Por fin una pausa para recuperar el aliento.
– ¿Parezco un periodista? -consiguió intercalar Hultin, que se puso sus gafas de leer semicirculares.
– Ya lo creo -replicó Lidner-. Aunque no lo es, ¿verdad?
– Soy el comisario Jan-Olov Hultin. Dirijo la investigación del caso que en los medios de comunicación han denominado el Asesino del Poder.
– Ajá -dijo Lidner-. El Grupo A. Una denominación muy acertada.
Hultin perdió el equilibrio, pero lo disimuló bien.
– No creo que ése sea un dato al que la prensa haya tenido acceso…
Jacob Lidner se rió.
– Pero, Dios mío, señor comisario, seguro que comprenderá que semejante información no se puede mantener en secreto. Es nuestra gente la que está amenazada.
– Y no sólo la gente de su círculo en general -dijo Hultin en un intento de recuperar la iniciativa-, sino la junta directiva de Lovisedal del año 1991 en particular.
Lidner volvió a soltar una ligera risa.
– ¿Qué le ha llevado a sacar esa curiosa conclusión? Es cierto que el director Strand-Julén era un buen amigo, pero nunca ha tenido que ver con el Grupo. Creo que más bien deberían buscar en la junta directiva del Sydbanken; allí estuvieron los cuatro durante un tiempo en 1990.
Los conocimientos de Lidner sobre los entresijos de la investigación resultaban asombrosos. Hultin, fiel a su costumbre, se controló y devolvió el golpe:
– Que yo sepa, el Sydbanken nunca ha tenido ese contacto tan íntimo que tiene Lovisedal con la mafia rusa-estonia. ¿Porque supongo que sigue negándose a colaborar con la mafia?
Jacob Lidner le observó con cierto disgusto, como se mira a una mosca que molesta cuando hay trabajo importante que hacer.
– Por supuesto -dijo con sequedad-. Ellos siguen siendo un motivo de irritación. Pero si lo que quiere decir es que la mafia está detrás de todo esto, entonces, de verdad, que no tiene ni idea de nada.
– ¿Cómo lo sabe? -replicó Hultin.
– Por ejemplo, por lo que le pasó a su detective privado en Tallin.
Hultin estaba a punto de explotar. Contempló con avidez las tupidas cejas de Lidner.
– Me veo obligado a preguntarle cómo es posible que tenga tantos conocimientos sobre la investigación, señor Lidenér -dijo del modo más neutro que pudo.
Pronunciar mal un nombre es igual de eficaz que emplear mal un título, pero Lidner no se dejó provocar. Si la mosca caga o no, eso da igual; de cualquier manera es motivo de irritación, hasta que uno encuentra el matamoscas.
Lidner sacó el suyo.
– Usted es libre de preguntar y yo soy libre de responder.
Hultin se rindió.
– Vamos a poner a nuestros hombres y a agentes de la policía de Estocolmo a protegerle las veinticuatro horas al día. Espero que pueda tolerar su presencia durante unos días.
– El dinero de los contribuyentes, como siempre, podría emplearse de una forma considerablemente más eficaz -comentó Jacob Lidner, que dio media vuelta y se marchó.
Jan Olov Hultin tardó casi dos minutos en ser capaz de hacer lo mismo.
25
Transcurrió una semana sin que apenas ocurriera nada. Luego sucedió algo que debería haber sido decisivo.
La brigada criminal de la policía de Estocolmo realizó una redada rutinaria en un club clandestino de juego situado en el centro de la ciudad.
Un espabilado agente de nombre Åkesson reconoció a uno de los jugadores, a pesar de que el tipo se había dejado una moderna perilla, llevaba gafas con montura de pasta y se había afeitado la cabeza.
El jugador era Alexander Brjusov, la mitad más delgada del dúo Igor e Igor.
Acabó en el calabozo, mudo, y los miembros del Grupo A fueron desfilando para echar un vistazo por la mirilla, como curiosos colegiales de excursión.
Hultin se dirigió al agente que detuvo a Brjusov. Åkesson parecía bastante cansado y deseoso de marcharse a casa.
– ¿Ni una palabra?
Åkesson negó con la cabeza.
– He estado intentando sonsacarle algo toda la noche. Juega al sordomudo.
– De acuerdo-dijo Hultin-. De todas formas, ha hecho un trabajo cojonudo, Åkesson. Ahora váyase a casa a descansar.
Åkesson se marchó. Esperaba que no cogiera el coche para volver a casa.
Los colegiales del Grupo A se quedaron rondando por el pasillo de los calabozos. El oficial de guardia los miraba con cierta indulgencia.
– Yo entro con Söderstedt -dijo Hultin, y dejó que el oficial de guardia le abriera la puerta de acero de la celda-. Los demás os podéis ir -añadió, y se metió para dentro.
Söderstedt dirigió un gesto exculpatorio a sus compañeros y le siguió.
No se marchó nadie. Se turnaron para observar por la mirilla. La mirada del oficial de guardia se iba haciendo cada vez menos indulgente.
Hultin y Söderstedt se sentaron en frente de Alexander Brjusov. No se parecía mucho al retrato robot.
Fue Söderstedt quien habló. Repetía cada pregunta dos veces, primero en sueco, luego en ruso. Sin embargo, fue una conversación bastante unilateral.
Brjusov empezó por exigir la presencia de un abogado, petición que fue rechazada con difusas referencias a la seguridad del reino; un método infalible. El resto de las preguntas, incluida la de la cinta de Monk, las respondió Brjusov con una sonrisa irónica. En una ocasión dijo a Söderstedt:
– Yo a ti te conozco.
Por lo demás, permaneció callado hasta la pregunta:
– ¿Dónde está Valerij Trepljov?
Entonces, Alexander Brjusov soltó unas ruidosas carcajadas y dijo en perfecto sueco:
– Eso, señores míos, es una cuestión profundamente religiosa.
Después no dijo nada más.
El fiscal jefe no tuvo nada fácil la vista preliminar.
La falta de pruebas resultaba ya de por sí abrumadora, pero expresada a través de los elaborados y retóricos sarcasmos del abogado estrella, Reynold Rangsmyhr, se convertía en algo ridículo.
A los integrantes del Grupo A, desarmados y repartidos entre los espectadores de la sala, les preocupaba menos la posible puesta en libertad de la mitad del dúo Igor e Igor que la cuestión de cómo el mejor abogado del país, al menos el más caro, había llegado a defender a un simple contrabandista ruso de vodka.
Fueron testigos de un sangriento combate -como Mike Tyson contra el pobre púgil Lillen Eklund-; una batalla que sólo podía terminar de una manera: con el juez echando una enorme bronca al ministerio fiscal y a las autoridades policiales por hacer perder tiempo y recursos al sistema judicial con una causa cuyo fallo estaba tan claro de antemano. Para más inri, el absuelto Alexander Brjusov consiguió desaparecer del mapa dentro todavía de los juzgados. Nadie le vio abandonar el edificio.
– ¿Qué ha pasado? -se atrevió a preguntar Gunnar Nyberg en la reunión de la tarde en el centro de mando. La niebla de la decepción se cernía sobre ellos y a través de ella se veía difusamente, junto a su mesa, al general Hultin gravemente herido, aunque no caído en batalla. Decidido, hacía rodar la partida lanza del lápiz entre los dedos, y sin apartar la vista de ese entretenimiento, digno de Sísifo, dijo adusto:
– La pregunta es bastante sencilla. ¿Tiene el grupo de Viktor X suficientes recursos y contactos dentro del sistema judicial sueco como para sacar a Brjusov con esa facilidad? ¿O contra quién nos enfrentamos?
Se convirtió en una pregunta retórica; aunque no era ésa la idea.
El Grupo A había intentado, en la medida de lo posible, eximir a la policía de Estocolmo de la vigilancia nocturna de los miembros del consejo de administración del Grupo Lovisedal, asumiéndola ellos mismos.