– Policía criminal -se presentó Hjelm moviendo la placa en el aire con tanto ímpetu que el hombre pareció algo mareado-. Busco a Wilma Hammar. Es muy importante.
– Entre -dijo el hombre, y gritó- ¡Wilma! ¡La policía!
Wilma Hammar se acercó desde la cocina secándose las manos con un trapo de cocina. Era baja y achaparrada y rondaba los cincuenta años.
– Perdone que la molestemos -dijo Hjelm estresado-. Creo que sabe de qué se trata. Pensamos que su jefe, Alf Ruben Winge, está en peligro de muerte, y nos dio la impresión en nuestra anterior visita de que no dijo toda la verdad sobre su ausencia.
Wilma Hammar negó con la cabeza poniendo cara de lealtad, una lealtad que parecía dispuesta a defender a cualquier precio.
– Desaparece un par de días al mes, más o menos, tal y como le he explicado al otro policía. No me meto en lo que hace.
– Dipsómano, si es que quiere saber mi opinión -intervino el hombre, y volvió a fumar de su pipa.
– ¡Rolf! -le recriminó Wilma.
– ¿Conoce el caso del Asesino del Poder… -empezó Hjelm cuando le sonó el móvil.
– Escucha -dijo Söderstedt al teléfono-. Esta vez la mujer lo ha reconocido sin ambages. Está bastante achispada. Existe una amante. Repito: existe una amante. Pero la mujer no sabe quién es. No obstante, nos ha comunicado su disponibilidad para arrancarle los pezones a mordiscos si damos con ella.
– Gracias -contestó Hjelm, y terminó la llamada.
– Está usted diciendo que… que Alf Ruben sería… -masculló Wilma Hammar aterrada.
– La próxima víctima, sí -completó Hjelm-. No intente protegerle por algún tipo de lealtad malentendida que más bien le costaría la vida. Ha quedado claro que tiene una amante. ¿Lo sabía?
Wilma Hammar se llevó la mano a la frente.
– Me temo que es cuestión de segundos -advirtió Hjelm para impedir que Wilma Hammar se inventara historias.
– Sí -admitió-. Pero no sé quién es. Le he cogido el teléfono un par de veces cuando ha llamado. Tiene acento de Finlandia, eso es todo lo que sé. Pero Lisa seguramente sabe más.
– ¿La secretaria?
Wilma Hammar asintió con la cabeza.
– Lisa Hägerblad.
– Ella vive en… dónde era… ¿Råsunda? ¿Tiene la dirección y el teléfono?
Wilma Hammar consultó una agenda, y apuntó la dirección y el número de teléfono en un pequeño post-it amarillo que Hjelm pegó a su móvil.
– Gracias -dijo, y se marchó.
Mientras bajaba las escaleras, marcó el número del post-it. Dejó que sonara diez veces antes de cortar. Entonces llamó Hultin.
– Estoy aquí con un veterano de UrboInvest, Vilgot Öfverman. Tras un poco de presión, ha soltado un nombre de pila y una descripción de la amante. Es todo lo que sabe, lo garantizo. Se trata de una mujer de baja estatura, pelo rubio ceniza, corte estilo paje, que se llama Anja.
– Yo puedo añadir que con toda probabilidad es finlandesa -explicó Hjelm por el teléfono mientras sonaba un pitido.
– Me llaman -advirtió Hultin-. ¿Tienes algo urgente?
– La secretaria en Råsunda. No coge el teléfono.
Hultin desapareció por un momento. Hjelm se sentó en el coche a esperarlo, intranquilo. Söderstedt llegó en su Volvo y se puso delante. Sonaron los teléfonos. Los dos contestaron.
– Escuchad -pidió Hultin-. Llamada en grupo. Tengo a Kerstin en línea, como se decía antes.
– Hola -dijo Kerstin Holm desde Algotsmåla-. Acabo de mantener una larga conversación con Lena Lundberg. Efectivamente, ha estado en contacto con Göran Andersson de vez en cuando a lo largo de este trimestre. Me ha engañado bien. Todo lo que le contó Andersson es que tenía algo muy importante que hacer. Luego regresaría a casa y todo volvería a ser como siempre. Ella, tal y como sospechabais, no se ha atrevido a revelarle su embarazo.
– Al grano -exigió Hultin seco.
– Me veo obligada a extenderme un poco más. El hermano de Lena vive en Estocolmo, y la última vez que estuvo de visita en casa de Lena, sólo una semana antes del incidente del banco, él, por la razón que fuera, le contó que la hermana de un compañero de trabajo se había ido a trabajar a Estados Unidos y se había permitido el lujo de dejar su piso de Estocolmo vacío. Eso era todo lo que se le ocurrió respecto a una posible residencia de su novio en Estocolmo. Lena no podía recordar el nombre de esa mujer que trabajaba en Estados Unidos, a pesar de que el hermano se lo dijo, pero el piso al parecer está situado en algún lugar de Fittja. Llamó al hermano y consiguió el nombre: Anna Williamsson. El resto os lo dejo a vosotros.
– Buen trabajo -concluyó Hultin.
– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Hjelm.
– Acaba de caer en la cuenta de ciertas cosas. No está muy bien.
– Nos veremos -se despidió Hjelm.
– No os pongáis en primera línea de fuego -les advirtió Kerstin Holm antes de cortar la comunicación.
– ¿Seguís ahí? -preguntó Hultin-. Colgad y comprobaré la dirección.
Esperaban encerrados en sus envoltorios automovilísticos.
Sonó el teléfono de Hjelm. Pero no el de Söderstedt, según advirtió a través de la ventanilla. No será Hultin entonces.
– Por fin -dijo Chávez al oído de Hjelm-. No te lo vas a creer: me han robado el móvil. Al final he podido recuperarlo, pero me ha costado… Lo tenía un yonqui. ¿Qué pasa?
– Estamos en marcha -dijo Hjelm-. ¿Por dónde andas?
– En la plaza de Sergel. Vaya un puto día que he tenido. No pensaba que el mundo del hampa de Estocolmo fuera tan… enorme.
– Cuelga y te llamaré dentro de unos segundos. Hultin está comprobando una dirección. La de Göran Andersson.
– ¡Hostias! -exclamó Chávez, y colgó.
El teléfono sonó de inmediato. Hjelm vio a Söderstedt levantar el móvil a la vez que él mismo.
– Escuchad -dijo Hultin-. El piso de Anna Williamsson está en Fittjavägen 11, cuarta planta.
Hjelm soltó una carcajada.
– ¿Qué? -gruñó Hultin irritado.
– Las casualidades de la vida -explicó Hjelm, y arrancó el coche-. Está al lado de mi vieja comisaría.
Se fueron juntos a la plaza de Sergel, donde recogieron a Chávez. Subió al Mazda de Hjelm, quien le puso al día a grandes rasgos de lo acontecido.
– ¿Qué te pareció Andersson? -preguntó Jorge cuando salieron a Essingeleden.
– De una lucidez espeluznante -repuso Hjelm-. Como si la cosa no fuera con él.
Hjelm intentó poner en orden la cronología. Si esta pista resultaba correcta, significaría que Göran Andersson había estado viviendo al lado de la comisaría de Fittja mientras planificaba sus crímenes. Habría entrado y salido por el portal contiguo, y era posible que se hubiesen cruzado más de una vez durante los meses de febrero y marzo. ¿Habría podido ver la casa desde su antiguo despacho? Andersson se había desplazado a Danderyd para cometer el primer asesinato justo antes de que Hjelm entrara en la oficina de inmigración para liberar a los rehenes. Y mientras Hjelm era sometido al tercer grado por Grundström y Mårtensson, cometió su segundo asesinato en Strandvägen.
¿Qué era lo que había dicho? «Una acumulación de tantas casualidades que se ha convertido en algo mucho más que eso. El destino. La frontera entre el azar y el destino es muy sutil, pero una vez que la has traspasado ya no hay marcha atrás».
Paul Hjelm tuvo la sensación de estar acercándose a esa frontera.
A pesar de que dejaron el coche en el parking de la policía de Huddinge, a nadie se le ocurrió la idea de entrar en la comisaría para pedir refuerzos. Accedieron al portal contiguo, subieron los cuatro tramos de escalera y se agruparon delante de la puerta en la que había una placa con el nombre de Williamsson. En la escalera reinaba la más absoluta tranquilidad.
Hultin llamó al timbre. Nadie abrió. No se oía ningún ruido dentro de la casa. Hultin volvió a llamar. Y otra vez más. Esperaron un par de minutos. Luego Hjelm echó abajo la puerta de una patada.