—Es verdad, Renato... —murmura Aimée impotente y vencida.
—Pues entonces, adelante —rubrica Renato. Y con voz estentórea, ordena—: ¡Fuera de aquí todos! ¡A las barracas, a los barriles de aguardiente, a cantar, a bailar, a celebrar las bodas de Juan del Diablo!
Como si volase sobre el sendero pedregoso, marcha el caballo que lleva a Mónica y a Juan... Sobre el duro arzón de la montura, atrapada, triturada casi por el brazo robusto que a la vez la sujeta y la sostiene, siente Mónica, más que ver, cómo las tierras de los D'Autremont van quedando atrás... Ya han salido del valle, ya el brioso animal, sintiendo el peso de la noble carga, clava los cascos en las empinadas laderas del desfiladero que es entrada y salida al valle grande de Campo Real... Abajo quedó todo: la morada suntuosa, los jardines magníficos, las huertas de frutales, los campos sembrados, las barracas donde ya suenan los roncos tambores y van de mano en mano las jícaras de ron...
Mónica ha alzado la cabeza... No sabe el tiempo que ha pasado, no sabe las leguas que ha sentido al caballo galopar, pero ahora éste marcha despacio, atravesando el campo sin caminos, donde las piedras le hacen resbalarse, donde a veces las ramas les azotan al pasar y los tumbos la obligan a agarrarse a los anchos hombros del hombre que la lleva consigo...
—¿A dónde vamos? Este no es el camino de Saint Pierre... ¿A dónde me llevas?
—Este es el camino por donde yo quiero llevarla...
—¿Llevarme a dónde?
—¿Qué más da? ¿No oyó lo que le dijo en el altar su cura? ¡La llevo a donde quiera llevarla!
—¡Ese no fue el convenio! Basta de burlas, Juan. Si lo que quiere es asustarme...
—Se asuste o no, para mí es igual. Se casó conmigo; ¿no? Entonces, es mi mujer y la llevo donde me dé la gana.
—¡No! ¡Eso no! ¡Le juro...!
—¡Quieta! Y no jure nada, porque jurará en falso. —La ancha mano de Juan ha aprisionado las dos de Mónica y la obliga a volverse para mirar al frente, a las nubes espesas donde ya hundió el sol su último rayo—. Mire, ¿qué es lo que tiene delante?
—El mar... y un barco...
—Una goleta... El Luzbel... Mi única propiedad, aparte de usted... Mi casa... Nuestra casa...
—¿Está loco?
—Quizá... Probablemente hay que estar loco para haber aceptado toda esta farsa. Y usted también debe estar loca de remate...
—¡Yo no voy a consentir...! ¡Lléveme a Saint-Pierre, o déjeme aquí si no quiere llevarme! Iré sola, a pie, como sea, o me dejaré caer en cualquier parte... No le importa lo que yo haga... Puede dejarme en paz.
—No, por mi desgracia. Dije que sí la quería por esposa. ¿No recuerda ya las obligaciones de los casados? ¿Tan poco valen para usted, noble y creyente, los juramentos que los dos prestamos? Vivir juntos, servirnos, ayudarnos... "Ame y proteja el marido a la mujer como a sí mismo, como a carne de su carne; tema, respete y obedezca la mujer a su marido..." ¿No se acuerda ya? Fue hace unas horas apenas. Estamos en el día de nuestras bodas, y para la noche de la boda hay en El Luzbeluna ancha cámara nupcial —se burla Juan con una risa impregnada de amargura.
Ha saltado a tierra, arrastrando a Mónica con él sin soltarla, los dedos, como de hierro, aferrados a las blancas muñecas, clavándose en ellas, mientras hay en los labios una mueca feroz que en nada se parece a una sonrisa, al comentar con amargo sarcasmo:
—¿Te asusta la noche de bodas, paloma blanca?
—¡Suélteme! ¡Bruto, canalla! —forcejea Mónica intentando vanamente zafarse de las manos de Juan.
—No intentes morder, porque te quedarás sin dientes y sería una lástima. No había reparado, pero son muy lindos, tan bonitos como los de tu hermana... Aimée es maravillosa, ¿sabes? Y esas cosas suelen ser de familia. Después de todo, creo que no hice tan mal...
—¡Basta... Déjeme en paz! —Se exaspera Mónica—. Lo que quiere es burlarse, asustarme, desesperarme, enloquecerme, vengarse en mí, que es la única víctima que tiene a su alcance.
—En todo caso, víctima voluntaria. Yo no inventé que te casaras conmigo, abadesa. Lo inventó tu Renato... —Juan se interrumpe al oír un ruido de remos que va acercándose, y alzando la voz ordena—: Arrima a este lado. Segundo. —Y en voz baja le dice a Mónica—: Te llevaré en brazos para que no te mojes los piececitos...
—¡Basta de estupideces! ¡Déjeme, váyase, tome su bote y acabe de embarcarse!
—¡Qué graciosa eres, Santa Mónica! Me harías reír si no me entraran ganas de aplastarte a puñetazos. ¿Pensaste de veras que todo era tan fácil? ¿Pensaste que bastaría decirme: "Déjeme en paz, tome su barco y lárguese", para que yo obedeciera como un perro? ¿Pero hasta dónde puede llegar tu egoísmo y tu soberbia? —Y con furiosa exasperación, exclama—: ¡Basta! Ya me mordió también el perro de las súplicas, y sé lo que significan, lo que valen y para lo que sirven. Ya sé lo que cuesta conmoverse por tus súplicas y tus lágrimas... Significa caer en una trampa, pagar con la vida un momento de debilidad. Una vez lo lograste, pero no vas a conmover más. ¡No tendré piedad de nadie, y de ti menos que de nadie! ¡Al bote... al barco! Te casaste conmigo, y ni tú ni tu hermana van a seguir burlándose. ¡Te llevaré aunque sea arrastrando!
De un salto, triturada por aquellas manos de falanges como de acero, arrastrada por aquel brazo que ciñe imperioso su frágil cintura, ahogada la voz en su garganta, Mónica se ha visto obligada a salvar la pequeña distancia que va desde la tierra al bote... Autoritario, Juan ordena a su segundo:
—Proa al Luzbel, y rema con todas tus fuerzas... ¡Pronto!
—¿No esperamos al muchacho? —vacila el segundo, asombrado—. ¿Va a dejarlo en tierra?
—¡Que venga a nado, para que aprenda otra vez a no retrasarse! ¡Dale a los remos! ¡Vamos...!
—¡No! ¡No! —suplica Mónica angustiada—. Usted, señor marinero óigame...
—Ese no oye nada, ni ve nada, ni hace más que lo que yo le mando. ¿Entendiste? —Y dirigiéndose a su segundo, apremia—: ¡Apura y llega pronto! Pide que te echen un cabo.
—Pero, patrón... —rezonga el segundo.
—¡No te metas en lo que no te importa ni busques lo que no se te ha perdido, porque lo encontrarás! —Y volviéndose hacia Mónica, le recalca en voz baja—: ¿Ves cómo todo es inútil? Tengo de mi parte la fuerza de la ley y la razón de la fuerza. Así es como mandan los que mandan... ¡Llegamos! —En ese momento se deja oír el estampido de un trueno lejano, que presagia la próxima tormenta, y sarcástico, Juan comenta—: Y como siempre, del cielo me saludan con salvas. —Luego le grita a su segundo—: ¡Pide la escala, imbécil! —Y dirigiéndose de nuevo a Mónica, le explica irónico—: No es de mármol, sino de sogas. Pero no importa, te subiré en los brazos. Es la moda en la Dominica y en Jamaica... La novia va en los brazos...
Un instante ha bastado a Juan, y ya sus pies, fuertes y anchos, se afirman en la estrecha cubierta. La noche ha caído totalmente... Junto a las gavias, los tres tripulantes del Luzbelmiran con sorpresa la extraña escena. Segundo da unos pasos como si no pudiese contenerse más, e intercede:
—Patrón, un momento. Esa mujer...
—¿Me estás pidiendo cuentas? —se violenta Juan—. ¡Lárgate... Apártate...!
De un puntapié ha abierto de par en par la puerta de la única cabina de la nave, y un instante después la cierra tras ellos...
—¡No! ¡No! —clama Mónica en el paroxismo del espanto—. ¡Es usted un canalla, un perfecto canalla, y no es posible que esos hombres no acudan en mi auxilio! ¡Favor... socorro...!
—¡Cállate! —le ataja Juan, iracundo, forcejeando y tapándole la boca—. ¡No va a venir nadie, y si hay uno que se atreva a tocar a esa puerta, lo mato! No hay peligro que lleguen, porque demasiado lo saben.