—¡Renato! ¿Estás loco? ¿Quieres obligarme a pedir auxilio? ¿Quieres...?
—¡Quiero que confieses, que hables, que grites para salvar a Mónica, si es una inocente a quien has sacrificado!
—¡No lo es... No lo es! Pero es mi hermana. ¡Juan no tendrá piedad!
—No necesita tener piedad si la ama...
—¡Él no sabe amar!
—¿Cómo lo sabes? ¿De dónde le conoces? ¿Hasta dónde le conoces? ¡Contesta!
—¡Déjame! ¡Me lastimas, me haces daño! ¡Suéltame, Renato! ¡Voy a pedir socorro! ¡Voy a dar un escándalo!
—¡Ya lo has dado! ¡Grita si quieres; pide auxilio, llama...! Nadie va a acudir. ¡Nadie! Estás sola conmigo, y tienes que decir la verdad, toda la verdad, y pagarme después el precio de tu infamia.
—¡Socorro! —grita Aimée, desesperada—. ¡Vas a matarme! ¡Socorro...!
Alguien se ha aproximado, acudiendo a la llamada de auxilio, y golpea la puerta apremiante. Fuera de sí, Renato conmina al intruso, gritando:
—¡No pasa nada! ¡Lárguese el que sea!
—¡Abre, Renato! ¡Pronto! ¡Ábreme! —se oye la voz autoritaria de Sofía a través de la cerrada puerta.
Las manos de Renato han soltado a Aimée, que se desploma sobre el diván de raso. Luego, con paso incierto, va hacia la puerta, hace girar la llave y deja el paso franco a su madre, que indaga:
—¿Qué es esto, Renato?
Ha ido hacia su hijo, mirándole con ansia, con una interrogación ardiente en los ojos, que no hallan en los de su hijo sino la duda cruel, la incertidumbre torturante, la desesperación del que lucha en vano por encontrar la verdad... Y el noble rostro de la dama se vuelve severo, mientras Renato retrocede esquivando mirarlo... Captando en el aire aquella mirada, aferrándose a su única tabla de salvación, se alza Aimée, corriendo hacia la madre de su esposo:
—¡Renato ha bebido toda la tarde...! ¡Está como loco! Se empeña en hacerme confesar no sé qué. Me insulta, me maltrata, me dice cosas que no entiendo. Se empeña en que yo hable, en que yo hable, y yo no tengo nada que hablar... ¡Nada... nada...! ¡Yo no tengo nada que hablar!
Se ha acogido a los brazos de la dama, que no la rechaza; hunde el rostro en su pecho, sollozando. Por sobre el joven cuerpo tembloroso, se cruzan las miradas del hijo y de la madre... La de Sofía inquiere, pregunta otra vez anhelante, pero un amargo gesto de vencido es toda la respuesta de Renato, y Sofía suspira como aliviada, con gesto sereno:
—Me temo que todos estemos un poco fuera de nosotros mismos. Han pasado cosas muy desagradables... He sabido también que Catalina, sin despedirse de nadie, salió para Saint-Pierre. Tomó el coche que estaba listo para llevar a los recién casados, y marchó casi detrás de ellos. Hasta cierto punto, la idea no fue mala. Supongo que eso te tranquilizará, Aimée, y a ti también, Renato. La pobre no podía estar tranquila tras de entregar su hija a Juan del Diablo...
—¡Fue ella misma quien se entregó! —rectifica Renato con vivacidad.
—Desde luego, hijo, pero es natural la inquietud de una madre... y hasta la de una hermana...
Sofía ha vuelto a mirar largamente a su hijo; sus ojos recorren también la ancha estancia ahora desordenada y revuelta, se detienen un rato en la mesa de los licores y se vuelven al rostro sombrío del joven D'Autremont, con un reproche:
—Veo que, efectivamente, has estado bebiendo mucho, Renato. Mejor será que procures despejarte y serenarte, y que tú también te calmes, Aimée. No llores más... No será para tanto... No hay rosas sin espinas, ni cielos sin tormentas... No hay que darle demasiada importancia a estas escaramuzas de recién casados. Me temo que sean cosas inevitables. Ven a mi cuarto, Aimée...
El Luzbelha virado casi en redondo, enfilando la estrecha salida de la rada, tomando inmediatamente rapidez increíble, saltando entre los escollos, desafiando una vez más los elementos desencadenados. Como nunca seguras, las anchas manos de Juan empuñan el timón, y la luz de un relámpago le ilumina de pies a cabeza. La tormenta va amainando y una costa lejana queda ya atrás. Entre las gavias se agita una figura menuda y oscura, que avanza inclinándose con esfuerzo entre los tumbos de la nave...
—Patrón, ¿está encerrada el ama nueva...?
—Sí, Colibrí, está encerrada —asiente Juan con manifiesto malhumor—. Las mujeres estorban en la cubierta cuando hay tempestad... Bueno, estorban siempre, y cuando hay tormenta, más. Apréndelo para cuando tengas que navegar.
—Pero el ama, patrón... El Segundo dijo que estaba enferma...
—¡Dile al Segundo que se guarde la lengua para cuando le haga falta!
—¿No me deja entrar a verla, patrón? ¿A cuidarla? Si, patroncito, déjeme ir... Por su madre...
Suplicante, Colibrí se ha abrazado a la pierna de Juan, y un instante la varonil cabeza se inclina para mirar al muchachuelo, en cuyos grandes ojos brillan las lágrimas. Luego, otra vez contempla el horizonte espeso, oscuro, las nubes bajas, el mar alzándose en montañas, la lluvia que cae furiosamente, todo el bárbaro espectáculo de la tempestad que apenas ilumina el lívido resplandor de los ahora lejanos relámpagos... La frágil embarcación cruje, estremecida desde su quilla marinera hasta el tope del palo de mesana. Es una voluntad contra la tormenta, un cuchillo que se hunde en la carne salada del mar. Asimismo, siente latir en su pecho su propio corazón Juan del Diablo... Contra los elementos, contra la sociedad, contra la vida... Como la espuma amarga que le azota los labios, es el rezumar de su alma; como el tenso vibrar de la nave en peligro, vibran tensos su pensamiento y su voluntad... Odia y quiere odiar más; le ahoga el rencor, y aun quiere que ese rencor se ahonde, como las aguas del océano... Quiere hacerlo infinito, quiere alzarlo tan alto como el mundo que le rechaza, pero en sus rodillas siente el aliento cálido del niño negro, la voz cándida y suplicante llega hasta él, así como también la imagen de la mujer blanca, tendida como muerta sobre las tablas de su litera, tan indefensa, tan desdichada como aquel muchachuelo de cuya vida puede disponer con una palabra, y mitad compadecido, mitad enojado, dice:
—¡Toma la llave, entra, y déjame en paz!
Las pequeñas manos oscuras tocan con timidez primero, trémulas de angustia después, aquellas manos blancas, ardidas de fiebre, desmadejadas a lo largo del cuerpo inmóvil. Los ojos de Colibrí recorren la grácil figura desmayada... Los grandes ojos están cerrados y se ahonda más la sombra de las ojeras violáceas bajo las espesas pestañas. De los labios entreabiertos, resecos, escapa la respiración fatigosa con ritmo desigual...
—¡Ama... Patrona... Señorita Mónica... ¿Se siente mal? ¿Muy mal? Le duele la cabeza, ¿verdad?
—¡No... No me toque... Máteme... Máteme...! —delira Mónica en un girar de vagos y continuos gemidos—. ¡Eso no... Eso no...l ¡Suelte... Suelte... Déjeme...! —El débil cuerpo se agita desesperado y las manos se extienden en el aire como rechazando un cuerpo imaginario—. ¡Primero muerta... Primero muerta! ¡Tendrá que matarme antes! ¡No... No...! ¡No! ¡Oh...l
Toda ella se retuerce como en una lucha; sus propias manos, en el forcejear desesperado, desgarran el oscuro vestido. Colibrí, temblando, va hacia la puerta donde una recia figura varonil acaba de llegar, y angustiado explica:
—Está enferma, patrón... Tiene el mal... Sí, patrón, sí... Eso mismo... La fiebre, la peste, el mal... El que le daba allá en las barracas a los que cortaban la caña. ¡El mal que ella curaba!
—¿Qué estás diciendo?
—Lo tiene, patrón, está igual que los enfermos de allá. Así se movían, así gritaban... Y se va a morir, como se morían los hombres allá abajo, cuando estaban así... El médico dijo que la fiebre les quemaba la sangre...
—¿Qué sabes tú, charlatán? —rechaza Juan en un arrebato de malhumor.