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Hjelm pasó una noche en casa de un hombre llamado Bertilsson y otra en casa de un tal Schrödenius. Además de eso, incluso pasó un par de noches en su propia casa de Norsborg.

No tenía ningún contacto con Cilla, que estaba todavía en la casa de campo en Dalarö. No le quedaba otra opción que dejar que siguiera siendo un misterio femenino. Sin duda, lo peor que podría hacer era insistir. Había visto la soledad en sus ojos. Y Danne y Tova seguían con sus vidas, cada uno por su lado: Danne casi siempre solo en su habitación, y Tova a menudo en casa de su amiga Milla, cuyos padres prometieron con gran entusiasmo cuidar de Tova, aunque -al menos eso le pareció a Hjelm- no sin lanzar miradas de reproche al mismo tiempo. Llenaba la nevera de comida y se preguntaba a quién en realidad había que reprocharle algo y qué.

Una noche Tova dijo que el grano de la mejilla de Hjelm parecía un signo astrológico, pero no se le ocurrió cuál. A la mañana siguiente, cuando Hjelm estaba a punto de marcharse al trabajo, Tova dijo que era Plutón, una P con una pequeña línea horizontal que enlazaba con el semicírculo de la grafía. Él preguntó qué significaba; ella, jovial e inocente, contestó que no tenía ni idea.

– ¿Vienes a la fiesta de fin de curso? -siguió ella-. Mamá va a venir.

– Lo intentaré -dijo él sintiendo una punzada en el corazón.

En el coche, de camino al centro, reflexionó sobre qué podía significar Plutón para Tova: el planeta más alejado del sistema solar, un arcaico dios de la muerte, o Pluto, el simpático perro de Disney.

Cuando entró en el despacho, Chávez ni siquiera había encendido el ordenador. Era algo muy raro. Estaba dando vueltas a la manivela del molinillo del café.

– Dentro de poco ya estaremos en junio -dijo cansado.

– ¿Algún plan de verano que se te ha fastidiado? -preguntó Hjelm mientras se sentaba.

– Bueno, fastidiado, tanto como fastidiado… -empezó Chávez mirando por la pequeña ventana del despacho, desde donde el cielo azul claro se asomaba por la esquina superior derecha. De repente le vino algo a la memoria:

– Por cierto -continuó, reuniendo sus archivos miméticos, que ya casi parecían estar de vacaciones-. Te llamó un tipo. Dijo que volvería a llamar.

– ¿Quién?

– No sé. Se me olvidó preguntar.

Hjelm intentó no pensar en la fundamental falta de Chávez en el ejercicio de sus funciones profesionales.

– ¿Cómo sonaba?

– ¿Qué cómo sonaba? De Gotemburgo, creo.

– Ajá -dijo Hjelm con renovada esperanza, marcó un largo número y esperó.

– ¿Hackzell? -vociferó al auricular-. Aquí Hjelm.

– Creo que he recordado algo -crepitó Roger Hackzell desde el restaurante Hal & Mal en Växjö-. Pasó algo hace unos años cuando puse la cinta de jazz en el restaurante.

– No te muevas -dijo Hjelm saliendo al pasillo-. Voy para allá.

A Chávez le dijo:

– Dile a Hultin que Kerstin y yo nos vamos a Växjö. Estaremos en contacto.

– ¡Espera! -gritó Chávez tras él.

Hjelm irrumpió en el despacho 303. Gunnar Nyberg y Kerstin Holm estaban cantando un complejo canto gregoriano. Se los quedó mirando asombrado. Continuaron cantando sin al parecer advertir su presencia. Chávez abrió la puerta detrás de Hjelm y también se detuvo. Cuando terminaron de cantar, Hjelm y Chávez aplaudieron. Luego Hjelm dijo:

– Creo que han mordido el anzuelo de la cinta en Växjö. ¿Vienes?

Kerstin Holm le contempló sin mediar palabra mientras se enfundaba una pequeña cazadora de cuero negra.

– ¿Tenéis sitio para mí? -preguntó Chávez.

Los tres cogieron un vuelo a Växjö. La presencia de Jorge impidió cualquier conversación íntima entre Paul y Kerstin, cosa que no pareció molestar a ninguno de los dos. La visión del túnel se había activado.

Roger Hackzell se encontraba en el restaurante, que acababa de abrir para los primeros comensales. Eran poco más de las once.

Hackzell les invitó a pasar a su despacho dejando a una sola camarera a cargo del negocio. En el despacho sonaba Misterioso. Hackzell apagó el equipo de música, que estaba programado en repetición.

– Bueno -empezó, y les invitó a sentarse en el sofá-. Desde hace un par de días tengo la sensación de que hay algo especial en este tema; lo he estado escuchando como un poseso. Y al final se me ocurrió. Fue hace unos años, por la noche, muy tarde. Llevábamos un año más o menos en la ciudad y éramos el único local que abría hasta las tres de la madrugada. Podía llegar a organizarse bastante jaleo, pues todos los noctámbulos acababan aquí. Luego nos retiraron el permiso; ahora sólo abrimos hasta medianoche. La verdad es que aquella noche había muy poca gente, estábamos a punto de cerrar. Sólo quedaban dos clientes. Uno de ellos, Anton, un tipo grande como una casa, pidió precisamente esa cinta. Cuando terminó, cambié a música rock. Pero Anton quería escuchar el jazz, y tenía algo salvaje en su mirada. Así que puse de nuevo la cinta, y estoy bastante seguro de que era este tema. Entonces se puso a gritar como un loco, se lanzó encima del otro tipo que estaba en el local y empezó a molerlo a palos. Ahora me acuerdo perfectamente, fue de lo más desagradable; no paraba de gritar una y otra vez lo mismo, no me acuerdo qué decía, era algo bastante confuso, estaba borracho como una cuba y yo acojonado como nunca. Primero le propinó un par de golpes en el estómago, una patada en la rodilla y otra en la entrepierna y luego le dejó fuera de combate con un tremendo puñetazo en todos los morros que hizo que le salieran volando los dientes. Cayó al suelo todo lo largo que era y el tal Anton empezó a darle patadas; aun así, el tipo seguía consciente y no hacía más que mirarle con ojos extraños. Entonces Anton se dispuso a asestarle un monumental puntapié que sin duda le habría matado. Recuerdo que pegué un grito al cielo. Anton se frenó, cogió una botella, la tiró a la pared y se marchó. Ayudé al otro cliente a levantarse del suelo; estaba completamente destrozado. Tenía los dientes debajo de la lengua -los iba escupiendo uno tras otro-, uno de los brazos le colgaba retorcido en un ángulo rarísimo y le dolían mucho el estómago y la entrepierna. «Ahora mismo llamo a la policía -le dije- y a una ambulancia.» «No -me contestó-, él tenía toda la razón del mundo.» Parece mentira pero eso fue lo que dijo hablando del loco que le acababa de dar la paliza del siglo: «él tenía toda la razón del mundo». De acuerdo, pensé, mejor no involucrar a la policía, seguro que nos quitaría el permiso. Le ayudé a cortar la peor hemorragia y luego se marchó, sin más. Eso fue todo.

– Es más que suficiente -dijo Hjelm-. Ese Anton, ¿quién era?

– Se llama Anton Rudström. Había montado un gimnasio por aquí, por el centro; debió de ser en 1990. Pero cuando ocurrió esto -si mal no recuerdo fue el año siguiente, en primavera- el gimnasio acababa de irse a pique y Anton había empezado a beber. Le dieron un crédito sin fianza ni aval -ya sabéis cómo se hacían las cosas en aquel entonces- y no pudo devolverlo. Ahora es un alcohólico perdido, uno de esos tipos que suelen rondar por el Systembolaget.

– Aunque sigue pareciendo un culturista -dijo Hjelm lentamente mientras reflexionaba sobre el juego del azar.

Roger Hackzell, Kerstin Holm y Jorge Chávez lo contemplaron asombrados.

– Así es -reconoció Hackzell-. Parece como si se siguiera entrenando.

– ¿Y el otro? -inquirió Chávez-. ¿La víctima? ¿Quién era?

– No lo sé. Nunca lo había visto antes y tampoco lo he vuelto a ver después. No sería de por aquí. Pero era un genio con los dardos, de eso sí me acuerdo; estuvo horas lanzando.

– ¿Dardos? -preguntó Kerstin Holm.

– Sí, el juego de los dardos -confirmó Roger Hackzell.

Estaba sentado con un grupo que se iba pasando una botella de vino dulce Rosita. Era el más joven y corpulento de todos.