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Después volvió a comisaría, devolvió el coche y cogió el metro hasta su casa en Norsborg. Desde todos los quioscos de la estación de T-Centralen las portadas de los periódicos pregonaban en grandes titulares:

– «El Asesino del Poder detenido. Policía inmigrante héroe en toma de rehenes anoche.»

Se carcajeó ruidosamente en medio del andén en plena hora punta.

Papeles invertidos, pensó, y subió al vagón del metro.

Se sentó al lado de un pequeño grupo de personas que daban la impresión de ser compañeros de trabajo para averiguar si estaban comentando los asesinatos.

Hablaban más que nada del trabajo en una pequeña empresa de mensajería, de no sé quién que había hecho no sé qué con el jefe, de subidas de salario y salarios sin subidas, y de gente que había metido la pata en distintas situaciones. En una sola ocasión tocaron el tema de la resolución del caso del Asesino del Poder. Estaban decepcionados. Esperaban una conspiración internacional y luego resultó que sólo era un tipo normal y corriente, un empleado de banco de la provincia de Småland que se había vuelto loco. Estaban convencidos de que la policía se había equivocado. En algún sitio allí fuera se ocultaba la verdadera conspiración.

Quizá sea así, pensó Hjelm, y se durmió.

33

Era ya muy tarde. Hjelm estaba en su chalet adosado de Norsborg mirando fijamente por la ventana. Seguía lloviendo a cántaros. La primavera parecía haber desaparecido del clima sueco. No había llegado todavía el mes de junio y aun así parecía otoño.

A pesar de todo, los niños iban a pasar el fin de semana en la casa de campo de Dalarö. La casa de Cilla. Él no tenía dónde ir. La soledad se había apoderado de Paul Hjelm y no sabía cómo quitársela de encima.

Algo tan simple como andar por casa le resultaba muy raro; y hacerlo sin oír a Cilla le parecía el doble de extraño. Después de haber estado en un espacio cerrado durante dos meses le costaba encontrar la salida. No estaba seguro de si lo conseguiría alguna vez del todo.

Echaba de menos a Kerstin. Y echaba de menos a Cilla.

Se tomó una cerveza mientras intentaba pensar en las largas vacaciones que tenía por delante. A veces le parecían más bien un enorme agujero negro. De la plena actividad a la pasividad total en apenas veinticuatro horas. Un cambio difícil.

Aunque quizá las vacaciones no tenían por qué ser tan pasivas como habían sido siempre. Quizá encontraría otras cosas en las que entretenerse. Además acababa de empezar a sentirse abandonado ahora mismo; ya habría tiempo para eso más adelante.

Apuró la cerveza y se fue al baño. Se quedó orinando sin encender la luz durante mucho, mucho tiempo. Mientras estaba allí y el olor a orina ascendía, los contornos del cuarto de baño empezaron a perfilarse a su alrededor. Se vio a sí mismo en el espejo, una tenue línea clara en medio de la penumbra. Como un casco, [55] pensó. Un casco protector.

Se quedó esperando a que su cara surgiera de la oscuridad. Temía lo que iba a encontrar. Pero lo que vio no fueron las Erinias, ni tampoco a Göran Andersson, sino un rostro neutro de nariz recta, labios finos, pelo rubio y corto. Y unas cuantas canas. Y un grano rojo en la mejilla. Ya no llevaba el casco.

Se pasó el dedo con suavidad sobre el grano. Antes, cuando se contemplaba delante del espejo, solía pensar: ningún rasgo característico especial, ningún rasgo característico en absoluto. Ahora por lo menos tenía uno. Por primera vez no sintió odio hacia ese grano. Un rasgo distintivo, pensó.

La verdad es que por un momento le dio la impresión de que el grano tenía forma de corazón.

Al menos estaba viéndose a sí mismo, no a Göran Andersson. Y por un momento, incluso, le gustó lo que estaba viendo.

Cerró los ojos y se enfrentó a la oscuridad más grande. Dos meses de cansancio acumulado salieron a su encuentro desde allí dentro. Por primera vez en dos meses se permitió relajarse lo suficiente como para escuchar a su cuerpo.

Pensó en Göran Andersson, en la fina línea que les separaba y en lo fácil que resultaba traspasarla para nunca volver. Su pensamiento se hallaba sumergido en lo más profundo de la todopoderosa oscuridad. Pero él mismo no se encontraba allí. No del todo.

En ese instante llamaron a la puerta; un timbrazo corto, seco. Se dio cuenta enseguida de quién era.

Cuando abrió, ella estaba bajo la lluvia. La mirada era la misma que aquella vez en la cocina. Y aquella vez en el muelle. Abandonada. Infinitamente sola. Pero también mucho más fuerte que la mirada de él.

La dejó entrar sin pronunciar palabra. Ella tampoco dijo nada. Estaba tiritando. Él la condujo hasta el sofá y le sirvió una copa de whisky. Le temblaba la mano al acercarse la copa a la boca.

Él contempló su pequeña cara llena de fuerza bajo la suave luz. Le pareció que la luz temblaba ligeramente, como a punto de desaparecer. Un último resplandor crepuscular; la pequeña y delicada llama de la vida. Le hizo la cama en el sofá y subió al dormitorio. Todo tenía que esperar. Por fin había un día de mañana.

Colocó su walkman encima de la mesilla de noche, introdujo la cinta, se metió entre las sábanas y pensó por un instante en los millones de ácaros con los que convivía. Cada persona es un mundo, pensó soñoliento, se puso los auriculares y pulsó el play.

Cuando el piano empezó su perezoso camino yendo y viniendo por el teclado, ella entró en el dormitorio. Se metió en la cama a su lado y él la rodeó con el brazo. Se contemplaron. Sus miradas eran idénticas. Sus mundos irremediablemente separados. Sintió su respiración contra el pecho mientras escuchaba cómo el saxofón se unía al piano.

El misterio había desaparecido, pero la niebla persistía.

Misterioso.

El camino en común terminó. El saxo despegó.

Hay tanto en esta música, pensó ya entre sueños. Sintió que un mundo entero le había pasado por delante de las narices y que quizá era hora de descubrirlo.

La luz estaba apagada.

Había alcanzado el punto cero.

Ahora sólo quedaba el cierre para acabar la partida.

Arne Dahl

***
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[55] Hjelm, aparte de ser un apellido, significa casco en sueco. (N. de los t.)