El doctor se ha mordido los labios, bajo la mirada dura, fría, cortante, de Juan. Ha dado unos pasos dentro de la cabina, para mirar a Mónica, y regresa luego a donde él le aguarda inmóvil, con los brazos cruzados...
—Insisto en que debe usted desembarcarla.
—¿Y si no me fuera posible?
—Haríamos aquí lo que buenamente pudiésemos... Pero lo primero que necesita una enferma es una cama, una cama con colchones y sábanas... ¿Cuánto tiempo hace que están ustedes casados?
—¿Importa mucho eso para determinar la enfermedad de mi esposa?
—Aunque parezca mentira, importa bastante.
—Días nada más. ¿Qué va a hacer para bajarle la fiebre?
—En seguida voy a recetar... ¿Su señora se llama...?
—Mónica de Molnar...
—No es la primera vez que oigo ese nombre. Si no recuerdo mal, una de las primeras familias de la Martinica. No me engañé al mirar a su esposa... Se trata de una verdadera dama y... —Ha vuelto a callar, frente a aquellos ojos oscuros que relampaguean. Ha buscado, con mano insegura, lápiz y recetario, y aconseja—: Que traigan esto cuanto antes. ¿Su nombre de usted es...?
—¿Con él de ella no basta?
—Supongo que sí. Perdóneme si le parezco indiscreto... Un médico tiene a veces la necesidad de asomarse un poco a las almas de los que pretende curar...
Desde la puerta, la mirada del médico recorre por tercera vez la desolada estancia, se detiene con franca compasión en la enferma, y se clava luego, curiosa y sagaz, en el tostado rostro de Juan, para observarlo mientras deja caer cada palabra:
—La señora Molnar está muy grave... Tiene muy pocas probabilidades de sobrevivir... Para que estas pocas no se anulen, necesita cuidados y consideraciones excepcionales... Aun teniéndolos, será muy difícil salvarla...
—Haga lo posible, doctor...
—Ya estoy en ello... Pero lo posible, es poco en realidad. Por el momento me quedaré a su lado...
Ha vuelto a entrar en la cabina... Juan queda afuera, inmóvil, con los brazos cruzados. Junto al lecho, los ojos del médico ven la pequeña figura del muchachuelo negro, que fija en el rostro de Mónica los grandes ojos llenos de lágrimas...
Muy pálida, endurecido con un gesto severo el blanco rostro, Sofía D'Autremont ha aparecido entre las cortinas de encaje, y su sola presencia estremece a Aimée. Hay toda una acusación en aquellos labios apretados, en aquellos ojos claros y brillantes, que resbalan sobre la esposa del hijo único, como en un penetrante reproche sin palabras. Tras ella, como una sombra infausta, la cobriza figura de Yanina, en cuyas manos pone la dama el chal que cubriera sus hombros, mientras le da una orden sin mirarla:
—Déjanos solas y cierra la puerta. Cuida de que no llegue a interrumpimos nadie.
Ha esperado ver cerrarse la puerta detrás de la doncella, para acercarse más a la linda muchacha que tiembla a pesar suyo.
—¿Sabes de dónde vengo, Aimée?
—No, doña Sofía, no tengo el don de adivinar.
—No es necesario tanto. Te bastaría con que escucharas la voz de tu conciencia, si es que hay algo en ti que conciencia pueda llamarse.
—¡Doña Sofía...! —protesta Aimée, alarmada; pero su suegra la ataja con firmeza:
—Vengo de seguir en vano las huellas de ese bárbaro, en cuyas manos no vacilaste en poner a tu hermana inocente, pagando por ti, sacrificándose por tu infamia, aceptándolo todo para salvarte, hundiendo su vida para salvar la tuya...
—¿Por qué dice eso? ¿De dónde lo saca? Le aseguro que no entiendo...
—Entiendes demasiado. Yo soy la que casi no puedo comprender, la que cara a cara miro tu rostro de ángel y me pregunto cómo puede esconder una máscara así tanto cinismo, tanta hipocresía, tanta maldad... ¡y tú eres la esposa de mi hijo, tú eres la víbora a quien permití que se atase para siempre la vida de mi Renato! ¡Tú... tú...! yo he sabido demasiado tarde...
—¿El qué ha sabido? ¡No es posible que ni usted ni nadie sepa nada!
—¿Ni el notario Noel? ¡Ah, cambias de color! Pues bien, si, he hablado con Noel, le he obligado a decirme cuanto sabe, he atado los cabos necesarios...
—¿Pero están todos locos? —pretende defenderse Aimée con la angustia adueñándose de todo su ser.
—Ciegos hemos estado. Ahora, por desgracia, se ha hecho para mí la luz, aunque ya demasiado tarde. Ahora comprendo la actitud de tu hermana, la desesperación de tu madre, la insolencia de ese maldito que ha osado seguirte hasta aquí, hasta la propia casa de Renato. No puedes negarlo... ¡tú, y sólo tú, eres la amante de Juan del Diablo!
Como si la escupiese, como si la abofetease, han salido las palabras de labios de Sofía, y a su terrible impacto se doblan las rodillas de Aimée, se extienden sus manos y una congoja sin igual le sube a la garganta... De pronto, haciendo un supremo esfuerzo, se yergue vibrante, como la víbora acorralada que se levanta para atacar. Ha alzado la cabeza viendo brillar una nueva esperanza, un resquicio por donde escapar, una posibilidad a qué agarrarse...
—¿Qué puede saber Noel? ¿Qué puede haberle dicho?
—Tu actitud y la de ese canalla, ¿crees que no bastan? La forma en que te acercaste a él... la forma en que le hablaste. Te trató como a una cualquiera...
—Me trató mal, pero por culpa de mi hermana. Yo luchaba por defenderla a ella, quería convencerlo de que se marchara. Renato fue el culpable...
—¡Calla! No manches el nombre de mi hijo; bastante lo has manchado ya. A los pies de Noel se desmayó tu madre, espantada, temblando, al suponer, con razón, que mi Renato iba a matarte. Y aun me habló más, aun me contó más. Sé que estuviste a verlo antes de casarte, que estuviste en su casa preguntándole por ese hombre, por ese maldito Juan del Diablo que es pesadilla de mi vida desde el día aciago en que nació. Y tenía que ser él... él, tenía que ser con él, y por él, que traicionaras a mi Renato. ¿Confiesas... confiesas... lo declaras?
—No confieso nada ni declaro nada —niega Aimée rehaciéndose de su turbación—. ¿Para qué quiere obligarme a hablar? ¿Para ir a decirle a Renato...?
—¿A Renato? No, demasiado sabes que no he de decírselo a Renato. No finjas que no estás bien segura de que no voy a delatarte... ¿O es que quieres que te prometa la complicidad de mi silencio?
—Renato me matará... Y no seré yo sola a pagar un momento de debilidad y de locura, cuando aun no era su esposa... No seré yo sola a pagarlo... Lo pagaría también el hijo de Renato, al inocente criatura que llevo en las entrañas...
—¿Qué? ¿Cómo? —se sobresalta Sofía, sumida en una completa turbación.
—¡Que es carne de mi carne y que es también la sangre de Renato! Por él he callado, por él me he defendido, por él he aceptado el sacrificio de mi hermana, y ella quiso hacerlo, quiso sacrificarse por amor a Renato...
—Pero, ¿qué estás diciendo? —la interrumpe Sofía cada vez más sorprendida.
—¡Sí, sí, esa es la verdad! Si quiere usted saberla toda, toda entera, tengo que gritarla. Mónica estaba enamorada de Renato, me disputaba al que era ya mi prometido... Impulsada por los celos, acorralada por las circunstancias, cometí una locura. Después me arrepentí y lloré mucho. Sólo a Renato quiero con toda mi alma... ¡Sólo a él he querido siempre, y ahora me muero porque he perdido su amor y su confianza!
Sofía D'Autremont ha retrocedido queriendo rechazar aquellas palabras pérfidas y venenosas, comprendiendo a medias, a la vez sorprendida y espantada; mientras viendo que gana terreno, Aimée se alza para correr a ella, jugándoselo todo en un golpe de audacia:
—Pero no puedo más... no soporto más... Voy a decírselo todo a Renato, voy a confesarle la horrible verdad, voy a que me mate de una vez, ¡a que terminen juntos mi vida y la del hijo que...!
—¡Quieta! —la detiene Sofía en tono imperioso—. ¡No abras esa puerta... no des un solo paso! No seguirás haciendo cuanto se te antoje, no seguirás hiriendo y destrozando a cuantos tienen la desgracia de estar a tu lado... ¡No convertirás a mi hijo en homicida, acabando de destrozarle y deshonrarle! ¿Piensas que no le has hecho ya bastante daño? ¿crees que no tengo ya motivos de sobra para maldecirte?