– ¿Wrede? -dijo Holm con malicia sosteniendo el retrato delante del pálido policía, quien asintió mudo con la cabeza mientras, por dentro, se despedía del curso de comisario.
Hjelm, Holm y Chávez se miraron larga y profundamente. Todavía faltaba una pieza importante. Hjelm entró hasta el fondo del banco, hacia la parte que estaba tras el tabique y separaba la parte pública.
Se detuvo.
Hizo señas a Holm y a Chávez.
Se quedaron mirando mucho tiempo la diana de los dardos.
Wrede, Josephsson y Heed le siguieron.
– Sí, cuelga ahí todavía -explicó Lisbeth Heed-. No he podido quitarla.
Fue Chávez el que hizo la pregunta:
– ¿Quiénes fueron despedidos el 15 de febrero?
– Mia Lindström -dijo Heed.
– Y Göran Andersson -añadió Josephsson.
Göran Andersson, pensaron tres personas.
– ¿Era Andersson el que jugaba a los dardos? -preguntó Chávez.
– Sí -confirmó Lisbeth Heed-. Era muy bueno. Llegaba siempre el primero por la mañana para empezar el día con un… ¿cómo se llamaba?
– 501 -precisó Josepsson-. Hay que bajar de 501 puntos hasta cero.
– ¿Qué pasó con Göran Andersson después de que lo despidieran? -preguntó Hjelm-. ¿Se quedó en el pueblo?
– No -dijo Lisbeth Heed con semblante triste-. Abandonó a la novia a su suerte y desapareció. Creo que ni siquiera Lena sabe dónde fue.
– ¿Lena?
– Lena Lundberg. Vivían en una pequeña casa al otro lado de Algotsmåla. Ahora ella sigue allí, pero sola. Y está embarazada, la pobre. No creo que Göran sepa siquiera que va a ser padre.
– ¿Recuerdan si Göran sufrió alguna lesión durante la primavera de 1991?
– Sí -dijo Josephsson evocando la lista del personal en su mente-. Estuvo de baja durante un par de meses por aquel entonces. Algo con los dientes…
– Por lo visto tuvieron que hacerle un puente o algo así -aclaró Heed-. Durante ese período se quedó en casa la mayor parte del tiempo. Nunca quiso contarnos lo que había ocurrido. Pero le vi con un brazo escayolado también. Creo que fue un accidente de tráfico.
– Otra cosa -dijo Holm-. ¿Ha devuelto las llaves del banco?
– Creo que todavía no le ha dado tiempo -dijo el director del banco Albert Josephsson, por primera vez con cierta inseguridad.
Los tres integrantes del Grupo A volvieron a mirarse. Las piezas iban encajando; se iban atando los cabos sueltos.
Göran Andersson.
No había gran cosa que añadir.
Hjelm se dirigió a Wrede:
– ¿Tienen dibujante en Växjö?
– ¿Para hacer retratos robot? -preguntó Wrede todavía bastante pálido-. Hay un artista al que solemos contratar de vez en cuando, sí.
– Los tres tendrán que ayudarnos a conseguir un retrato de ese colega nuestro que estuvo aquí y se encargó del caso. Sean meticulosos. Pero primero deben llevarnos a casa de Lena Lundberg.
El otro lado de Algotsmåla no quedaba muy lejos. Aun así, a los tres les dio tiempo a organizar en sus mentes la información y formarse una imagen global del curso de los acontecimientos.
El empleado de banco Göran Andersson, de Algotsmåla, fue víctima de una brutal paliza en un restaurante de Växjö durante la primavera de 1991, como consecuencia de la grotesca política de créditos de la banca sueca durante los últimos años de la década de los ochenta, política que no sólo contribuyó a la crisis bancaria y, en última instancia, a la crisis económica de todo el país durante los primeros años de los noventa, sino también a una serie de quiebras personales. Una de ellas afectó a Anton Rudström, quién al coincidir por casualidad con un empleado de banco fue preso de un arrebato de cólera y le propinó una tremenda paliza. La víctima resultó ser Göran Andersson. Andersson, al parecer, ya había empezado a sospechar que algo iba mal con la política de los bancos, porque, a pesar de la agresión que sufrió, dio la razón a Rudström. Aun así, siguió trabajando en el banco, quizá por lealtad, quizá porque no pudo conseguir otro trabajo. Cuando, para colmo, y precisamente a consecuencia de esos absurdos negocios de la banca, le despidieron, perdió los estribos. A pesar de que estaba despedido, se fue al banco como siempre, un poco antes de la hora de apertura. Entró por la puerta del personal con las llaves que aún no había devuelto con el objetivo de robar el banco. Sería su venganza. Pero, por razones desconocidas, siguió la rutina habitual y abrió las puertas del banco, pese a que el horario se había modificado, había sido despedido y estaba robando. Quizá fue por el poder de la costumbre, quizá por la distracción que le proporcionaba su habitual partida de dardos. El 501. En ese preciso instante, para más inri, entraron a robar en medio de su propio robo. Un cruel mafioso ruso de nombre Valerij Trepljov llegó al banco en medio de otro robo en curso y en plena partida de dardos. Una situación grotesca. A Göran Andersson se le cayó el mundo encima. Al otro lado del mostrador había un gigante igual de fornido que aquel que le había maltratado un par de años antes. Quizá ya llevaba el dardo en la mano. En cualquier caso, lo lanzó con infalible precisión en todo el ojo de Valerij Trepljov. Había matado a una persona, bien es cierto que en defensa propia, pero, aun así, allí estaba, con un cadáver a sus pies dentro de su antiguo banco, al que estaba robando. Arrastró el cadáver hasta la cámara y la cerró con llave. Posiblemente preso de la confusión, cogió la pistola de Trepljov, le vació los bolsillos y encontró, aparte de bastante munición de la famosa fábrica de Kazajstán, una cinta de música. Cogió el dinero, echó el cerrojo a las puertas del banco y se marchó por la misma puerta por la que había entrado, la de atrás, o sea, la del personal. Delante del banco estaba el camión con el vodka estonio, listo para ser entregado en otras partes del país. En el camión se hallaba el cómplice de Trepljov, el otro Igor, Alexander Brjusov, esperando en vano a su compañero. Quizá salió al cabo de algún tiempo y se encontró las puertas cerradas y el banco vacío. Un misterio. Para entonces, Göran Andersson ya se había marchado en su coche, que estaba en el aparcamiento del personal, en la parte de atrás. Quizá ya en ese momento introdujo el casete en el estéreo del coche y escuchó la melodía de aquel tema de jazz al ritmo del cual había sufrido una gravísima agresión unos años antes: el inescrutable juego del azar. Era como si por detrás hubiera un poder superior y ajeno a él mismo. Como un inesperado pase lanzado desde la banda al que sólo había que poner la cabeza para marcar gol. Ese ruso absurdo que entró en su banco justo cuando él mismo había roto radicalmente con todo en lo que había creído le proveyó no sólo de un arma sino también de motivación en forma de esa música. Fue demasiado. Se transformó en la herramienta de unos poderes superiores; la herramienta de una venganza social más grande y, al mismo tiempo, de su venganza personal y la de Anton Rudström. Decidió ir a por la junta directiva del banco, formada el mismo año -1990- en que Rudström consiguió su crédito tan fácilmente; un crédito que motivó la violencia en el restaurante Hal & Mal en la primavera de 1991. El banco, en ambos casos, era Sydbanken, pero podría haber sido cualquier otro banco sueco. Con toda probabilidad, Göran Andersson se fue a Estocolmo el 15 de febrero de este mismo año, justo después del incidente del banco de Algotsmåla, planificó y preparó los tres primeros asesinatos durante poco más de un mes, e inició su carrera de ángel vengador la noche del 29 al 30 de marzo. Tras los tres primeros asesinatos, volvió a meterse en su cueva para planificar la siguiente serie. La que estaba llevando a cabo en esos momentos. Göran Andersson era un hombre muy determinado, muy certero, muy perturbado y muy peligroso. Estaba más allá de la desesperación.
El misterio había desaparecido. Pero la niebla permanecía.
Misterioso.
Bajaron del coche patrulla delante de una pequeña casa a las afueras del pueblo. Una casa que permanecía tranquila y quieta bebiendo a lametazos sorbos el sol de la tarde. El coche se fue alejando despacio.