– ¿Qué diablos te ha pasado? -dijo.
– A tu amigo se le ocurrió ocuparse de las rosas. Tuve que agacharme detrás de unos arbustos a unos pocos metros de él. ¿Ha ocurrido algo? -preguntó, e informó por walkie talkie de que ya se encontraba en su puesto.
– No -dijo Chávez a la vez que Hultin contestaba por el walkie talkie:
– Bien. ¿Alguien puede ver alguna abertura en esos estores por algún sitio?
– Punto uno -respondió Chávez-. Ninguna abertura desde este lado.
– Punto dos -siguió Holm-. Aquí tampoco. En general, veo el objetivo algo peor de lo que esperaba. Sólo puedo divisar la mitad superior de una de las ventanas.
– Punto tres -dijo Söderstedt-. Veo una rendija de luz al lado del estor, nada más. No hay movimiento. Aviso en cuanto vea algo.
Hjelm se dirigió a Chávez. No era más que una silueta.
– ¿Cómo coño pudiste decir que Andersson estaba aquí? -susurró Hjelm.
– Te juro que he visto algo de movimiento allí detrás -insistió Chávez-. Y Arto vio la luz también. Que sí, joder. Está aquí.
La pequeña casita al otro lado del sendero se hallaba sumida en la más absoluta oscuridad. No había nada que indicara la más mínima presencia de nadie.
La noche era negra y hacía un frío húmedo. De la luna sólo se veía una pequeña y delgada hoz que apenas emitía resplandor. En la lejanía brillaban unas pocas estrellas dispersas. Parecía que estaban en medio del campo. La tierra de Göran Andersson, pensó Hjelm.
Tiritaban de frío a oscuras en sus casitas.
Aguardaron. Oían pensar a Hultin allí abajo, al pie de la cuesta. No tenían ningún plan concreto, eso estaba claro; el plan se iba configurando según actuaban.
– ¿Contactamos? -propuso Hjelm.
Hubo silencio durante un instante.
– Con toda probabilidad se trata de una toma de rehenes -repuso Hultin pensativo-. Seguramente tiene a Alf Ruben Winge y a Anja Parikka. Un contacto demasiado brusco podría matarlos.
– ¿Y por qué iba a tomar rehenes de repente?
– Por la misma razón que decías tú cuando hablaste con él. Dejó vivir a Helena Brandberg, a pesar de que le costó la cinta. Si resulta que Winge apareció en compañía de Anja… No quiere matar a Anja. Tiene su lista y la sigue a rajatabla. Ahora está allí dentro con uno que figura en la lista y con otra persona que no está incluida, y no sabe muy bien qué hacer.
Volvieron a quedarse un momento en silencio. Una fría ráfaga de viento barrió el sendero, levantando en su camino unos hierbajos que rodaban en el aire como a cámara lenta.
– Hay otra posibilidad -dijo Hjelm por el walkie talkie.
– ¿Cuál? -preguntó Hultin.
– Que esté esperando.
– ¿A qué?
– A mí -dijo Paul Hjelm.
Reinó un silencio absoluto. Al fondo, los pequeños puntos ruidosos del lejano tráfico nocturno se colaron en el silencio y se fundieron con él. Un búho ululaba despacio. También eso formaba parte del silencio.
Chávez se movió ligeramente. Había sacado su pistola.
El tiempo se había parado por completo.
Los pinganillos crujieron.
– La he visto -confirmó Arto Söderstedt-. He visto la pistola en la rendija junto al estor. Pude verla pasar durante un instante. Está dando vueltas ahí dentro.
El tiempo se contrajo. Largas y sordas campanadas por cada segundo que les pasaba por el cerebro.
El silencio de Hultin.
La decisión.
La pequeña casita del objetivo seguía sumida en un completo silencio. Pero algo se había encendido dentro, invisible pero concreto.
Una presencia recorrió la casa, quizá varias.
Entonces sonó el móvil de Hjelm.
Al penetrar el silencio, el débil timbre se amplió y se convirtió en un campanilleo que retumbó con un impetuoso eco.
Hjelm contestó lo más rápido que pudo.
– Anda, así que ése es el timbre de tu móvil -dijo Göran Andersson al teléfono-. Se oye bastante bien. Eso quiere decir que estás en la casita de enfrente. Te estaba esperando.
Hjelm fue incapaz de pronunciar palabra durante un largo instante. Luego dijo con una voz que no reconoció:
– ¿Están vivos?
– En uno de los dos casos se trata más bien de una cuestión de definición -reconoció Göran Andersson-. La chica tiene miedo, pero sigue viva; el otro parecía muerto ya cuando llegó.
El silencio se instaló de nuevo por un momento. Chávez acercó el walkie talkie al móvil. La conversación se difundió por las casitas de la colonia.
– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Hjelm.
– ¿Que qué quiero hacer? -replicó Andersson con ironía-. ¿Qué quieres hacer tú?
Hjelm respiró hondo.
– Voy a entrar -dijo.
Ahora le tocaba a Andersson permanecer en silencio un instante. Al final dijo:
– Adelante. Pero esta vez sin el arma escondida en la cinturilla de los pantalones. Y sin el walkie talkie encendido.
Andersson cortó la llamada.
– ¿Jan-Olov? -dijo Hjelm por el walkie talkie de Chávez.
– No estás obligado a hacerlo -advirtió Hultin.
– Ya -contestó Hjelm entregando su arma reglamentaria a Chávez. Luego dejó la cazadora, el walkie talkie y el móvil en el suelo.
Jorge le miró a través de la oscuridad, puso la mano en el brazo de su compañero y susurró:
– Haz ruido durante unos segundos cuando entres para que yo pueda acercarme a la ventana izquierda. Y me quedaré apostado allí fuera.
Hjelm asintió con la cabeza y salieron a la noche. Jorge se quedó detrás de la casita mientras Hjelm daba la vuelta a la esquina.
Vestido sólo con la camiseta y con las manos encima de la cabeza, cruzó el pequeño sendero. Los pocos metros que había entre las casitas le parecieron una distancia enorme. Pensó que debería tener frío.
Por un momento, imaginó que estaba subiendo las escaleras de la oficina de inmigración en Hallunda.
La puerta se abrió un poco. No se veía a nadie. Sólo una intensa luz.
Subió al pequeño porche y se coló por la ranura abierta de la puerta. Vio un pequeño móvil decorativo colgando del marco y le dio con la cabeza intencionadamente. Mientras el móvil se movía tintineando, le pareció ver a Chávez cruzando el sendero.
La luz que emanaba de la pequeña lámpara del techo era tenue pero le cegaba los ojos, ya habituados a la oscuridad. Le llevó un rato antes de que pudiera distinguir nada.
En el suelo, al fondo de la estancia, en el rincón derecho, había dos figuras atadas y amordazadas. Los ojos azul claro de Anja Parikka se abrían como platos por encima de la cinta adhesiva, los de Alf Ruben Winge estaban cerrados. Ella se encontraba sentada, él tumbado en posición fetal. Sus cuerpos no se tocaban.
A lo largo de la pared izquierda había una cama sin hacer.
El nido de amor, pensó Hjelm sin pensar.
En una silla, justo a la izquierda de la puerta estaba sentado Göran Andersson. Era igual que en las fotografías y le dirigía una tímida sonrisa. En la mano sostenía la pistola con silenciador que había pertenecido a Valerij Trepljov. Apuntaba al cuerpo de Hjelm desde una distancia de dos metros.
– Cierra la puerta -le ordenó Göran Andersson-. Acércate a la cama y siéntate allí.