– No demasiado literalmente, espero -dijo Hultin, que esperó un poco antes de seguir-. Necesitamos un poco de esa capacidad de iniciativa que demostraste en la oficina de inmigración. Pero no demasiada. Sobre todo se trata de crear un equipo eficaz, aunque basado en individuos imaginativos y concienzudos. Los apuntes y las grabaciones de Grundström parecen sugerir que, tras las hojas blancas de tu dossier, se esconde una personalidad de ese tipo. Creo que ésta es una oportunidad para hacerla florecer. También es una oportunidad para acabar quemado por el estrés.
– ¿De qué se trata?
– Asesinatos en serie. Y no, como suele ser habitual, de niños o niñas, prostitutas o turistas holandeses de camping por el país. No, ésta es una nueva variante y todo parece indicar que no ha hecho más que comenzar.
– ¿Políticos?
Hultin sonrió ligeramente y asintió con la cabeza, pero dijo:
– No. Aunque la verdad es que como conjetura no ha estado mal. No, esto va, cómo te lo diría, de personas de las altas esferas del mundo empresarial e industrial. La noche antes de que irrumpieras de modo tan heroico en la oficina de inmigración, un tal Kuno Daggfeldt fue asesinado a tiros en su casa de Danderyd. Ya entonces encontramos ciertos indicios de que no iba a ser el último; había una especie de precisión extrema, una frialdad que, o es profesional o es de alguien que se halla más allá de la desesperación. Las dos posibilidades, por extraño que parezca, muestran muchas similitudes. El señor Daggfeldt deja tras de sí dos grandes empresas, esposa, dos hijos y seis casas, situadas tanto dentro del país como en el extranjero. Anoche, ya tarde, volvió a ocurrir. En esta ocasión nada menos que en Strandvägen, en uno de los pisos señoriales un poco más modestos de ocho dormitorios y un solo balcón, donde alguien asesinó a un tal Bernhard Strand-Julén siguiendo exactamente el mismo modus operandi. Dos tiros en la cabeza, las balas extraídas de la pared con tenazas o pinzas. Ningún tipo de huella. Lo único que hemos podido averiguar, de momento, es que son balas normales y que se trata de disparos muy potentes: las cuatro balas han atravesado los cráneos. No sabemos todavía cómo ha podido entrar el asesino. Los vínculos personales entre Daggfeldt y Strand-Julén son infinitos, y naturalmente habrá que indagar en cada uno de ellos: frecuentaban los mismos círculos, fueron miembros de varias asociaciones comunes, navegaban en el mismo club náutico, jugaban al golf en el mismo club, eran miembros de la misma orden – la Orden de Mimer [9]-, formaban parte de las mismas juntas directivas, etcétera. A primera vista, no hay nada raro ni anormal en ninguno de los dos.
– ¿No es una unidad especial una medida un poco exagerada? ¿Qué le parece a la policía de Estocolmo ser marginada de esta manera?
– Aún no lo sabemos. Vamos a seguir colaborando. Pero sí, claro que es una medida extrema. Existe el temor de que se pueda producir una buena carnicería en el corazón de la industria sueca y, además, hay ciertos indicios de que el crimen organizado está implicado. Se trata de una profesionalidad en la ejecución que jamás he visto en Suecia. Hacemos bien en adelantarnos a los acontecimientos. Por una vez.
Hultin se tomó una pausa.
– Aunque es cierto que hay algo un poco funesto en la creación de una nueva unidad el uno de abril, el Día de los Inocentes…
– Mejor que un viernes trece, supongo…
Hultin mostró una leve sonrisa mientras miraba el reloj con el rabillo del ojo. Debía de estar bajo un enorme estrés, entendió Hjelm, pero no se le notaba lo más mínimo. Se levantó y le tendió la mano. Hjelm se la estrechó.
– Reunión esta tarde a las 15 horas, jefatura de policía, en Kungsholmen, edificio nuevo. Entrada por Polhemsgatan, 30. ¿Qué me dices?
– Allí nos veremos -dijo Hjelm.
– Muy bien -replicó Hultin-. Yo voy a seguir hasta Gamla Varmdövägen, distrito de Nacka, para buscar a un tal Gunnar Nyberg. ¿Lo conoces? Un policía cojonudo. Él también.
Hjelm negó con la cabeza. Apenas conocía a nadie fuera de la policía de Huddinge. Ya en la puerta, Hultin añadió:
– O sea, que te quedan cuatro horas para despedirte de tus colegas de aquí por un tiempo indefinido y recoger tus cosas. Debe ser suficiente, ¿no?
Desapareció y regresó justo cuando Hjelm se había sentado para recobrar el aliento:
– Puede que sea obvio, pero todo esto requiere, de momento, la máxima confidencialidad y es top secret.
– Sí -dijo Paul Hjelm-. Eso es obvio.
Al principio quiso llamar a Cilla para contárselo, pero cambió de opinión. Pensó en las horas extra, en el verano, en las vacaciones que, con toda probabilidad, quedarían en suspenso, y en la casa de campo de Dalarö que habían conseguido alquilar barato para todo el verano. Antes de lamentarse por eso quería disfrutar un ratito.
Al final entró en el cuarto de descanso del personal sin poder ocultar del todo su alegría.
Allí dentro había cuatro personas engullendo su almuerzo empaquetado, sin duda perjudicial para la salud. Eran Anders Lindblad, Anna Vass y Johan Bringman. Y Svante Ernstsson. Todos le miraron asombrados. Quizá su cara no reflejaba lo que esperaban.
– Vengo a despedirme -dijo con semblante muy serio.
Bringman y Ernstsson se pusieron de pie.
– ¿Qué coño estás diciendo? -exclamó Bringman.
– Cuéntanos -dijo Ernstsson-. ¿Estás diciendo que esos cabrones te han echado?
Hjelm se sentó a su lado y señaló la comida de Ernstsson.
– ¿Hamburguesas en el micro? ¡Pero si te he dicho que así se calienta el aliño!
Ernstsson se rió aliviado.
– Que no, ¡que no te han echado, joder! Venga, cuéntanos.
– Es verdad que vengo para despedirme. Se puede decir que me han echado de una patada, pero hacia arriba.
– ¿Los de Asuntos Internos?
– No, eso ha sido un palo pero ya pasó. Hablo de la policía criminal nacional, respaldada por el mismísimo director de la Dirección General de Policía.
– ¿Mejor apartarte de la basura de los suburbios del sur y de la chusma de moros y negratas?
– Algo así, quizá. Es… de máxima confidencialidad, top secret, palabras textuales de ese tipo. Seguro que pronto podréis leer sobre ello en la prensa, pero de momento hay secretismo puro y duro.
– ¿Cuándo será?
– Esta tarde. A las tres.
– Cojonudo. Te llevo a Ishmet para que nos compres la tarta de despedida más cara que tengan, una de esas que chorrea miel.
Bruun estaba chupando el humo marrón de un puro negro y sonrió con toda su barba: un área considerable. Levantó los brazos al aire gruñendo con un murmullo oscuro y apagado. Una lluvia de ceniza cayó sobre su melena roja y canosa.
– Bueno, bueno, otra estrella descubierta para la policía criminal nacional -dijo con infinita autosuficiencia-. Ya sabes, si entras allí ya no saldrás nunca. A menos que sea en el ataúd reglamentario. Con el sello de la policía criminal nacional.
Hjelm cogió la placa y el arma, que descansaban sobre el escritorio de Bruun, y empezó a colocarse la sobaquera alrededor del hombro.
– ¿Otra? -dijo.
– Hultin estuvo aquí a finales de los setenta, ¿no lo sabías? Un futbolista de miedo. Hultin el Patapalo, el más implacable defensa de la ciudad. Totalmente desprovisto de control sobre el balón. Especialista en cabezazos en la ceja.
Hjelm sintió cómo una vaga sospecha, no del todo exenta de placer, iba tomando forma y circulaba despacio por sus venas.
– Me dijo que había leído sobre mí en el periódico. Mencionó el prestigio mediático.
– Vaya, vaya… Hultin el lector de periódicos.
– ¿Sigues en contacto con él?
– Puede que de vez en cuando le dé un toque para recordarle viejos favores. Creo que sigue jugando. En el equipo de veteranos de la policía de Estocolmo. Es decir, cuando tiene tiempo, algo que no ocurre muy a menudo. Imagínatelo destrozando de un cabezazo la ceja de un colega prejubilado. Un espectáculo divino.