Выбрать главу

– ¿Está lejos?

– ¿No has estado nunca en Gotemburgo?

– No, nunca.

– Esto es Majoma. Kyrkogatan está en el interior del antiguo foso. En la City, si quieres que te lo diga en estocolmiense. Hay un trecho.

– ¿Demasiado para ir andando?

– No. Te puedo enseñar un poco la ciudad por el camino.

Atravesaron la ciudad a la caída de la tarde. A pesar de ser la hora punta de tráfico, en una ciudad que a veces se veía obligada a cerrar las guarderías por alcanzar unos índices de contaminación demasiado altos, fue un paseo agradable. Durante casi una hora, fue como si la visión del túnel de Hjelm se ampliara sin que le doliera demasiado. Que le pasaba lo mismo a Kerstin Holm resultaba obvio; estaba en su salsa, era una brillante guía que amaba su ciudad. Gotemburgo le empezaba a parecer una ciudad más simpática que Estocolmo, a pesar de que esta última era claramente la más bonita de las dos. Se comunicaron a través de la ciudad; el hermetismo que una vez hubo entre ellos empezó a abrirse mientras Kerstin Holm contaba y Paul hacía preguntas: sobre la reserva cultural de Gathenhielm y la iglesia de Masthugget, sobre el barrio de Haga y la plaza Järntorget, sobre el mercado de pescado Feskekyrkan y, al otro lado del foso, la peculiar arquitectura de la Casa Social, sede de la consejería de asuntos sociales. Pasearon por Kungsparken para luego cruzar el foso por el pequeño puente que llevaba a Kungstorget, y cuando Kerstin se puso a hablar de la catedral, entonces de repente habían llegado a su destino. No pronunciaron ni una sola palabra sobre temas personales en todo el camino; sin embargo, algo muy personal había ocurrido entre ellos.

Entraron en Il Barone. Estaba lleno de gente, a pesar de que sólo eran poco más de las seis. Había algo que recordaba al ambiente de un pub inglés dentro del restaurante italiano. Preguntaron por Guido Cassola a una camarera, que les señaló un despacho al fondo del local. Llamaron a la puerta y abrió el propio Cassola.

Tenía pinta de un auténtico jefe mafioso, pero resultó ser muy simpático y servicial. Les escuchó atentamente cuando le explicaron la extraña razón de su visita, y al final dijo:

– Conocí a Jim Barth Richards cuando estuvo tocando por aquí a finales de los setenta. Me contó que tenía una colección de grabaciones raras de Monk y que las vendía, así que empecé a comprarle. No vendía con demasiada frecuencia, creo que más bien lo hacía cuando se encontraba en algún grave apuro económico. En total adquirí cuatro grabaciones. La que estáis buscando es la última cinta que le compré, en el verano del ochenta y cinco. Suelo poner un poco de jazz en torno a la medianoche -en fin, ya saben, Round Midnight- y me gusta seleccionar alguna de las grabaciones más raras para ver si alguien reacciona.

– ¿Y alguien ha reaccionado? -preguntó Holm.

– No, no con Risky, creo. Quizá con alguna de las otras.

– ¿Alguna vez ha hecho copia de la cinta?

Guido Cassola se quedó un rato pensativo. Se rascó debajo de la nariz.

– Cuando regentaba el Café Ricardo éramos dos socios y teníamos cada uno un restaurante gemelo. El otro se llamaba Café Tregua y estaba situado a unas manzanas del Café Ricardo, en Majoma. Los dos lucían exactamente la misma decoración -una especie de detalle identificativo- y poníamos la misma música; estoy bastante seguro de que hice una copia para Roger en el Café Tregua.

– ¿Roger?

– Roger Hackzell. Hacia el final tuvimos algunas dificultades para colaborar y dejamos de ser socios. Él abandonó Gotemburgo a finales de los ochenta para abrir un restaurante en algún lugar del sur de Suecia, en la provincia de Småland, creo. Se llama Hal & Mal. Lo regenta junto con un viejo amigo común, Jari Malinen. Hackzell y Malinen: Hal & Mal; un nombre bastante ingenioso, ¿no? Creo que está en Jönköping, Växjö o Kalmar.

– ¿Podría buscarnos la cinta? -preguntó Holm mientras señalaba interrogante el teléfono con el dedo.

Cassola asintió con la cabeza y salió del despacho. Holm llamó de nuevo a su antigua comisaría, al distrito 3. Esta vez se expresó con más brevedad. Hjelm pensó que era porque él estaba presente; pero también es verdad que estaba pasando por una época en la que se imaginaba demasiadas cosas.

– Hola, soy yo de nuevo -dijo ella al teléfono-. Sí, sí, ya lo sé. ¿Pero qué haría la policía criminal nacional sin sus peones locales? Un poco pelota, sí, puede que sí… Sí… Vale… Bueno, se trata de un restaurante que se llama Hal & Mal. En Småland. Probablemente en Jönköping, Växjö o Kalmar. Muy bien. No, ya os llamaré yo. Cómo coño voy a saber yo cómo está. Mal, espero. Déjalo. Hasta luego.

– ¿Así que tu ex es madero? -comentó Hjelm con sagacidad, o eso le pareció.

– Los inconvenientes de la endogamia policial -dijo ella lanzándole una mirada de difícil interpretación.

Guido Cassola volvió con la cinta y la puso para ellos en un pequeño radiocasete que colocó encima del escritorio. Era su cinta.

«They're playing our song» [52] pensó Hjelm, y sintió náuseas.

Cogieron el vuelo de la tarde hacia Malmö. Kerstin Holm llamó desde el aeropuerto a la comisaría del distrito 3 en Färgaregatan y le dieron la dirección del restaurante Hal & Mal. Estaba en el centro de Växjö.

Hjelm durmió profundamente y sin sueños durante el corto trayecto. Aun así, cuando Holm le despertó tuvo la sensación de haber soñado algo importante.

A pesar de que se había hecho bastante tarde, hicieron un intento de dar con el quinto y último comprador de la cinta de White Jim con la música de Monk: un tal Robert Granskog.

La tentativa se les fue al garete. El viaje a Malmö no hizo más que complicarles las cosas. Fueron a parar a un piso en Barkgatan, en el barrio de Möllevången, donde supuestamente vivía Robert Granskog; pero allí no había ninguna placa con ese nombre. Llamaron al timbre de las cuatro puertas que había en esa planta y en la última hubo suerte, es decir, mala suerte. Una chica joven y con el pelo rapado les contó que, en efecto, allí había residido Robert Granskog hasta 1992, año en que ella compró el piso. Granskog había muerto allí mismo, y además de una manera no del todo natural, y por eso se lo habían dejado bastante barato. No tenía miedo a los fantasmas, añadió con un forzado aire de valentía.

De camino al centro de la ciudad hablaron de la posibilidad de localizar la herencia del fallecido Granskog. Las perspectivas eran muy escasas. Aun así, acordaron repartir las tareas la mañana siguiente: Holm se quedaría en Malmö para intentar buscar a los herederos de Robert Granskog y Hjelm seguiría hasta Växjö en tren. Sin embargo, la noche la terminarían juntos en un encantador restaurante francés que había en Stortorget, a sólo un par de manzanas del hotel Savoy, donde se habían permitido el lujo de alojarse.

Hjelm cenó una exquisita y sabrosa boeuf Bourguignon con patatas salteadas a la salvia y Holm pidió un guiso de buey provenzal con aceitunas, igual de sabroso, acompañado de patatas gratinadas rebosantes de ajo. Ninguno de los dos se preocupó de preguntarse si la DGP pondría trabas para correr con los gastos de las dos botellas del excelente Domaine du Vieux Lazaret con las que regaron la cena; un vino con mucho cuerpo y carácter.

Al principio hablaron más que nada de trabajo. Sobre Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger. Sobre la especie a la que pertenecía Anna-Clara Hummelstrand. Sobre los familiares, que no parecían demasiado afligidos. Propusieron nombres alternativos a esa extraña creación que era su Grupo A. El Grupo Alienado. La Fuerza de Ataque. Los Niños A. El Equipo A. Las Acciones A. Los Antipatéticos. Hablaron largo y tendido sobre el asalto en solitario al que se había lanzado Norlander en Tallin, y se permitieron cierto grado de humor negro con el héroe clavado al suelo, que regresó como en una especie de Segunda Venida de Cristo. Hablaron del conflicto dirimido entre Norlander y Söderstedt, del gordo de Nyberg, Míster Suecia y cantante del coro de la iglesia, del informatizado Chávez, eminente bajista de jazz, y del estricto Hultin, el despiadado defensor en el equipo de fútbol veterano de la policía de Estocolmo; se lo pasaron en grande recordando la anécdota del cabezazo que dio en la ceja al padre de Chávez. Se preguntaron qué le pudo ocurrir a Arto Söderstedt en Finlandia.

вернуться

[52] «Están tocando nuestra canción.» (N. de los t.)