Hjelm.
Chávez copió los nombres y las direcciones al dorso de una de las viejas facturas y devolvió el cuaderno a White Jim, que lo tiró al suelo, eructó y se durmió sentado.
Chávez y Holm unieron sus esfuerzos para tumbarle en el colchón y tapar su lechoso cuerpo con la manta.
– Ése -dijo Jorge cuando salieron al sol- es un músico muy grande.
Kerstin Holm asintió con la cabeza.
Hjelm no sabía qué pensar.
Chávez volvió con desgana a su despacho. Hjelm dejó a Holm en la dirección más cercana que figuraba en la lista de White Jim y él siguió hasta otra, situada más lejos.
Kerstin Holm fue a ver a un tal Erik Rådholm, un comandante retirado que vivía en Linnégatan. Se trataba de un distinguido caballero al límite ya de la mediana edad, cuya pasión por las grabaciones raras de jazz era tan enorme como inesperada. Tenía el aspecto, tal y como Holm lo describiría después, de un auténtico admirador de Sousa, o sea, un hombre para el que el ritmo equivale al firme compás de una marcha militar. Sin embargo, no era así. Poseía una gran colección de grabaciones piratas procedentes de los clubes más pequeños y oscuros, desde Carelia hasta el interior de Ghana. Al principio, no quiso admitir nada que pudiera interpretarse como ilegal, pero con la ayuda de determinados métodos que Holm no quiso revelar, Erik Rådholm terminó mostrando, no sin cierto orgullo, su imponente colección, que ocultaba tras una librería giratoria. Juró por «la patria y la bandera» que nunca se le había pasado por la cabeza copiar ni una sola de sus grabaciones únicas. Holm vio y oyó el ejemplar de Risky que tenía el comandante, comprado a Jim Barth Richards, y luego se quedó dos horas más escuchando a Lester Young en Salzburg y a Kenny Clarke en un hotel de Hudiksvall.
Paul Hjelm se fue a Märsta, donde hizo una visita a Roger Palmberg, gravemente discapacitado tras haber sido atropellado por un tren de larga distancia, el Norrlandspilen, no sin que existiese cierta voluntad por su parte, tal y como el propio Palmberg reconoció a través de su sistema de habla electrónico. Lo único intacto de ese hombre era el oído, pero ése sí que lo tenía en perfectas condiciones. Escucharon la grabación de Risky, copiada por White Jim, y Roger Palmberg explicó a Hjelm cada nota, exactamente qué estaba pasando, dónde y por qué. Hjelm se quedó como hechizado. Empezaba a dudar de la expresión: «Those who talk don't know, those who know don't talk». Porque dentro de ese cuerpo destrozado se hallaba el oyente más sutil que jamás había conocido, no sólo en lo que se refería a la música sino en general. Únicamente por el interés que mostró, consiguió que Hjelm le contara casi todo el caso. A Palmberg le pareció muy interesante la pista de la cinta, pero aseguró que era inocente; a cambio, Hjelm le dio su palabra de que una vez resuelto el caso se pondría en contacto con él. La cinta propiedad de Palmberg no la había oído nadie más que él mismo hasta ese momento; admitió sin ambages que eso se debía a que nadie le visitaba nunca. Era una persona completamente solitaria y se había adaptado a esa vida. La atención interior que tenía la dedicaba a la música. Escucharon un par de grabaciones de los años sesenta con Jim Barth Richards, y a Hjelm empezó a quedarle claro a quién acababan de visitar en aquel sórdido cuchitril del casco viejo. Cuando se despidió de Roger Palmberg y abandonó el piso, más o menos adaptado a discapacitados, se dio cuenta de que acababa de hacer un amigo íntimo en la otra punta de Estocolmo.
22
En cuanto Paul Hjelm olfateaba el rastro de la presa, se imponía un ritmo más intenso. Ya no había tiempo para quedarse ante el espejo mirando cuánto había crecido el grano durante la última semana; no había tiempo para contemplarse a sí mismo como un vacío, un agujero en un entorno vital y flexible; no había tiempo para reflexionar sobre la extraña grieta en su matrimonio. Ésta era una de esas ocasiones. El olor del rastro de la cinta resultaba lo suficientemente fuerte como para que todos los demás olores se desvanecieran.