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—¡Juan de mi alma, yo te juro...!

—¡Calla, basta, no jures más! —se exalta Juan en un arrebato de ira—. Deja la farsa y acaba de una vez con lo que tienes que decirme. Me mandaste llamar diciendo que si no acudía me iba la vida. ¿Por qué me iba la vida?

—Te mandé llamar desesperada. Dije lo primero que me pasó por la mente para obligarte a que te acercaras... Necesitaba verte, oírte, hablarte, estar segura de que no te alejas odiándome...

—¿Alejarme? ¿Tú también quieres que me vaya?

—¿Y qué otra cosa puedes hacer frente a las circunstancias? Irte... aprovechar las horas de noche que aun quedan, tomar un caballo, llegar hasta tu barco y... —Aimée se interrumpe ante la carcajada que con amarga ferocidad suelta Juan, y con una mezcla de asombro y miedo, inquiere—: Juan, ¿qué tienes? ¡Vas a volverte loco!.

—No... no temas. Eso quisieras tú, ¿verdad? Eso quisieran tú y la otra: que me volviera loco, o que fuera tan cándido como para escuchar tus consejos y ablandarme frente a sus lágrimas. Pero no lo haré... no lo haré. Fui lo bastante estúpido para quererte, lo bastante imbécil para pensar que tú también me amabas, lo bastante asno para creer hasta en la buena fe de tu hermana... Pero ya sé lo que quieren las dos, ya sé lo que entre todos me han preparado. ¿Fuiste tú la que le aconsejaste a Renato regar escopetas entre los guardias? ¿O la idea fue de Santa Mónica?

—¿Qué dices? —se desconcierta Aimée—. No entiendo nada. Te juro...

—Tal vez lo combinaron entre las dos. Saben mucho, son tal para cual... astutas como sierpes... Solamente olvidaste un detalle: que enviabas tu recado con una imbécil, con una pobre tonta incapaz de secundar tus planes, con una estúpida que tuvo la candidez de prevenirme de cuántos eran y qué armas tenían...

—¡Juan... Juan, te juro que yo no sé nada... nada...!

—Yo te juro que voy a vengarme haciendo las cosas como ustedes las hacen, clavando poco a poco el puñal... Tú y ella... y ella más que tú, porque a ti ya te odio tanto y te desprecio tanto... pero ella... ella...

—¿Qué hizo ella? ¡Te juro que no sé nada, que no entiendo nada!

—¡Entiendes demasiado! Te ha fallado el último truco, les ha fallado a ambas el plan para deshacerse de mí, haciéndome prender o matar... mejor matar, ¿verdad? ¡Los muertos no hablan! Pero no me moveré de esta casa. No tengo nada que hacer fuera de sus jardines... Al contrario, iré al despachó para decir a Renato cuánto le agradezco que vaya a apadrinarme y qué contento estoy con la boda que me prepara. Tú eres la madrina, ¿verdad? ¡Con cuánta alegría vas a llevarla hasta el altar... como vas a desearle felicidades a tu hermana, y qué dulce viaje de bodas le aguarda...!

—¡No, no, tú no vas a casarte con Mónica!

—Yo sí voy a casarme. Lo manda Renato, que es el rey de Campo Real. Me casaré mañana, y desde ahora voy a empezar a prepararme, voy a pedirle a mi futuro cuñado el regalo que me hace falta: ¡un barril de aguardiente para el viaje!

Sin escuchar los gritos de Aimée que le llama con desesperación, sin volver siquiera la cabeza para escuchar aquella voz que implora desde la pequeña ventana, Juan se ha alejado cruzando el patio, con una sola idea, con una sola obsesión: vengarse... Vengarse usando las mismas armas que cree usadas contra éclass="underline" la astucia y el engaño... Vengarse hiriendo poco a poco, destrozar golpe a golpe otras vidas, como una a una han sido destrozadas sus ilusiones. Y por la diabólica alquimia de aquella intriga en que se agita, su odio más ardiente no es para la mujer que le ha engañado, no es ni siquiera para ese Renato en cuyas venas sabe sangre de hermano. Es para Mónica de Molnar, para la frágil mujercilla que, un instante arrastrándose a sus pies, logró convencerle hasta las entrañas; para la que estuvo a punto de ganar la batalla apelando a su compasión y a su piedad. Ahora, repentinamente, sólo piensa en ella, ¡y con qué furor, con qué ansia sueña tenerla a su antojo y albedrío sobre la cubierta del Luzbel, como un botín más en su carrera de pirata, como una propiedad de conquista en aquella lucha desesperada que es, y siempre fue, su vida, en guerra contra todo el mundo en que naciera, contra la sociedad que le rechazara, contra el techo y el pan que se le ofreciera en su infancia, contra todos, en fin... contra todo y contra todos...!

Aimée ha saltado por la estrecha ventana, golpeándose al caer; pero dominando el dolor se levanta tambaleante, y arrastrando la pierna dolorida, da unos pasos sin saber qué rumbo tomar para seguirlo... Y es un grito bronco de ansiedad y desesperación el que sale de su garganta:

—¡Juan... Juan!

—¡Aimée! ¿Por qué gritas así? ¿Estás loca? —reprende Monica en voz baja, acercándose a su hermana.

—¡Juan! ¡Juan! ¡Búscalo, corre tras él, Mónica! ¡Detenlo, llámalo! ¡Va como un loco!

—Como quiera irse, pero que se vaya. ¡Que se vaya!

—¡Es que no se va, Mónica! ¡Está cómo loco! ¡Quiere vengarse!

—Su única venganza es cumplir la palabra que me ha dado a mí: irse para siempre. Y esta vez serán inútiles tus gritos y tus lágrimas. ¡Se irá para siempre! Con lágrimas y súplicas le arranqué la promesa, y va a cumplirla...

—¡No seas estúpida! Te estoy diciendo que no se va. ¿No me entiendes? ¡No se va! ¡No se va! Se queda para vengarse. Dice que va a casarse contigo para castigarme, para volverme loca con lo que sabe que puede lastimarme más, sabiendo que lo que más puede herirme en el mundo es pensar que tú... ¡que tú y él...!

Fieramente, Mónica de Molnar ha enfrentado a su hermana. Sus blancas manos se crispan en los hombros de Aimée, sujetándola, zarandeándola, obligándola a mirarla cara a cara, los ojos en los suyos relampagueantes, y ordena indignada:

—¡Calla! ¡Calla! ¡No digas una palabra más, porque no respondo de mí! ¿Por quién me has tomado? ¿Piensas que soy de tu misma carroña, mujerzuela despreciable? ¿Qué es lo que has llegado a pensar? ¡Cállate ya!

—¡Tú eres la que has de callarte! ¡No sabes lo que pasa o, no lo quieres saber! ¡Ó acaso sí lo sabes y estás muy conforme con llevártelo!

—¿Llevarme a quién? ¿Qué es lo que dices?

—No haces sino ir rastreando detrás de mis pasos, empeñándote en disputarme a los que me quieren a mí, a mí, a mí sola... ¡Primero a Renato, luego a Juan...!

—¡Cállate! —exclama fuera de sí Mónica, al tiempo que asesta una sonora bofetada en el rostro de Aimée.

—¡Mónica! ¡Aimée! ¿Qué es esto? —se sorprende Renato, que ha llegado silenciosamente hasta el grupo que forman las exaltadas hermanas.

—¡Renato! Ya has visto... —se angustia Mónica.

—He visto que abofeteabas a tu hermana, y comprenderás que es necesario...

—Mónica no me perdona el que haya tenido que descubrirla —interrumpe Aimée dominando la situación—. Está furiosa porque tú lo sabes, porque la obligas a casarse... Y en eso no le falta razón, Renato. En eso creo que te excedes... Si ella no quiere una reparación, ¿por qué has de imponérsela?

Mónica ha apretado los labios, ha bajado los párpados, ha retrocedido hasta encontrar el apoyo de una columna para no desplomarse, y otra vez, tras el momento de imponente cólera en la que ha sentido hervir su sangre, siente que es hielo lo que le corre por las venas, que son como de plomo su cuerpo y su alma... Y escucha, como a través de muchos velos, indiferente ya a fuerza de sufrir, las palabras de su hermana:

—Está como loca y por eso le perdono hasta que me maltrate. Al fin y al cabo, este es un asunto que no te concierne directamente, Renato. Lo mejor será que dejes en paz a Juan del Diablo, que envíes a mamá y a Mónica a Saint-Pierre, y que tengas piedad de mí, que ya no puedo más... ¡que ya no puedo más!

Se ha arrojado llorando en brazos de Renato, pero él la detiene con un gesto frío. Ahora sólo mira a Mónica: su cuerpo desmadejado apoyado en la columna, sus labios apretados, sus cerrados párpados, su cabeza echada hacia atrás en la más amarga actitud de suprema desesperación... Y con gesto sereno y tono mesurado, expone: