Los peones de la policía de Estocolmo, por orden de Hultin, también visitaron los lugares de trabajo y los barrios de las víctimas para mostrar la foto a colegas, miembros de las familias y vecinos. La policía de Gotemburgo hizo lo mismo en el entorno de Ulf Axelsson. Nadie había visto jamás a Göran Andersson.
Söderstedt y Hjelm luchaban por encontrar a los dos miembros de la junta de Sydbanken del año 1990 que aún permanecían sin localizar.
Arto Söderstedt hizo una visita a la empresa propiedad de Alf Ruben Winge, UrboInvest, y a su casa del barrio de Östermalm. A nadie le extrañó demasiado la ausencia de Winge; al parecer formaba parte de su comportamiento habitual desaparecer de la faz de la tierra durante un par de días para luego volver como si no hubiese pasado nada. Gozaba de una situación económica que permitía tales extravagancias, tal y como un empleado de la empresa expresó con diplomacia. Söderstedt dio una vuelta por el archipiélago hasta la impresionante residencia veraniega de Winge en la isla de Wärmdö, pero sólo encontró una casa cerrada a cal y canto. Ese día Söderstedt no pudo avanzar mucho más.
A Paul Hjelm le había caído en suerte el también ausente y ex miembro de la junta, Lars-Erik Hedman. Había sido el representante del sindicato TCO en la junta de Sydbanken entre los años 1986 y 1990. Por entonces fue uno de los principales negociadores del sindicato e, incluso, uno de los más firmes aspirantes a la presidencia; estuvo casado, tenía dos hijos y un elegante piso en el barrio de Vasastan. Ahora, en cambio, vivía solo en un pequeño apartamento del suburbio de Bandhagen, desprovisto de sus cargos en las juntas directivas y excluido de la TCO. Durante un par de años, a finales de los ochenta, había conseguido compaginar su grave alcoholismo con el trabajo, logrando además que todos le encubrieran; pero tras una serie de absurdas escenas en ambientes semioficiales, la paciencia del sindicato terminó y Hedman se encontró de repente de patitas en la calle. Con la ayuda de los servicios sociales de Bandhagen, Hjelm pudo localizar a Hedman en un banco situado delante del Systembolaget. Le llevó a la fuerza al sucio apartamento que era su casa, donde esperaron la llegada de unos agentes a los que les había tocado en suerte el dudoso placer de vigilar la salud y el bienestar de Lars-Erik Hedman; una misión, por definición, imposible.
Hjelm volvió a comisaría seguro de que la marcha de la investigación se había vuelto a quedar en punto muerto. Odiaba esa idea. Otro mes desastroso. Todo el verano congelado. Con un Göran Andersson que les burlaba paseando a sus anchas por la calle con el dardo levantado pero invisible.
Hjelm estaba sentado en su despacho mirando fijamente por la ventana los otros bloques que formaban parte de ese enorme edificio de la policía cuando sonó el teléfono y el tiempo cambió de ritmo.
– Hjelm -contestó.
– Por fin -dijo una sosegada voz cuyo acento hizo que Hjelm, intuitivamente, activara la grabación de la llamada, pues procedía de Småland-. No ha sido fácil hablar contigo. El personal de la centralita no quería pasar la llamada. Paul Hjelm, el héroe de Botkyrka. Esta primavera te han dedicado casi tantos titulares como a mí.
– Göran Andersson -dijo Hjelm.
– Antes de que se te ocurra intentar localizar la llamada, te voy a informar sobre el mejor método para evitar que te hagan eso: robar un móvil.
– Perdóname -se arriesgó Hjelm-, pero contradice la imagen que tenemos de ti el que nos llames para jactarte. Rompes el perfil psicológico.
– Si encontráis un perfil así, mandádmelo, por favor -dijo Göran Andersson-. No, no te llamo para jactarme. Te llamo para advertirte de que te alejes de mi novia. Si no, voy a tener que romper aún más mi perfil psicológico y eliminarte a ti también.
– Tú nunca irías a por mí -exclamó Hjelm de forma muy poco psicológica.
– ¿Por qué no? -quiso saber Andersson, y su interés pareció sincero.
– Helena Brandberg, la hija de Enar Brandberg. Podrías haberla matado también a ella sin problema y llevarte la cinta, pero optaste por salir corriendo y dejarnos la cinta a nosotros.
– ¿Me habéis identificado a través de la cinta? -dijo Göran Andersson asombrado-. No debe de haber sido muy fácil.
– No, muy fácil, no -admitió Hjelm-. ¿Qué creías?
– A través del atracador de la cámara del banco, claro. Estaba esperando a que saliera la noticia del robo y que empezarais a perseguirme. Pero como no ocurrió nada, pasé a la acción. Luego apareció su retrato robot en los periódicos. Como si estuviera vivo. ¿Qué pasó?
¿Por qué no ser sincero?, pensó Hjelm.
– La Säpo enterró la investigación por el bien de la seguridad nacional.
Göran Andersson se rió ruidosamente. Hjelm estuvo a punto de hacer lo mismo.
– Una medida algo contraproducente, ¿no te parece? -dijo Andersson al cabo de un rato.
– Deja ya todo esto y ríndete -le advirtió Hjelm tranquilamente-. Ya has demostrado con bastante claridad tu descontento con la política de los bancos a finales de los años ochenta. Ya está bien. A estas alturas, ya sabes que estamos vigilando a todos y cada uno de los condenados miembros de la junta.
– A todos no… Además, no se trata de una demostración, sino de una acumulación de tantas casualidades que se ha convertido en mucho más que eso. El destino. La frontera entre el azar y el destino es muy sutil, pero una vez que la has traspasado ya no hay marcha atrás.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Pero no has leído los periódicos? -preguntó Göran Andersson perplejo.
– No mucho, la verdad -reconoció Hjelm.
– ¡Pero si soy un héroe, por Dios! ¿No has leído las cartas al director? Tener resaca sin haber sido invitado a la fiesta no resulta muy divertido. Ése es el estado mental de Suecia hoy en día. Todos los que tienen posibilidad y permiso para hablar e influir sobre la opinión pública nos intentan vender que hemos estado en una especie de fiesta y que ahora tenemos que pagar el precio de los excesos. ¿Qué fiesta? Pero si la fiesta es ésta, la que yo estoy celebrando, ésta es la fiesta, ¡la fiesta retroactiva del pueblo! ¡Lee las cartas al director en la prensa, escucha a la gente hablar en la calle! Yo lo hago y creo que tú también deberías hacerlo. Aunque tú estás metido en una habitación cerrada y crees que este caso se desarrolla ahí dentro… Pero si todas las conversaciones en la calle van sobre esto. Se ve quién tiene miedo y quién está encantado.
– ¡Venga ya! ¡No me intentes vender que estás cumpliendo una misión política!
– Durante esa época de delirio, yo estuve en una sola fiesta -dijo Andersson ya algo más calmado-. En el restaurante Hal & Mal de Växjö, el 23 de marzo de 1991. Allí me di cuenta del verdadero aspecto de la fiesta.
– No intentes pasar por un revolucionario popular -insistió Hjelm-. Ésas son construcciones posteriores.
– Claro que sí -dijo Andersson sobrio-. Yo siempre he votado a la derecha.
Ésta es una conversación muy rara, pensó Hjelm. Este individuo no parece tener mucho en común con aquel asesino en serie obseso que se quedaba esperando durante horas en salones vacíos y disparaba dos tiros a la cabeza de sus víctimas para luego quedarse escuchando jazz. El misterio se rompió en mil pedazos, el mito se convirtió en migajas. Misterioso, pensó. Quizá, de alguna extraña manera, los asesinatos le habían curado. Quizá, por otra parte, sólo se tratara de la versión diurna de Göran Andersson con la que estaba intercambiando en ese momento una conversación relativamente sana. Quizá la versión nocturna tuviera otro aspecto bien distinto.