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«Feliz»… pensó Hjelm.

– Las oficinas de inmigración de Botkyrka -corrigió-, situadas en Hallunda.

Las mujeres de la familia le observaron mientras juzgaban las palabras que acababa de pronunciar, cada una a su manera. Tova pensó: «y eso a quién le importa». Cilla pensó: «como siempre, manifiestas tu general descontento buscando errores en los datos objetivos, transformas tus sentimientos en pensamientos y tus percepciones en datos».

Sonó el teléfono. Hjelm eructó y contestó.

– ¿Oficina de inmigración de Hallunda? -dijo Svante Ernstsson.

– ¿Escopeta recortada? -contestó Paul Hjelm.

Se oyeron risas a ambos lados de la línea telefónica, risas internas.

El necesario infantilismo.

Las distintas formas de risa.

Cómo se percibe en el timbre si la risa sólo se dirige hacia fuera.

Cómo se vuelve más profunda si también se dirige hacia adentro.

– ¿Qué tal estás? -preguntó Ernstsson al final.

– Un poco… dividido.

– Ya sale -dijeron Cilla, Tova y Svante Ernstsson al unísono.

El viejo y curtido reportero estaba en Tomtbergavägen, con la plaza de Hallunda a sus espaldas. Era por la tarde y lucía un espléndido sol primaveral. La plaza estaba llena de gente. Todo tenía un aspecto absolutamente normal y corriente. Una pandilla de chavales envueltos en bufandas del AIK se paró detrás de la entusiasta figura del reportero e hicieron el signo de la victoria con los dedos.

– A las ocho y veinte… -empezó el reportero.

– Las ocho y veintiocho -le corrigió Hjelm.

– …un hombre de origen kosovar entró en las oficinas de inmigración en Hallunda armado con una escopeta de perdigones. De los cuatro empleados presentes en ese momento, el hombre retuvo a tres de ellos como rehenes. La cuarta funcionaria consiguió escapar. El hombre se llevó a los rehenes a la segunda planta y los sentó en el suelo. Tras aproximadamente veinte minutos, el policía Paul Hjelm, del distrito de Huddinge…

La vieja fotografía, de más de diez años atrás, cubría toda la pantalla del televisor.

– ¿De dónde diablos han sacado esa foto? -preguntó Hjelm.

– Qué guapetón -exclamó Ernstsson.

– Se presentaron en el hospital -dijo Cilla mirando a su marido-. Por lo visto no te encontraban en ningún archivo de prensa. Es la foto que llevo en la cartera.

– ¿Qué llevas?

– Bueno, que llevaba.

– …entró en el edificio. Subió por la escalera sin ser descubierto y consiguió meterse en el despacho donde estaba atrincherado el malhechor…

– ¿Atrincherado? -repitió Ernstsson al teléfono.

– …y le disparó en el hombro derecho. Según los tres funcionarios presentes, el comportamiento de Hjelm resultó ejemplar. Desgraciadamente, no hemos podido conseguir ningún comentario del propio Paul Hjelm ni de su jefe, el comisario Sven Bruun, de la policía criminal de Huddinge.

– El bueno de Sven -comentó Ernstsson al auricular.

El reportero continuó:

– Bruun se remite al hecho de que se ha puesto en marcha una investigación interna y que se debe respetar el secreto profesional. Pero usted, señor Arvid Svensson, fue uno de los rehenes. Cuéntenos.

Un individuo de mediana edad apareció junto al reportero. Hjelm reconoció al hombre que había apretado la boca de la escopeta contra la cabeza del inconsciente Frakulla. Filtró el último trago de cerveza entre los dientes.

– Luego te llamo -dijo a Ernstsson. Y se fue al baño.

Se miró al espejo. Una cara neutra. Ningún rasgo muy característico. Nariz recta, labios delgados, pelo corto, castaño, camiseta, alianza. Nada más. Ni siquiera entradas. Mediana edad temprana. Dos hijos a punto de entrar en la pubertad. Ningún rasgo particularmente característico.

Ningún rasgo característico en absoluto.

Se reía. Sus carcajadas resonaban vacías. La amarga y unilateral risa de un oficial de policía despedido.

Ulf Mårtensson dijo:

– Tiene dos buenos hematomas en la nuca que sigue sin estar claro cómo se los ha hecho.

Paul Hjelm preguntó:

– ¿No han hablado con los rehenes?

– Nosotros nos encargamos de nuestro trabajo y usted del suyo. Posiblemente. Pero parece que no. Según el médico forense, los daños en la cabeza han sido infligidos por el cañón de la escopeta de perdigones. ¿Cogió la escopeta del hombre al que acababa de disparar para golpearlo en la cabeza?

– O sea, no han hablado con los rehenes…

Mårtensson y Grundström estaban sentados uno al lado del otro en una desnuda y estéril sala de interrogatorios. Tal vez sospecharon de la pequeña maniobra de Bruun con la grabadora. Permanecían callados esperando que Hjelm continuara. Hjelm prosiguió.

– Cuando Frakulla cayó, la escopeta fue a parar al suelo justo al lado del funcionario Arvid Svensson. El funcionario Arvid Svensson la recogió y la apretó contra la cabeza del caído.

– ¿Y usted lo permitió?

– Estaba a cinco metros de distancia.

– Pero permitió que ese funcionario presionara con una escopeta de perdigones cargada y sin seguro la cabeza de un hombre inconsciente.

– Nadie podía saber si estaba inconsciente o no, de modo que el funcionario Arvid Svensson hizo bien en quitarle el arma. Sin embargo, no hizo bien en apuntarle a la cabeza. Por eso le grité que dejara de hacerlo.

– ¿Pero usted no hizo nada físicamente hablando para controlar la situación?

– No. Pero él dejó la escopeta al cabo de un momento.

– Al cabo de un momento… ¿Cuánto duró ese momento?

– El momento duró lo que yo tardé en vomitar todo el jodido desayuno.

Pausa. Al final, Mårtensson dijo lenta y maliciosamente:

– En medio de una inacabada operación por cuenta propia, durante un período de tiempo que debería haber consistido en esperar a los expertos, fue, por tanto, invalidado por sus propias funciones digestivas. Imagine que Svensson hubiese matado al malhechor, imagine que el malhechor no hubiera estado neutralizado: entonces, ¿qué habría pasado? Usted dejó muchos hilos sueltos sin atar.

– Redundancia.

– ¿Qué? -dijo Mårtensson.

– Vomité porque el malhechor ya estaba neutralizado. Porque por primera vez en mi vida había disparado a una persona. Seguro que no es la primera vez que ustedes se enfrentan a algo así.

– Claro que no. Pero no en medio de una operación tan importante, en solitario y llevada a cabo por su propia cuenta e iniciativa.

Mårtensson hojeó sus papeles y al cabo de un rato continuó:

– En fin, un pequeño apéndice para añadir a una larga lista de actuaciones dudosas. La lista completa tiene el siguiente aspecto: uno, entró solo a pesar de que la unidad especial de intervención estaba en camino; dos, gritó a través de la puerta directamente sin previo aviso; tres, afirmó que iba desarmado, aunque la pistola le sobresalía bastante por encima de la cinturilla del pantalón; cuatro, mintió al malhechor en sus intentos de persuadirle; cinco, le disparó en un sitio no reglamentario; seis, no desarmó al malhechor después de alcanzarlo; siete, dejó que una persona desesperada entre los rehenes maltratara y casi matara al malhechor. ¿Se da cuenta de la problemática a la que nos enfrentamos?

Grundström carraspeó y tomó el relevo:

– Aparte de esta lista formal, hay otro par de ingredientes que merecen destacarse. Son igual de importantes y atañen a la política y a la disciplina del cuerpo. En parte conciernen a la desconfianza hacia el cuerpo y en parte al tema de la inmigración. Ambos abren el camino a una indeseada mentalidad rebelde para la que no hay lugar dentro del cuerpo. No digo que sea racista, Hjelm, pero su actuación y los elogios en los medios de comunicación hacen que se corra el riesgo de legitimar unas actitudes que subyacen en gran parte del cuerpo. ¿Entiende lo que le quiero decir?