Irrumpieron a toda prisa con las armas reglamentarias en alto. El pequeño apartamento de dos habitaciones estaba vacío. En el dormitorio había una cama hecha con la colcha bien estirada y unos cuantos ositos de peluche en la cabecera. En las paredes colgaban los típicos pósters del cuarto de una niña. Chávez se inclinó y miró debajo de la cama. Sacó un colchón perfectamente enrollado con la manta en su interior, como un brazo de gitano. Debajo de la cama había también una maleta fabricada en Rusia; dentro, una decena de fajos de billetes de quinientas coronas.
El salón, al igual que el dormitorio, parecía sin usar. Sólo una de las escenas idílicas y rosáceas de los pósters estaba algo arrugada. Resultaba difícil imaginar que alguien hubiese vivido allí durante más de tres meses sin mover ni un solo objeto.
Encima de una de las placas de la cocina había una cacerola limpia con el fondo algo húmedo. La mesa de la cocina tenía un cajón. Hultin lo abrió.
Lo primero que vio fue un juego de llaves, todas muy distintas entre sí, aunque completamente lisas, sin pinchos ni muescas y listas para ser talladas. En el cajón también había una caja marcada con letras cirílicas. Hultin se puso unos guantes de plástico y lo abrió. Contenía cartuchos de nueve milímetros de Kazajstán en largas filas; quedaban menos de la mitad.
Debajo de la caja de cartuchos había una lista escrita a máquina que incluía diecisiete nombres. Hultin levantó la hoja y resopló a modo de confirmación. Kuno Daggfeldt, visto; Bernhard Strand-Julén, visto; Nils-Emil Carlberger, visto; Enar Brandberg, visto; Ulf Axelsson, visto.
El último visto estaba delante de Alf Ruben Winge.
Hjelm salió al salón. Levantó el póster arrugado de la pared. Detrás había una diana, pero sin dardos.
Registraron armarios y cómodas. No existía ningún rastro más de la estancia de Göran Andersson durante los más de tres meses que habría pasado en la casa. Un colchón enrollado, una maleta rusa con billetes de quinientas coronas, una cacerola húmeda, un juego de llaves sin tallar, una caja de cartuchos de Kazakstan, una diana y una lista de personas a las que eliminar. Por lo demás, no daba la impresión de que hubiese estado allí.
Hjelm habló con sus antiguos colegas del edificio contiguo y les dio la orden de acordonar y vigilar el apartamento; asimismo, les pidió que contactaran con la policía científica para realizar el estudio forense de la casa. Cuando salieron al sol de comienzos de verano, unas frías ráfagas de viento les recordaron que ya era tarde. Casi las ocho. Y no les quedaba más remedio que volver a empezar.
Hjelm y Chávez contactaron por teléfono con la secretaria, Lisa Hägerblad, y en esta ocasión contestó. Sonó algo reacia cuando Hjelm le preguntó sobre las ausencias de Winge. A Hjelm no le dio tiempo a insistir sobre la gravedad del asunto antes de que ella colgara. Suspiraron profundamente y se dirigieron a Råsunda para hablar con ella en persona.
Hultin y Söderstedt fueron a Stora Essingen, donde el más joven de los colaboradores de Winge, un tal Johannes Lund, residía en un chalet aceptable con unas vistas sobre el lago Mälaren también perfectamente aceptables. Al llamar había saltado el contestador; no dejaron ningún mensaje después de la señal.
Stora Essingen estaba bastante más cerca que Råsunda, así que Hultin y Söderstedt llegaron antes a su destino. Por el empinado jardín, subía y bajaba un hombre vestido con un mono azul mientras abonaba afanosamente el césped con un artilugio provisto de ruedas que parecía un cortacésped poco práctico. Por el cuello del mono asomaba una camisa blanca y el nudo negro de una corbata y en el bolsillo llevaba un teléfono móvil.
– Bueno, bueno -dijo el hombre al descubrir a Söderstedt. Dejó de abonar y se apoyó en el manillar de la máquina-. Veo que no se han quedado contentos…
– ¿Por qué no contesta al teléfono? -preguntó Hultin brusco.
– El fijo sólo se usa para llamadas sin importancia, entran en el contestador directamente. Aquí -dijo dando unas palmaditas en el móvil- llegan las importantes.
Por lo visto, el individuo interpretó el silencio de los policías como si fueran tontos y siguió explicándoles:
– El grupo B de llamadas se almacena y luego mi esposa las repasa; el grupo A llega directamente aquí.
En eso sí tiene razón, pensó Söderstedt, y dijo:
– Mire el cielo. -Johannes Lund levantó la vista al cielo-. Son las ocho y media, y el sol no se ha puesto todavía. Dentro de un par de horas, el sol ya no estará. Entonces Alf Ruben Winge tampoco estará. ¿Entiende? Dentro de unas horas, su jefe será asesinado por un criminal en serie que ya ha matado a cinco destacados ciudadanos de la misma clase que representa usted, más o menos.
Johannes Lund se les quedó mirando perplejo.
– ¿El Asesino del Poder? -exclamó-. ¡Joder! A mí Alf Ruben siempre me ha parecido una persona muy poco importante. Esto le da un cierto… una cierta altura.
– Cuéntenos todo lo que sabe acerca de sus períodos de ausencia -dijo Hultin.
– Como les he comentado ya, no sé nada -dijo a Hultin, y volvió a alzar los ojos al cielo-. No confía mucho en mí. Sabe que yo hago mi trabajo mucho mejor que él y que gano mucho más dinero para la empresa. Me necesita pero me odia. Más o menos es eso. Me odia pero me necesita. Quédense con la opción que más les guste. Y jamás se le ocurriría compartir confidencias conmigo.
– ¿Tiene amigos cercanos con los que sí lo haría? -preguntó Hultin.
Johannes Lund soltó una carcajada.
– ¡Pero, por favor! ¡Somos hombres de negocios!
– ¿Nunca le ha visto con una mujer finlandesa rubia con corte de pelo estilo paje que responde al nombre de Anja? -quiso saber Söderstedt.
– Nunca -respondió Lund mirándolo a los ojos-. Lo siento.
Sonó el móvil de Hultin. Era Chávez.
– Hemos llegado a casa de Lisa Hägerblad en Råsundavägen. ¿Tenéis algo que decirnos antes de entrar?
– Nada -se lamentó Hultin-. Por desgracia.
– De acuerdo -dijo Chávez, colgó y se guardó el móvil en el bolsillo de la cazadora.
Llamaron a la puerta. Una mujer rubia y guapa recién entrada en la mediana edad -podría decirse así si no sonara tan mal, pensó Hjelm distraído- abrió la puerta con cara de pocos amigos.
– La policía, supongo… -dijo Lisa Hägerblad-. Creí que ya les había dicho que…
– Tenemos muy poco tiempo -interrumpió Hjelm abriéndose paso hasta la casa sin saber muy bien si lamentaba el hecho de que tuvieran que ignorar las convenciones de cortesía.
El piso de Lisa Hägerblad era amplio, tres grandes habitaciones con techos altos. Con un mobiliario del estilo que estuvo de moda a finales de los años ochenta: blanco y negro, tubos de acero, ángulos oblicuos, asimetrías, un ambiente frío con un toque de nuevo rico. Como si el tiempo se hubiese congelado dentro del piso desde los años de excesos económicos.
– Usted es la secretaria personal de Alf Ruben Winge -constató Chávez-. Está más claro que el agua que sabe más de lo que nos ha dicho. Entendemos que no podía revelar nada ante el personal de la oficina. Pero ahora la vida del director Winge está en juego de una forma muy directa y muy concreta. Le van a asesinar dentro de un par de horas.
– ¡Uy! -exclamó la secretaria. Al parecer esta era su máxima muestra de conmoción-. Pero el madero de pelo blanco no me dijo nada de eso.
– Es que en ese momento el madero de pelo blanco no lo sabía. Pero ahora el madero moreno lo sabe -replicó Chávez, y no pudo resistir la tentación de añadir-: es que el caso se ha oscurecido.
– Venga -dijo Hjelm-. Tiene acento de Finlandia, se llama Anja, luce un corte de pelo estilo paje y es la mujer con la que Alf Ruben Winge se oculta un par de días al mes en un nido de amor con sábanas cada vez más manchadas. ¿Quién es?