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– Hay una conexión -insistió Hjelm concentrado.

– De acuerdo -reconoció Chávez-. ¿Esa conexión tiene que ver con Igor e Igor? Debe ser así. La cinta es el único vínculo entre la agresión que tuvo lugar en un restaurante de Växjö durante la primavera de 1991 y las balas soviéticas incrustadas en la pared de las casas de las personas asesinadas en Estocolmo. Y el camino de la cinta desde el restaurante hasta el chalet en Saltsjöbaden donde la encontramos es igual al itinerario de Igor e Igor. Porque cogieron la cinta como parte del pago por el vodka estonio el 15 de febrero.

Hjelm meneó la cabeza. Todo resultaba confuso. Misterioso.

– Intentemos verlo desde el punto de vista del maltrecho empleado de banca -dijo Kerstin Holm-. Según Hackzell, justo después del ataque, mientras escupe los dientes, dice: «tenía toda la razón del mundo». ¡Refiriéndose al tipo que le acaba de destrozar! Un poco raro, ¿no os parece? Los años pasan, las heridas se curan, pero al mismo tiempo crecen la desconfianza, el desconcierto, la impotencia…

– ¡Wrede! -gritó Hjelm levantándose bruscamente.

– ¿Qué? -preguntó Holm mirándole sorprendida.

– Jonas Wrede, el policía de Växjö. Me dijo algo sobre un incidente en un banco. Me perdí entre todos sus malditos «incidentes». En Albertsboda o algo así. Joder, ¿qué hora es?

– Las tres y media -contestó Chávez-. ¿Qué te pasa?

– Vamos a la comisaría de Växjö -dijo Hjelm antes de salir a toda prisa.

El inspector de la policía criminal Jonás Wrede se irguió tres veces, una por cada miembro del equipo especial de la policía criminal nacional que entró a su pequeño despacho. Al final estaba tan estirado que el botón de arriba de la camisa salió volando.

– Relájese -dijo Hjelm-. Siéntese.

Wrede obedeció la orden. Relajado por orden, se quedó sentado en su silla como un saco de patatas.

– La última vez que estuve aquí, me contó algo sobre un antiguo contacto con la policía criminal nacional. Se trataba de un incidente en un banco en algún sitio…

– Eso es -dijo Wrede esperanzador-. El incidente del banco de Algotsmåla. Pero sin duda ya están al tanto. La policía criminal envió un hombre aquí. Nunca nos dijo su nombre, por razones de secreto profesional. Lo encubrió todo. No llegó nada a los medios de comunicación. De eso estoy bastante orgulloso: no se filtró nada desde aquí. Incluso los empleados del banco mantuvieron la boca cerrada. Instinto de supervivencia, supongo.

– ¿Qué pasó?

– Como los papeles fueron confiscados por su compañero, no me cabe duda de que ya lo saben todo…

– No importa; sólo cuéntenos lo que recuerde.

Wrede parecía algo desorientado cuando no podía usar el ordenador.

– Muy bien, vamos a ver. Ocurrió el 15 de febrero de este año. Cuando los empleados llegaron a la sucursal bancaria por la mañana y abrieron la cámara acorazada encontraron dentro una persona muerta. También faltaba bastante dinero. Contactamos inmediatamente con Estocolmo; aquello era un verdadero misterio. Su colega llegó y se encargó de la investigación. Eso fue todo.

– Nuestro colega… -empezó Chávez.

– El 15 de febrero… -intervino Holm.

– Háblenos del muerto -pidió Hjelm.

– Yo fui el primer oficial que llegó al lugar de los hechos. Fui el que contactó con Estocolmo. Consideré que era mi deber mantener allí a todo el personal hasta que llegó su compañero. Él elogió mi decisión y ordenó a todos los presentes el total secreto profesional. Fui, por tanto, la primera persona que examinó el cadáver. Se trataba de un hombre de constitución fuerte, corpulento. Algún tipo de objeto puntiagudo, posiblemente un fino estilete, le había penetrado el ojo y alcanzado el cerebro. Un espectáculo desagradable.

Wrede parecía más excitado que torturado por el recuerdo.

– Pero todo eso ya lo sabrán, claro -insistió.

– De acuerdo -dijo Hjelm-. ¿Puede ayudarnos a reunir a los empleados que estaban presentes en aquella ocasión en el banco de Algotsboda? Nosotros vamos para allá enseguida.

– Algotsmåla -le corrigió Wrede, y llamó a la sucursal del banco.

El propio Jonas Wrede condujo el coche patrulla los casi cincuenta kilómetros que había desde Växjö hasta el pueblo de Algotsmåla. El sol empezaba a aproximarse al horizonte.

A Wrede le desbordaba el entusiasmo e intentaba de una forma sutil, o sea especialmente torpe, sonsacarles qué estaban tramando. Permanecieron en silencio. No veían más que un túnel muy muy estrecho ante sí. El túnel que conducía a un asesino en serie.

Wrede golpeó con brusquedad la puerta del banco cerrada. Una pequeña y tímida mujer de mediana edad se acercó a abrirla. Aparte de ella, sólo había una persona más en la minúscula sucursal bancaria: un señor mayor vestido con un traje a rayas.

– Éste es el director del banco, el señor Albert Josephsson, y la cajera Lisbeth Heed.

Contemplaron a los dos no sin un cierto escepticismo.

– ¿Es ésta toda la plantilla? -preguntó Chávez.

Lisbeth Heed les trajo café recién hecho. Cogieron las tazas sin apenas darse cuenta.

Josephsson carraspeó y, con una voz tenue y algo pedante, tomó la palabra:

– Sufrimos las consecuencias de una serie de reducciones de plantilla en el mes de febrero de este año; unas medidas de ahorro que incluían asimismo una reducción del horario de apertura. Formaba parte de la política de austeridad del banco como consecuencia de los lamentables años a finales de la década anterior y principios de ésta.

– Lo que quiere decir es que los simples empleados se vieron forzados a pagar el precio de las fracasadas especulaciones y la absurda política de créditos llevada a cabo por unos peces gordos que luego se despidieron cobrando unos suculentos contratos blindados… -dijo Hjelm sintiéndose como Söderstedt.

– Una manera no del todo ilógica de ver la situación -comentó Josephsson impasible-. La verdad es que ese… -miró a Wrede- incidente… sucedió el mismo día en que entró en vigor el nuevo horario. Y el mismo día en que la plantilla se redujo a la mitad. Yo mismo abrí la cámara y encontré al… cegado…

«El cegado», pensó Hjelm.

– Aquí está la cámara -dijo Josephsson señalando con la mano la cámara acorazada abierta.

Entraron. Allí no había nada.

– O sea, ¿lo encontraron dentro de una cámara acorazada cerrada? -preguntó Chávez.

– Sí. Imagínense la conmoción -dijo Josephsson sin dar la impresión de estar demasiado conmocionado.

– ¿Se acuerdan del aspecto que tenía el… cegado? -preguntó Hjelm.

– Grande -dijo Josephsson-. Diría que incluso enorme.

– Un auténtico toro -intervino Lizbeth Heed sorprendentemente.

– Que el matador ya había liquidado -añadió Chávez de forma aún más sorprendente.

Kerstin Holm hurgó en su bolso y sacó el retrato robot de Igor e Igor.

Un momento decisivo.

– ¿Era uno de estos hombres? -preguntó Holm.

Hjelm no reconoció su voz. Voz de túnel, pensó.

– ¡Por eso reconocí ese retrato, claro! -gritó Lizbeth Heed-. Salió en el periódico durante varios días.

Jonás Wrede se quedó de piedra. ¡Qué negligencia por su parte! Adiós, policía criminal nacional.

– ¡Sabía que había visto esa cara en algún sitio! -continuó Lisbeth Heed-. Pero no se me ocurrió que pudiera ser el hombre de la cámara. Claro, como he hecho todo lo posible por olvidarlo… Fue horrible.

– Está claro que se trata de ese individuo -asintió Josephsson señalando el retrato robot de Trepljov-. Aunque la cara, naturalmente, tenía un aspecto un poco diferente.