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Hjelm se preparó para viajar a Gotemburgo y Malmö con el objetivo de visitar a las otras tres personas que tenían copias de la cinta de Thelonius Monk, con la improvisación de Risky como breve colofón valorado en mil dólares. Hultin había aceptado sin objeciones las conclusiones de Hjelm y Kerstin Holm sobre Rådholm y Palmberg. Ninguno de los dos era el asesino ni había hecho copias de la grabación. En cambio -y en eso estaban bastante de acuerdo- existía la posibilidad de que alguno de los tres que quedaban fuera, incluso, el asesino; la orgullosa aversión por copiar el casete que había mostrado Rådholm era seguramente un rasgo general en este tipo de fanáticos de jazz. Sin duda no habría muchas copias de las copias.

En el despacho contiguo, Kerstin Holm se estaba preparando para acompañar a Hjelm al suroeste del país. Seguro que el campo visual de ella también había empezado a reducirse, pensó Hjelm, que ya creía conocerla bastante; la visión de túnel empezaba a apoderarse de ellos. Habían desconectado de todo lo demás.

Y llegó la llamada de Dalarö.

Hjelm cogió el teléfono y contestó estresado. Chávez, que le observaba desde el otro lado de la mesa, vio cómo la mancha de su mejilla izquierda enrojecía, mientras el resto de la piel de la cara palideció notablemente.

Hjelm no dijo ni una palabra durante toda la conversación. Sólo permaneció allí de pie, inmóvil, poniéndose blanco como la nieve. A Chávez le dio la impresión de que el grano de la mejilla parecía un corazón latiendo. Cuando iba a colgar, Hjelm falló dos veces antes de encajar el auricular en el aparato.

Jorge estaba esperando.

– Cilla me ha dejado -dijo Paul apagado.

Jorge no pronunció palabra. Dejó el bolígrafo en la mesa.

– Me ha llamado desde la casa de campo. No quiere que vaya a verla más este verano. Necesita tiempo para pensar.

Cuando Kerstin Holm abrió la puerta, los dos hombres estaban abrazados.

La volvió a cerrar sigilosamente.

En el taxi al aeropuerto de Arlanda, ella le preguntó sólo una cosa:

– ¿Vas a poder con esto?

Hjelm asintió, decaído.

A ella le pareció que el grano rojo de su mejilla parecía uno de los símbolos secretos que solían emplear los vagabundos, ése que tenía forma de rectángulo un poco sesgado.

No recordaba lo que significaba.

En el avión a Gotemburgo, Hjelm recuperó algo de color. El grano se difuminó un poco y justo cuando el contorno empezaba a desdibujarse, Kerstin Holm se acordó de lo que significaba ese símbolo de los vagabundos. Los vagabundos solían dibujar el rectángulo sesgado como advertencia, en las casas donde vivía gente desconsiderada y despiadada.

Ahora ya casi había desaparecido.

Hjelm había recuperado la visión de túnel, más estrecha que nunca. Había sentido físicamente cómo su campo de visión se reducía de un extremo a otro. Tras la conversación con Cilla, se había ensanchado hasta límites absurdos, de modo que le pareció ver 360 grados en torno a su cabeza, una mirada sin dirección que lo veía todo sin poder enfocar nada. Un estado terrible. El derrumbamiento total. Y luego lo opuesto: la visión de túnel propia de la autodefensa, una visión con una estricta censura.

Hjelm llamó a casa desde el aeropuerto de Landvetter para hablar con Tova sobre lo que había ocurrido. Contestó Danne, pero sólo le soltó una brusca insolencia. Al parecer, a los ojos de Danne todo era culpa de su padre, aunque, por otra parte, eso no era nada nuevo; ya sabía que su hijo le hacía personalmente responsable de todos los males por los que pasaba en el infierno de su pubertad. A Tova, Cilla le había dicho que ella y su padre necesitaban pasar algún tiempo separados, nada más; Tova apenas había reconocido la voz de su madre. Hjelm intentó explicárselo lo mejor que pudo; al cabo de un rato, se dio cuenta de que sólo estaba usando tópicos. El lenguaje reparte los papeles, pensó amargamente. Preguntó si se las podrían arreglar solos un par de días, y Tova se rió diciendo que se las habían arreglado solos desde que a su madre se le había ocurrido trasladarse a Dalarö para estar allí toda la semana y su padre había empezado a trabajar día y noche.

Después, con el silencioso auricular en la mano, se percató de que ni siquiera había pensado en eso.

Hjelm y Holm se fueron juntos a ver a los dos poseedores de las cintas. El primero vivía cerca del barrio de Haga, en Olivedal, en Kastellgatan, cerca de la fortaleza Skansen Kronan, sobre la colina Skansberget, en el parque Skansparken, junto a la plaza Skanstorget; había mucho Skans en torno al viejo profesor de música Egon Hasselgren. Los dos tuvieron rápidamente la misma impresión, como en el caso de los dos melómanos de Estocolmo: era una pista falsa.

Llegaron al elegante piso del profesor Hasselgren bien entrada la tarde. El sol seguía calentando y Gotemburgo se hallaba atrapada bajo una terrible capa de contaminación. Hacía bochorno y el corpulento señor Hasselgren abrió la puerta vestido con una clásica camiseta de malla con tirantes. Por su amplio tórax asomaban pelos grises a través de la gruesa malla. Al fondo se oía el piano de Thelonius Monk.

– 52nd Street-theme -dijo Kerstin Holm, con lo cual consiguió que el viejo profesor de música no sólo abriera la puerta sino también su corazón.

Sí, había comprado a White Jim, por correo, una grabación con Monk, que incluía Risky al final. No, era él quien había puesto un anuncio en una revista especializada, de la que salieron sólo un par de números a mediados de los años ochenta, buscando grabaciones raras entre 1957 y 1959, y White Jim le había contestado. Sí, guardaba la cinta. Sí, la había puesto en sus clases. No, a los alumnos no les había gustado. Sí, se había empeñado, año tras año, en poner jazz de finales de los años cincuenta en sus clases. Sí, precisamente el bebop, entre 1957 y 1959, era el invento artístico más singular de todo el siglo XX, ningún alumno debería de pasar por la escuela sin escuchar eso. No, nunca había copiado la cinta ni jamás se le ocurriría hacerlo.

Le dieron las gracias y se marcharon. Ya en la calle, cuando se volvieron, descubrieron que el hombre grueso de la camiseta de malla estaba observándolos desde la ventana con una mirada llena de curiosidad.

La siguiente dirección era un restaurante que además no existía. Se quedaron mirando a los ojos muertos de Arnold Schwarzenegger, que les contemplaba desde el escaparate del videoclub situado donde debería haber estado el Café Ricardo, en Ankargatan, cerca de la plaza de Karl Johan.

– ¿Conoces bien tu ciudad? -preguntó Hjelm.

– Por aquí no mucho -reconoció Kerstin Holm.

Holm llamó a su antigua comisaría en Färgaregatan, cerca de Odinsplatsen.

Permaneció dentro de la cabina telefónica durante mucho tiempo. No se filtró ni una palabra. Hjelm la esperaba, con un aire ligeramente interrogante, mientras toqueteaba el móvil que llevaba en el bolsillo de la cazadora. Vio cómo se le iluminaba la cara, cómo se reía a carcajadas, aunque en silencio, o bajaba la comisura de los labios en un gesto de lamentación y, en general, cómo realizaba todo un repertorio de gestos y muecas que no había visto nunca en ella. Se trataba de una pantomima muy atractiva, pensó Hjelm sintiendo claramente que se encontraba al otro lado del cristal.

– Pues ese Guido del desaparecido Café Ricardo, al que White Jim no le puso ningún apellido -explicó ella con cara neutra al salir de la cabina; a Hjelm le pareció que la ausencia de expresión iba dirigida personalmente a él-, se llama Guido Cassola y ha abierto un restaurante nuevo y un poco más elegante cerca del centro, en Kyrkogatan. Se llama Il Barone.