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—Si realmente Juan te debe una reparación, Mónica, no es posible que no quieras aceptarla. Si realmente tuviste la debilidad de caer en sus brazos, no es posible que una mujer como tú se niegue a casarse... Mal o bien, tuviste que quererlo para hacer lo que hiciste, y si lo que te asusta es su modesta posición, acaso deba adelantarte que después de la boda las cosas cambiarán. Perdóname si insisto, pero tengo la absoluta necesidad de saber que quieres a Juan, que quisiste a Juan, que fuiste suya, tú, tú... Y habiendo sido suya, no puedes rechazar lo que te ofrezco, que es lo único digno, lo único decente: ser su esposa...

—¡Pero si ella no quiere...! —se rebela Aimée.

—Sí quiero, Renato. Me casaré, me iré con él a donde quiera llevarme. ¡Dije que sí, y es mi última palabra!

Aimée ha escuchado temblando las palabras de Mónica, y se diría que, sin apenas cambiar, algo se despeja en el endurecido rostro dé Renato. Un instante aparta éste la vista de la pálida mujer recostada en la columna, para clavarla en el rostro de su esposa. También Aimée de Molnar está intensamente pálida; como los de Mónica, también tiemblan sus labios; pero hay un relámpago siniestro en sus brillantes ojos de azabache, y la luz que un momento iluminara el rostro de Renato parece apagarse cuando de sus labios destila sutil y dolorosamente la ironía:

—¿Ves? No era necesario llegar a los extremos de antes para convencerla de lo que es justo y natural. Cualquiera puede tener un instante de debilidad, pero las gentes bien nacidas saben siempre que hay necesidad de reparar, y Mónica no desmiente la casta... Y ahora, para ti, Aimée, una pequeña pregunta de orden personaclass="underline" ¿Por dónde saliste del cuarto?

—¿Yo? Pues... Bueno... por esa ventana... Tu ridiculez de encerrarme me obligó a cualquier cosa, y aprovecho la oportunidad para decirte que no estoy dispuesta a tolerar la forma en que me tratas...

—Me temo que tendrás que tolerar muchas cosas más, querida —anuncia Renato con suavidad, pero con un oculto acento ominoso—. Volvamos al cuarto... Deja a Mónica en paz... Ella me parece que comprende las cosas mejor que tú, y acepta plenamente las consecuencias de sus actos. ¿Verdad, Mónica?

La pálida frente de Mónica se ha alzado, sus claros ojos, limpios, puros, altivos, se clavan un instante en los de Renato haciéndole estremecerse con una involuntaria sensación de respeto, cuando ésta asiente dignísima:

—En efecto, Renato. Acepto y afronto plenamente las consecuencias de mis actos...

5

—SIÉNTATE Y DESCANSA. Mañana te aguarda un día de grandes emociones... un mañana que ya es hoy...

Los dos, Aimée y Renato, han alzado la cabeza. Por la abierta ventana se divisa un trozo de cielo que empieza a clarear. En él arde una estrella, roja como una brasa, como un botón de fuego, como una ardiente gota de sangre...

—Todo estará listo a la hora que haga falta: los papeles, el cura, el juez. Por fortuna, el notario lo tenemos en casa. Un poco remiso andaba el bueno de Noel, pero después ha desplegado una actividad extraordinaria, cuando se ha dado cuenta que de verdad le iba en esto la vida a Juan del Diablo. Siempre ha tenido una extraña debilidad por mi hermano...

—¿Eh? —se asombra Aimée—. ¿Qué dices, Renato?

—Creo que ignorabas ese detalle. Sí, Juan del Diablo es mi hermano. Claro que con el yelmo del escudo de los D'Autremont virado hacia la izquierda; peor aún, porque ni siquiera es un simple bastardo... Es un hijo del adulterio, de la infamia, de la traición de una mujer y de la deslealtad de un amigo... Duele decirlo, pero ese amigo infiel fue mi padre, pero vaya la verdad por delante...

Aimée ha bajado más la cabeza, ha hundido un instante el rostro en las manos. El corazón le late tan fuerte, que cree no poder resistir más. Todo a su alrededor es como una pesadilla, como un torbellino de locura, mientras ásperas, irónicas y heladas, siguen sonando, como si flotasen en un negro infinito, las frases de Renato:

—Justamente anoche tuve la seguridad de que era mi hermano. Y mira tú lo que somos los imbéciles, los sentimentales, los de corazón blando... Sentí una ternura y una alegría infinita, salí a buscarle para estrecharlo entre mis brazos, para ofrecerle lo que, según mi utópico sentido de la vida, le pertenecía: la mitad de cuanto tengo... Para rogar a mi madre, con lágrimas en los ojos, que me permitiese darle también el nombre de mi padre, para hacerle completamente igual a mí... Qué imbécil soy, ¿verdad?

—¿Por qué hablas de ese modo? ¿Por qué destilan así odio y amargura tus palabras?

—¿Me lo preguntas de verdad? ¿No lo sabes? A veces basta un rayo de luz para ver el abismo; basta un minuto para que la vida cambie para siempre... —Renato hace una mueca, y es más intensamente amarga la bocanada de veneno que sube a sus labios—: Sí... Es mi hermano... mi hermano el perdido, el contrabandista, acaso el pirata... como Mónica es tu hermana hipócrita y rastrera, cínica y liviana... ¿Verdad?

Ha esperado la respuesta largo rato hasta que, al fin, escapa trémula y mojada de lágrimas de los labios de Aimée:

—Eres muy severo con ella, Renato. Yo... yo me atrevería a suplicarte que los miraras con más indulgencia... con más...

Ha callado, ahogándose, y Renato da un paso más hacia la ventana abierta, desde donde divisa el amplio panorama del valle, los sembrados, los campos verdes, las cumbres de las altas montañas que doran ya los primeros rayos del sol... Su vista baja hasta más cerca y se estremece al ver al hombre que, cruzados los brazos, torvo y ceñudo frente a la morada de los D'Autremont, observa también al sol que nace. Luego sonríe con sonrisa de hiel y sus manos bajando hasta Aimée, la obliga a levantarse, a mirar por aquella ventana, al tiempo que señala:

—Mira a Juan. Está contemplando salir el sol del día de sus bodas... el día en que la vida de los hombres cambia... ¡El día de su boda!

—¡Oh, Juan!... ¿Qué haces?

—Ya lo ve, desayunarme a la moda marinera, con lo primero que hallé a mano. El servicio en esta casa está dejando bastante que desear. ¿Dónde se fueron aquellas filas de lacayos de chaquetas blancas? ¿Son acaso los que rondan ahora los caminos con la escopeta al brazo?

—Juan, te suplico que no bebas más...

La mano de Noel, adelgazada y temblorosa, se ha apoyado en el brazo de Juan apartando la copa que éste va a llevar a sus labios, y los tristes y cansados ojos se fijan largo rato en el rostro del muchacho, endurecido de rencor y de cólera, cerrado como una noche de tempestad. Están en un ángulo del amplísimo comedor, junto a los armarios cargados de vajillas de plata, donde Juan, revueltos los cabellos, desabrochada la camisa, toscos los ademanes de marinero, es una figura tan extraña, tan ruda y anacrónica, como cuando de niño pisó por primera vez aquella estancia con los pies descalzos, con el traje de terciopelo de Renato como inútil regalo...

—¿Qué pasa contigo, Juan? ¿Qué es lo que realmente ha pasado? Te aseguro que todo esto es como una pesadilla. Anoche te busqué por todas partes y, al no encontrarte, tuve la esperanza de que te hubieras ido. Luego vi los guardias... Te avisaron, ¿verdad? ¿Te avisó ella...?

—No sé a qué ella puede referirse en este caso. Me avisó una "ella", pero ninguna de las dos en las que seguramente usted ha pensado. Esas habrían estado muy satisfechas si me hubieran detenido con una bala en la cabeza o en el corazón, pero no salieron las cosas a su antojo... Mi hora no había llegado... Como para otros hombres dicen que hay una Providencia, hubo siempre un demonio que protegiera a Juan del Diablo. Un demonio que, para salvarlo, no le pide más que una cosa: Que marche adelante pisoteando a cuantos se pongan en su camino... Que viva sin piedad ni cuidados... Que atropelle y ofenda, robe o mate si es preciso matar...

—Hijo, es espantoso tu estado de ánimo, como espantosas son también la desesperación y la violencia de Renato. Tengo la impresión de que ha enloquecido de repente. ¿Cómo pudo cambiar así en una hora? ¡Qué digo una hora! Unos minutos nada más bastaron. Y no es posible que lo que oficialmente sabe, haya sido bastante para...