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– Bueno, por lo menos ahora entiendes la importancia que tiene. Y tú ya estás implicado. Hay policías que te encerrarían para siempre sólo por la conexión que existe entre tú e Igor e Igor. ¿Entiendes?

– ¡Joder! -se lamentó Roger Hackzell, y por primera vez sonó auténticamente gotemburgués.

– Y ahora lo esenciaclass="underline" la cinta.

– ¡Hostia! -exclamó Hackzell con desesperación en la mirada-. ¡Me cago en Dios! ¡Pero si es verdad! La última vez que estuvieron aquí se llevaron algunas de mis viejas cintas. Para amortizar las deudas, dijeron. Unos bestias esos cabrones. Le he echado una bronca de la hostia a Jari por involucrarnos con esos tipos y sus putos negocios mafiosos. ¿Son ellos los que han matado a todos esos? No me sorprendería lo más mínimo.

– ¿Y no sabes nada más acerca de sus contactos suecos, rusos o bálticos?

– Para mí son sólo un par de cabrones muy bestias que aparecen una vez al mes y más o menos te obligan a comprarles el vodka. No sé nada más. Lo juro.

– ¿Cuándo estuvieron por aquí la última vez?

– Hace bastante, gracias a Dios. En febrero. Empezaba a creer que me había librado de ellos, y ahora esto…

– ¿Y fue entonces cuando se llevaron las cintas?

– Sí. -Hackzell, alterado, se puso a hojear un libro que sacó de un cajón-. Era 15 de febrero. Por la mañana temprano.

– ¿Y dónde está Jari Malinen ahora?

– En Finlandia. Su madre acaba de morir.

Hjelm sacó la cinta del bolsillo y se la dio a Hackzell.

– ¿Es ésta?

Hackzell la estudió detenidamente.

– Sí, parece que sí. Guido hizo copias de toda una serie de grabaciones entre 1987 y 1988. En casetes Maxell.

– Vale, ¿dónde tienes el equipo de música? Quiero que escuches un tema con mucha atención e intentes hacer memoria, a ver si puedes relacionarlo con algo particular. Lo que sea. Quizá algo que ha ocurrido aquí, dentro del bar. Cálmate, escucha y procura recordar.

La escalada inicial del piano en Misterioso se expandió por el restaurante. Hackzell hizo un esfuerzo por concentrarse en la audición, pero parecía más bien en un estado de profunda conmoción, como si todo su mundo estuviera a punto de desmoronarse. Hjelm lo estudió con detenimiento mientras intentaba imaginárselo como el frío homicida, sentado en el salón de los asesinados financieros. No pudo.

Los diez minutos de Misterioso llegaron a su fin. Durante todo ese tiempo, Hackzell fue incapaz de quedarse quieto ni un segundo. Cuando el tema terminó y llegaron las improvisaciones, Hjelm apagó la cadena de música y Hackzell dijo:

– No. No sé. No sé nada de jazz. A veces los clientes quieren escuchar un poco y entonces lo pongo. No soy capaz de distinguir una canción de otra. Me parece todo igual.

– ¿Y no recuerdas a nadie en especial que quisiera escuchar jazz?

Hjelm no sabía muy bien hasta dónde quería llegar. Igor e Igor ya estaban cercados. La cinta, las balas de Kazakstan, Viktor X, las amenazas contra el Grupo Lovisedal.

– No, así de pronto, no -dijo Hackzell con pinta de que, además de la cara, se le hubiera caído también el cerebro-. Tengo que pensarlo con calma.

– De acuerdo, vamos a hacer lo siguiente. Si tienes una cinta virgen, te dejo que hagas una copia de Misterioso, o sea, ese tema de Monk, y tú te lo piensas con tranquilidad. Quiero una lista de personas que hayan pedido ese tema en especial, o jazz en general. No puedes abandonar Växjö bajo ningún concepto. Si lo haces, emitiremos una orden de busca y captura inmediatamente, a nivel nacional y con absoluta prioridad. ¿Entiendes?

Roger Hackzell asintió sumiso con la cabeza y Hjelm le hizo una copia de la cinta. Luego cogió el tren a Estocolmo y se permitió el lujo de estar contento consigo mismo durante todo el trayecto.

24

De un modo no demasiado delicado, Jari Malinen fue detenido en medio del funeral de su madre. La policía finlandesa entró sin más en la iglesia en pleno oficio y se lo llevó. Le metieron en los calabozos de Helsinki a pasar la noche. Lo contó todo.

Había entrado en contacto con la mafia rusa ya a finales de los años setenta; cometió un error fiscal, por llamarlo de alguna manera, cumplió condena y luego se marchó a Suecia, en parte para librarse de la mafia, pues, en su caída en desgracia, había arrastrado consigo a uno de los rusos, un tal Vladimir Ragin, y no sabía si el clan se la tenía guardada. No quiso arriesgarse.

Se fue a Gotemburgo, pidió prestado dinero y abrió un pequeño restaurante; así entró en contacto con sus compañeros restauradores Guido Cassola y Roger Hackzell. Cassola y Hackzell no tardaron en enemistarse y terminaron su colaboración. Hackzell se unió a Malinen y abrieron Hal & Mal en Växjö a finales de los años ochenta.

Un día la mafia, ahora ruso-estonia, le encontró, y como hacía años había arrastrado a uno de ellos en su caída, se sintió aterrorizado y accedió a todo. Es cierto que durante el juicio en Vasa, tanto él como el ruso habían contado con la ayuda de un joven y brillante abogado defensor, del que no recordaba el nombre, de forma que salieron mejor parados de lo que Malinen nunca pensó que sería posible en un estado de derecho; pero aun así, no se podía quitar el miedo de encima. Y se presentaron Igor e Igor para venderles vodka estonio. Eso era todo.

Hjelm estudió a Söderstedt mientras Norlander relataba lo acontecido. El finés blanco como la nieve no desviaba en ningún momento la mirada de la mesa.

– Excelente trabajo de Hjelm en Växjö -concluyó Norlander.

Era un nuevo Viggo Norlander el que tenían delante. Una persona curada. Ya no llevaba muletas ni vendas en las manos. Las heridas habían sanado y el rosa de las desnudas cicatrices resplandecía como pequeñas flores que brotaban en medio de sus peludas manos. Las movía con una nueva ligereza. Recuperado y renacido, pensó Hjelm. Estigmatizado, recuperado y renacido.

Kerstin Holm no había tenido ningún éxito en Malmö. El difunto Robert Granskog, el quinto cliente de White Jim, carecía de herederos y lo que el destino había deparado a la cinta de Misterioso era una incógnita. Sin duda alguien la habría tirado.

Hjelm y Holm intercambiaron alguna que otra mirada sin que ninguno de los dos supiera interpretarlas.

Hultin carraspeó ruidosamente mientras ampliaba los dibujos de la pizarra blanca, cada vez más grotescos y laberínticos, con otra flecha más. Apuntaba a Växjö.

– ¿Estamos todos de acuerdo en que ahora hay que dar prioridad al Grupo Lovisedal? -preguntó.

Sonó como una pregunta de verdad, no retórica. Incluso parecía estar esperando una respuesta. Quizá el despiadado defensa estuviera subiendo hacia la mitad del campo.

No hubo ninguna contestación muy bien articulada, pero sí un murmullo unánime. Hultin continuó:

– De acuerdo, es donde se cruzan los caminos del criminal y las víctimas, excepto en el caso de Strand-Julén. Los otros tres, Daggfeldt, Carlberger y Brandberg, coincidieron en la junta directiva de Lovisedal durante un tiempo. De modo que nos podemos imaginar el siguiente escenario: el Grupo Lovisedal intenta establecerse en el mercado de la prensa tabloide de Tallin, igual que ya han hecho en San Petersburgo. Reciben advertencias de Viktor X, se niegan a aceptar su «protección», son amenazados, siguen negándose y, al final, las amenazas adoptan la forma de ejecución de los miembros de la junta directiva por parte de Igor e Igor, alias Alexander Brjusov y Valerij Trepljov. Se toman un descanso después de tres asesinatos, dos auténticos -Daggfeldt y Carlberger- y uno falso -Strand-Julén-, para ver si los de Lovisedal reaccionan. No lo hacen. Siguen negándose porfiadamente. Entonces Igor e Igor vuelven a la carga, bajo las órdenes directas de Viktor X. Puede que Enar Brandberg sea la primera víctima de una nueva serie. ¿Es razonable?

– Resulta difícil ver alguna otra cosa que lo sea más -dijo Gunnar Nyberg.