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—¿Qué es lo que oficialmente sabe?

—No creo que necesites preguntarlo. Tus pretendidos amores con la señorita Mónica de Molnar...

—¿Pretendidos? Delante de usted ella ha confesado, ha afirmado que fue mi amante...

—¡No pretenderás que crea ese disparate! Conmigo puedes ser absolutamente franco...

—Soy absolutamente franco con todo el mundo. Noel. Me casaré con Mónica de Molnar, me la llevaré conmigo en mi barco... Será útil una mujer a bordo para lavar la ropa, hacer la comida de los muchachos, remendar las velas y fregar los platos...

—¡No puedes casarte para eso con la señorita Molnar! ¡No puedes llevártela a tu barco! Ella tiene su casa en Saint-Pierre. Ahí es donde tienes que ir y allí iré yo también en seguida para...

—¿Para qué, Noel? —interrumpe Renato, aproximándose a la mesa donde se hallan los dos hombres—. Termine la frase...

—Pues... para ayudarles a instalarse. Cuando las cosas se hacen tan precipitadas como esta boda, todo sale mal y hay después mil detalles que arreglar, y yo...

—¿Y usted cree que su presencia puede ser grata a dos recién casados? No, Noel, va usted a estorbar de un modo lamentable. Juan y Mónica van a casarse por amor. ¿No es verdad?

—Naturalmente —desafía Juan destilando ironía—. Por amor... Un amor que salva todos los escollos, que suprime todas las distancias... No se preocupe usted por Mónica, Noel. Cuando sea mi mujer, no necesitará de nada, absolutamente de nada...

—No dudo que sabrás atender y cuidar a tu esposa —concede Noel haciendo un esfuerzo.

—Tanto como Renato a la suya. ¿No la guardas tú bajo llave, Renato?

—¡No te doy el derecho de preguntarme lo qué hago! —rechaza Renato furibundo—. Ni de entrar en el comedor de mi casa... Ni de beber coñac en mis vasos... ¡Canalla!

—¡Renato! ¡Oh, Juan! —se alarma Noel ante el sesgo que repentinamente han tomado las cosas.

—No se preocupe, Noel, no se asuste —tranquiliza Juan con dolorosa impavidez—. Sus insultos no me harán saltar. Ya sé que es el amo, y al amo todo hay que tolerárselo. No en balde le respaldan cien hombres armados. Es un detalle que da fuerza y valora sus mandatos... Magnífico detalle...

—¡Basta! ¡No voy a tolerar...!

—¡Soy yo quien dice, basta! No pisaré tu comedor, no beberé en tus malditos vasos... Aguardaré la hora de mi matrimonio y me iré con mi mujer adonde me dé la gana llevarla. Es lo que exigiste, y es lo que hago... ¡Nada más! —escupe Juan con fiereza incontrolable. Y dando la espalda a su rival se aleja con paso precipitado.

—¡Ah, carroña! —insulta Renato enardecido—. ¿Por qué se va? ¿Por qué no responde a mis injurias?

—¿Por qué te empeñas en provocarlo? ¿No ha hecho ya cuanto quiere? ¿A qué viene ese odio repentino y absurdo? Si quieres explicarme las cosas con calma, acaso yo, con mi buena voluntad...

Renato ha apartado la vista del notario, ha recorrido con ella la amplísima estancia para detenerse al fin en el dorado marco de un retrato, efigie de Francisco D'Autremont, contemplándolo largo rato. La frente altiva, el mentón voluntarioso, la figura arrogante, trágicamente parecido a Juan... Y toda la ira le sacude, se apaga, se ahoga en el pozo amargo que reboza su alma...

—Renato... no te había sentido entrar...

—Tus puertas estaban abiertas por casualidad, mamá, y pensé que no había nadie en tu cuarto.

—Sí... Yanina está enferma, y es natural. La pobre paga por los pecados de otro... Ya sabes que Bautista desapareció de la casa sin decir palabra. Yo le había dado un puesto de jefe de las cuadras, pero se fue sin despedirse ni siquiera de su sobrina. La pobre sufre por eso. Ya sé que tú no tienes por ella simpatías de ninguna clase, pero es una servidora agradecida y leal...

—Sobre todo leal... —murmura Renato con cierto retintín.

—¿Qué tratas de decirme?

—Nada.. Hablemos de otra cosa... Dentro de dos horas será la ceremonia de la boda, y...

—Hijo, ¿de todos modos vas a hacer que se casen? ¿Insistes? Pensé que te bastaría con saber que estaban dispuestos a casarse...

—Eso es muy fácil. También ellos pudieron pensar lo mismo. Yo necesito ver el final, verlos partir en alegre viaje de novios y regresar del brazo como un matrimonio bien avenido. Si es como ellos dicen, ya pueden sentirse satisfechos. Si no lo es... quiero ver estallar el volcán... Pero lo es. Ellos lo afirman, todo el mundo lo dice, tú misma opinas que debo aceptar la historia, tal como me la han contado. Pues aceptándola, todos tenemos que ser felices. No hay razón para caras largas y sollozos ahogados, sino para fiesta, para una alegre fiesta. Les he dado a los trabajadores el día libre, barricas de aguardiente, y la orden de bailar hasta que se caigan... Supongo que no faltarás a la iglesia, mamá. Me complacerás asistiendo a esa boda.

—Si es por complacerte, habrá que ir. Pero quisiera que me escucharas...

—No escucharé a nadie. Es inútil... —rehúsa Renato suave, pero con firmeza—. Mira, aquí llega precisamente Ana, oportuna por primera vez en su vida...

—La mandé traerme razón de cómo sigue Yanina —justifica Sofía. Y alzando algo la voz—: Acércate, Ana ¿Cómo está Yanina?

—No sé. Pero seguro que está bien, porque no se hallaba en su cuarto ni en el patio, donde el Bautista estaba armando el gran escándalo...

—¿Ha regresado Bautista? —murmura Renato lentamente.

—Lo trajeron los guardias, y hay que oírlo. Está más bravo que un alacrán... No quería venir y lo tuvieron que amarrar... —Ana ríe con divertida estolidez—. Está que se muerde solo, como un perro con rabia...

—¿Mandaste detenerlo a él también, hijo?

—Mandé detener a cuantos intentaran cruzar los linderos de Campo Real. Me alegro mucho de comprobar que mis órdenes fueron cumplidas al pie de la letra. Ahora mismo voy a hablar con él, y no te preocupes, mamá, porque no va a irle mal. En cuanto tú, Ana, ve a decirle a la señora Aimée que se prepare. La ceremonia de la boda es a las tres. Debe estar arreglada un poco antes, ya que es ella quien tendrá que acompañar al novio al pie del altar. ¡Anda! Prepárale la ropa y ayúdala a vestirse... ¿No me oyes?

—Pero, mi amo, ¿cómo hago para entrar? La señora Aimée está encerrada...

—Aquí tienes las llaves del cuarto. ¡Anda! ¡Anda pronto! —Ha empujado a Ana, que se aleja asustada, y volviéndose a Sofía, le aconseja—: Arréglate tú también, mamá. Yo voy a ordenar que suelten a Bautista y a devolverle su importante cargo... Estoy empezando a darte la razón en todo, madre: es el capataz ideal para este infierno florido.

—Hija mía, creo que es la hora. Ahí está ya Renato, y todos van camino de la iglesia. —Catalina se interrumpe y balbuceando, agrega—: Yo no sé qué decirte, mi hijita... Yo...

—No hay nada que tengas que decirme, mamá. Mónica se ha puesto de pie, abandonando el reclinatorio donde largamente ha rezado, y se mueve como una sonámbula a través de la estancia. En sus ojos hay un brillo extraño, sus manos arden, y están sus labios también resecos y ardientes bajo el vaho de fuego que respira. Tímida y torpe, la madre va tras ella como si no hallase gestos ni palabras...

—Hija, deberías haberte mudado de traje... ¿Vas a ir a casarte de negro, de luto como una viuda? ¿Y sin ramo de novia?

—¿Qué falta hace? Dame mi libro de oraciones y mi rosario...

—¡Ay, hijita, todo esto me parece horrible! Creo que aun podrías... —intenta persuadir Catalina; pero la interrumpen unos golpes discretos dados en la puerta.

—No puedo nada... Ahí está el hombre que va a llevarme hasta el altar... Es Renato... Ábrele...

Catalina ha franqueado la puerta a Renato y con la mayor discreción ha salido dejándolos solos. Él sí se ha cambiado de traje afeitado y peinado con pulcritud y esmero. El marfilino rostro, tenso y pálido, no muestra expresión de ninguna clase. En la mano sostiene un pequeño ramo de rosas blancas, y parecen de acero sus pupilas azules, a fuerza de duras y brillantes, cuando interroga: