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—¿Estás lista ya?

La ha mirado con ansia, con una especie de interrogación desesperada en los ojos humanizados por un instante, y Mónica sostiene aquella mirada sin responder de momento ni con un gesto ni con una palabra; luego baja los párpados y da un paso hacia él para contestarle con un monosílabo que es a la vez afirmación y pregunta:

—¿Ya?

—Aunque es facultad de la novia hacerse esperar, creo que no debemos extremar la nota en este caso... Juan está en la iglesia, desde hace rato... Aquí tienes tu ramo de novia...

—Gracias, Renato —agradece Mónica con amarga ironía—. Son las primeras flores que me das en tu vida, y tenían que ser éstas. ¡Vamos, que espera Juan del Diablo!

Bruscamente, casi estrujándolo, ha tomado Mónica aquel pequeño ramo de rosas blancas, y un instante lo aprieta en gesto convulso contra su pecho. Tenía que ser él, tenía que ser el hombre a quien tanto amó en vano, a quien aun siente junto a sí como una quemadura, quien la llevase del brazo al altar, quien pusiera en sus manos el ramo de novia para sus bodas con Juan del Diablo... Tenía que ser aquel Renato D'Autremont a quien amara desde niña con el ingenuo amor de sus nueve años, y tenía que ser su voluntad la que pidiera a su vida el sacrificio enorme, más grande aún que el de la vida misma... Ahora va junto a él, apenas apoyada en su brazo la blanca mano leve, mientras llora su corazón con lágrimas de sangre, porque es aquél con quien soñara, aquél con quien tejiera los jazmines purísimos del amor primero, aquél que viera novio y esposo en sus ensueños de colegiala, el que la lleve ahora como un verdugo camino del cadalso. Nunca fue tanto trecho de su brazo, nunca recibió flores de su mano, nunca le vio, como ahora le ve, inclinarse para mirarla, mientras avanza con una sombra de inquietud en las claras pupilas...

—Mónica, ¿te sientes mal? Tu mano arde... Se diría que tienes fiebre...

—¡No tengo nada! Sigamos...

—Juan... ¿No me oyes? ¡Juan!

Cruzando los brazos, perdida la mirada en las sobredoradas maderas del altar, Juan no parece escuchar la voz de Aimée, no baja los ojos, no vuelve la cabeza para mirarla, ni un solo músculo se mueve en su rostro de piedra, y es su cuerpo frío y rígido, como si hasta su aliento humano se petrificase en aquel instante...

—¡Juan! ¿Hasta dónde vas a llegar?

Juan no responde. Sólo ha ladeado un poco la cabeza para mirar a la mujer que habla muy cerca, con voz ahogada y suplicante; juntas las manos y agrandadas de angustia las pupilas. También Aimée cree soñar, cree vivir una espantosa pesadilla, reviviendo a la vez las escenas de su propia boda que de pronto se le antojan lejanas, como si el torbellino en que vive durara desde hace muchos años atrás o como si fuese su propia boda la que se realizase también en aquel instante. Mas no su boda con Renato, sino con el hombre que está a su lado, junto a ella, duro, desdeñoso y altivo... Pero la iglesia no está, como entonces, cubierta de flores. Apenas brillan cuatro cirios frente al desnudo altar, no hay alfombra, ni lámparas, ni sedas, ni brocados, ni uniformes brillantes, ni asoma en el lugar de preferencia la blanca cabeza del Gobernador General de la Isla... Lentamente han ido llegando sombras oscuras, rostros de bronce o de ébano, pechos desnudos, anchas manos de peones en las que tiemblan los sombreros de palma, pies descalzos que marcan en barro su huella, y también faldas de colorines, cabezas adornadas con el típico pañuelo de las isleñas de la Martinica, muchachuelos de ojos brillantes... toda una muchedumbre humilde, abigarrada, impulsada por gratitud o por curiosidad...

En la puerta del templo han aparecido los que faltan... Una novia pálida, convulsa, enlutada con un chal de seda negro sustituyendo al velo y a la corona de azahares... Una novia con los labios trémulos, con los ojos encendidos de fiebre y de espanto, que marcha despacio, como pidiendo fuerzas a Dios para cada paso, y un joven padrino de faz hosca y sombría, de dientes apretados, con una máscara de hielo sobre la desesperación de su alma...

—¡No puede ser, Juan! ¡No puede ser, y no será! —murmura decidida Aimée en voz baja y angustiada. De pronto, ve junto a sí a su esposo, y se alarma—: ¡Oh... Renato...!

—Nuestra misión termina frente a este altar, Aimée. Ven —explica Renato.

Ha retrocedido, obligando a Aimée a hacerlo con él, a la vez sosteniéndola y sujetándola, clavada en ella su mirada relampagueante. Pero la expresión de Aimée ha cambiado: juntas las manos y bajos los párpados... Y una mueca de burla desgarradora cruza por los labios de Juan mientras se acerca a la pálida enlutada para susurrarle en tono desdeñoso:

—Bien... Ahora el cura dirá... ¿Qué pasa, Santa Mónica? Parece que fuera a desmayarse...

—¡Vuélvase hacia el sacerdote! —ordena, imperiosa y airada, Mónica.

El viejo sacerdote se ha acercado, y en el silencio de las respiraciones contenidas podría escucharse el golpear de aquellos corazones que laten como martillazos...

—Mónica de Molnar y Bizet-Villiers, ¿quieres por esposo a Juan, sin apellido, conocido por Juan del Diablo?

—Sí quiero...

—Juan, sin apellido, conocido por Juan del Diablo, ¿quieres por esposa a Mónica de Molnar y Bizet-Villiers?

—Sí quiero...

Ya brilla el aro de desposada en la mano temblorosa de Mónica; ya cayeron las trece arras de oro sobre la bandeja de plata; ya la mano del sacerdote se alza para bendecir a la pareja extraña, y sus cansados ojos se detienen en la cabeza baja, como de sonámbula, de Mónica, y en el rostro doloroso y altivo, rudo y descuidado, de Juan...

—...Unidos para siempre quedáis, hijos míos, con el lazo del matrimonio, fuerte y santo...

Como en un torbellino de locura, ha cruzado Mónica la iglesia, del brazo de Juan... Sin ver, sin oír, como la rama desgajada de un árbol que el vendaval arrastra, han salvado la distancia del pórtico de la iglesia hasta el centro de aquella plaza abierta en los floridos jardines de los D'Autremont... Mónica no ve la abigarrada muchedumbre de colorines que les rodea por todas partes... No mira el rostro triste y severo de Sofía D'Autremont... Se borran para ella las formas de Aimée y de Renato, no distingue siquiera la pálida faz de su madre, que trata de seguirla, bañada en llanto... Es como si la tierra se hundiera bajo sus pies, como si las nubes girasen, y bailasen los árboles subiendo y bajando en la trágica danza de un terremoto... Como si sus ojos deslumbrados apenas vieran solamente cerca, muy cerca, demasiado cerca, el duro y amargo perfil de Juan del Diablo, que grita autoritario:

—¡Colibrí... Pronto... los caballos!

—¡Un momento, Juan! —advierte Renato—. ¡Aguarda! Hay un coche dispuesto para ustedes; pero hemos de hablar antes... ¡Escúchame...!

—¡No tenemos nada que hablar ni nada tengo que escucharte! ¡Es mi mujer y me la llevo!

De un salto está Juan sobre el caballo. Con rápido y violento gesto que nadie ha podido prever ni impedir, alza a Mónica sobré el arzón del caballo que monta, encabritándolo al golpe brutal de sus talones. De inmediato se arma una barahúnda de voces, movimiento y confusión, y es la voz de Aimée la que se eleva en un grito que es súplica y desesperación:

—¡Que no se la lleve! ¡Que no se vayan....! ¡Que no se vayan! Haz algo, Renato, no lo dejes... ¡No dejes que se la lleve así! ¡Que vayan tras ellos, que le corran detrás, que lo detengan! ¿No me oyes? ¿No comprendes? ¡Renato! ¡Renato! ¿No te das cuenta? ¡Es capaz de matarla!

Ha caído casi de rodillas, agarrada al brazo de Renato, sincera y desesperada en un momento, pero la expresión feroz del rostro de su esposo apaga el grito y la súplica en sus labios...

—¿Por qué te vuelves loca? —se revuelve Renato en un arranque de ira.

—¡Mi hermana... mi pobre hermana...!

—Se ha casado con el hombre a quien quiso, con el salvaje que prefirió sobre todos los demás, por el que manchó su nombre, por el que insultó a la sociedad en que ha nacido, por el que no le importó desafiarlo todo y arrostrarlo todo. ¡Se ha casado con su Juan, con su Juan del Diablo, y sin duda le agradan sus modales cuando pasó por encima de todo para darle su amor! ¿Es verdad eso? ¿Es verdad o no es verdad?