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Ninguno de ellos quería ser el primero en ver a la mujer que estaba esperando el hijo del Asesino del Poder.

26

La banda inferior de la agrietada capa de altocúmulos teñía de color naranja oscuro aquella noche de principios de verano. Una infinita cantidad de diminutos copos algodonosos, apenas separados unos de otros, bañaba la bahía de Lilla Värtan y la isla de Lidingö de un extraño y resquebrajado resplandor crepuscular con tintes mágicos. Era como si el cielo presionara hacia abajo con una fuerza colosal.

Gunnar Nyberg se encontraba en su coche oficial sobre el puente de Lidingö y le pareció que nunca en su vida había visto semejante luz. Había una música funesta en ella.

Quizá es hora de morir, pensó, para acto seguido apartar esa idea de su mente.

Iba camino del chalet del director de la junta directiva de Lovisedal, Jacob Lidner, en Mölna, el extremo más meridional de Lidingö, donde Arto Söderstedt estaba de guardia esa noche contemplando el agua por los enormes ventanales del salón de un chalet que despedía aversión a la presencia policial. Nyberg no pudo más que simpatizar con el sentir de la casa.

No tenía nada que hacer y había pensado, por iniciativa propia, pasar la noche con Söderstedt. Había compañías mucho peores. Sentía una urgente necesidad de contacto humano. La soledad le había asaltado de repente y con una fuerza casi física le había sacado el aliento de la garganta, obligándole a salir a esa noche tan embriagadora de principios de verano. La belleza que observó en el puente de Lidingö le volvió a cortar el aliento.

Gunnar Nyberg giró a la derecha después del puente y siguió por Södra Kungsvägen hasta Mölna. Al advertir los contornos de la villa palaciega de Lidner, paró el coche y aparcó a una prudente distancia en el pequeño camino de acceso. La noche había caído. La curiosa formación de nubes ya sólo ardía muy débilmente y, en el escaso minuto que tardó en llegar al chalet, se difuminó del todo.

Llegó al seto que rodeaba el jardín. En medio de los arbustos apareció la verja. Estaba entreabierta. La abrió del todo y entró.

Con el rabillo del ojo izquierdo atisbo un indefinido movimiento y, mucho antes de que le asaltara el dolor, oyó un estallido sordo que enseguida asoció al sonido de una pistola con silenciador.

Se tiró de cabeza cuán largo era sobre el sendero de grava del jardín y sacó el arma reglamentaria. Oyó otro disparo, que le pasó justo por encima de la cabeza.

Entonces algo se encendió en los ojos de Gunnar Nyberg.

Se levantó dando salvajes aullidos y echó a correr como un búfalo enfurecido disparando a diestro y siniestro hacia el lugar donde había notado movimiento un par de segundos antes.

Un coche arrancó un poco más abajo. Oyó cómo se acercaba. Tiró la pistola ya sin balas y, sin dejar de bramar, se lanzó como una apisonadora a través del seto y salió a la calzada justo cuando el coche se aproximaba.

Gunnar Nyberg se abalanzó sobre el coche como un jugador profesional de hockey sobre hielo que carga contra otro para detener un ataque.

Embistió con su furioso y gigantesco cuerpo el lado izquierdo del coche en movimiento, que lo levantó en el aire y lo lanzó de cabeza sobre el asfalto.

El dolor le llegó justo cuando vio al coche empotrarse contra una farola a unos diez metros más adelante. Su campo de visión empezó a reducirse drásticamente.

Vio a Arto Söderstedt acercarse corriendo al vehículo con el arma en ristre, arrancar al conductor de su asiento y llevarlo a rastras al otro lado del camino. Lo último que distinguió, antes de que todo se convirtiera en un mar de fuego, fue cómo la sangrienta cara de Alexander Brjusov era arrastrada por el suelo.

Quizá es hora de morir, pensó Gunnar Nyberg justo antes de perder la consciencia.

27

Echa de menos la música.

Es lo único que piensa.

Aquí hubieran iniciado su camino, a tientas y con cuidado, los sensibles dedos del pianista.

Permanece inmóvil, sentado en el sofá del salón, imaginándose que lo está oyendo.

Aquí habría entrado el saxo.

El cadáver no realiza ninguna danza de la muerte. Está tendido sobre el suelo, con dos agujeros en la cabeza. Es un trozo de carne muerta, nada más.

Otro cadáver que cargar.

Sin nada de alegría, tacha mentalmente el nombre de la lista.

El arte se ha convertido en un oficio, la misión en ejecución. Todo lo que queda es una lista implacable, imperiosa.

Echo de menos la música, piensa, coge la pistola de la mesa y sale por la puerta de la terraza.

En la pared quedan dos balas procedentes de Kazajstán.

28

Es de noche. Los tres están en la habitación de Hjelm, en el hotel de Växjö. Cada uno lleva en la mano una imagen de Göran Andersson, tres fotos que se han llevado de casa de Lena Lundberg.

Kerstin Holm está medio tirada en la cama. En sus manos sostiene una foto del personal del banco de Algotsmåla, hecha en el verano de 1992. Los cuatro están colocados delante de la oficina mostrando una generosa sonrisa. Es una foto publicitaria. En primera fila está Lisbeth Heed y una mujer joven que se llama Mia Lindström, detrás Albert Josephsson y Göran Andersson. Göran Andersson es alto, con ojos azules, pelo rubio centeno y se le ve bien trajeado. Apoya una mano en los hombros de Lisbeth Heed y muestra una amplia sonrisa. Al parecer, le implantaron bien el puente en la boca. No tiene nada de particular. Uno más entre los centenares de empleados de banca suecos.

– Siempre hacía su trabajo impecablemente -dijo Lena Lundberg con un acento de Småland muy cerrado mientras levantaba la vista un instante de la taza de café-. Casi de forma perfeccionista. Ni un día de baja, excepto los días tras el accidente. Un auténtico lujo para el banco.

Detrás de ella colgaba en la pared un pequeño cuadro bordado que decía con recargadas letras ornamentales: «Mi hogar es mi fortaleza».

Lena Lundberg tenía las manos cruzadas sobre el estómago, donde asomaba un pequeño bulto.

– ¿Se podría decir que vivía para su trabajo? -preguntó Holm-. ¿Que se trataba de un compromiso personal?

– Sí, creo que sí. Él vivía por el banco. Y por mí -añadió ella con timidez-. Y habría vivido por el niño.

– Eso lo puede hacer todavía -aseguró Kerstin Holm sin creer realmente en sus propias palabras.

Jorge Chávez está sentado en el borde de la cama, a los pies de ella. Sostiene una foto de un Göran Andersson muy concentrado. Tiene levantado el dardo delante de sus ojos y está a punto de lanzarlo. En su mirada, perfectamente enfocada, hay una gélida determinación. 3/12/1993 pone con lápiz en el reverso de la fotografía.

En la pared frente al cuadro bordado colgaba una diana con tres dardos. Chávez se acercó y sacó uno. Contempló fascinado el peculiar cuerpo del dardo con una punta muy larga.

– ¿Suelen ser así los dardos?

Lena Lundberg le observó con sus tristes ojos verdes. Le llevó un rato antes de ser capaz de cambiar de tema.

– Hacía pedidos especiales a una casa de Estocolmo. Bågar och Pilar, creo que se llama. En el casco viejo. Un dardo puede tener una longitud de hasta treinta centímetros, me contó, la mitad punta y cuerpo, y la otra mitad plumas. Göran iba experimentando hasta dar con un cierto centro de gravedad que se adaptaba bien a él, y su dardo ideal tiene una punta así de larga. Pero es cierto que el aspecto es un poco raro.

– ¿Era miembro de algún club? -preguntó Chávez mientras pesaba el dardo en la mano para localizar el centro de gravedad.

– El club de la ciudad, o sea, de Växjö. Allí fue donde estuvo aquella noche de la que me hablasteis antes, cuando le pegaron. Había batido algún tipo de récord y cuando el club cerró quiso continuar, así que se fue al restaurante aquel para continuar practicando. Normalmente no acostumbraba a salir mucho.