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—¡Pagaré con mi vida y nadie tendrá que maldecirme! Por eso voy a llevársela a Renato... Que disponga de ella, que apriete de una vez esta garganta... ¿Por qué no dejó usted que me matara?

—Porque no eres tú quien ha de juzgar el castigo que merece tu falta, sino yo, que es a quien más has ofendido... yo, que te di mi hijo dichoso, feliz, lleno de ilusiones: yo, que creía, entregándotelo, velar por su felicidad, mientras tú le llenabas de fango; yo, que ahora te ordeno que calles... ¡Que calles, como callarán todos!

—¡No! —intenta protestar Aimée hipócritamente.

—¡Sí! Bien sé que la mitad de tus palabras son falsas; sé que, a pesar de tu desplante, no has de buscar la muerte. Quien ha sido capaz de callar frente a lo que tú has callado, tiene que ser demasiado egoísta para dejarse matar... Bueno, iba a obligarte a salir de esta casa, a hacer que huyeras, que te alejaras sin que mi hijo pudiera verte ni alcanzarte. Entré dispuesta a proteger tu vida, no por ti, que no la mereces, sino por él, que es lo único que me importa ya en la tierra... Pero ahora no voy a dejarte marchar, ahora te quedarás... Hace unas horas, si yo no hubiera entrado en la alcoba de ustedes, acaso habrías pagado ya tu deuda. Te salvé una vez y te salvaré definitivamente; pero vas a decir lo que yo te ordene, vas a hacer lo que yo te mande. ¡Te condeno a vivir, te condeno a callar, te condeno a expiar tu pecado, siendo para mi hijo no una esposa, sino una esclava!

Repentinamente, se dejan oír en la puerta unos golpes apremiantes, y es la voz de Renato la que llama:

—¡Mamá, mamá, ábreme en seguida! ¡Ábreme!

—Algo nuevo ha pasado —señala Sofía—. Pero no tiembles, prometí defenderte y yo sé cumplir mi palabra, Aimée.

—¡Mamá! ¿Es que no me oyes? —vuelve a llamar Renato, golpeando ya violentamente la cerrada puerta.

—Entra en ese cuarto —aconseja Sofía a Aimée—. No salgas, a menos que sea yo quien te llame. ¡Anda!

Sofía la ha visto obedecer, llevándose luego las manos al pecho, ahí donde el corazón late sobresaltado. Ella también tiembla, también está pálida, pero ha tomado una resolución heroica, ha decidido en un instante su actitud y su conducta futuras, y mientras va a franquear la puerta, algo parecido a una oración se eleva de su alma... una oración para el hombre que la llama impaciente.

—¿Qué ocurría? Temí tener que echar la puerta abajo. Con mirada de franca desconfianza, Renato D'Autremont ha recorrido la ancha estancia que es alcoba de su madre. Busca, con rabiosa impaciencia, le grácil figura de Aimée de Molnar, resbala la mirada sobre la puerta cerrada que da al cuarto-tocador de doña Sofía, y la vuelve a su madre, interrogadora y ardiente:

—¿Dónde está? ¿Dónde se ha escondido? ¿Por qué no me abrías?

—Porque me hallaba en el otro cuarto. No había escuchado que tocaras... Te ruego que te calmes... Estás fuera de ti... Es indigna la actitud que has tomado... Sé bien que eres un hombre, dueño y señor de todos tus actos, pero como madre tengo todavía algunos derechos, y no creo que pretendas negármelos...

—No se trata de eso. ¿Dónde está Aimée? Antes la libraste de mis manos, pero ahora no podrás... Ahora tendrá que responder satisfactoriamente, o su traición quedará probada. Y si tengo la verdad en la mano, si me ha traicionado, si me ha engañado...

—¡Basta! No tienes ninguna evidencia, puesto que aun hablas de ese modo. La verás cuando tú y yo hayamos hablado. Te exijo que te calmes, Renato. ¿Qué es lo que te pasa?

—Han hallado al segundo caballo cerca de la playa, en la costa del segundo valle. Muerto de fatiga, bañado en sudor, arañado por las zarzas, casi reventado tras la carrera inhumana que fue obligado a dar...

—Bueno —acepta Sofía con falsa serenidad—. Si Juan del Diablo salió de aquí llevándose dos caballos, es lógico que sean los que aparezcan tarde o temprano...

—Lo encontraron muy cerca del lugar, en que alguien, a toda prisa, había improvisado un pequeño muelle de tablas, para dar acceso seguramente a un bote... Eso quiere decir que Juan lo tenía preparado todo para una fuga, para un escape. Los mejores caballos de la casa escondidos en la maleza, el barco a dos horas de aquí, el muelle preparado para que él pudiera llevar cómodamente una dama. Salida franca para una fuga...

—O para un viaje de novios. ¡Quién sabe! —intenta Sofía restar importancia.

—No hay tal viaje de novios, pues Juan no sabía que yo iba a obligarlo a casarse con Mónica. Juan lo tenía todo dispuesto para llevarse a la otra, a la que de veras amaba, a la que de verdad era su amante...

—¡No es suficiente lo que has visto, para estar seguro de eso, Renato! —rechaza Sofía con enérgica determinación—. ¡No puedes tener la certeza...!

—No, no la tengo, madre —vacila Renato—, Pero esto es casi la certeza. Por eso busco a Aimée, y te ruego que me dejes con ella, que no intervengas. ¡Esta vez, tendrá que decirme la verdad... toda la verdad!

—Óyeme, Renato, es de urgencia lo que he de decirte: Me consta, estoy segura de que tu mujer no te ha engañado. He pasado horas junto a ella; la he acosado, la he enloquecido, la he obligado a hablar con absoluta sinceridad. Me lo ha contado todo...

—¿El qué te ha contado?

—Toda esta historia... Me la ha contado llorando, me la ha contado desesperada, y a mi no me ha mentido. No tenía por qué mentirme. Tú la has humillado, la has ofendido profundamente con tu violencia, con tus malos tratos...

—¡No he hecho sino querer saber algo a lo que tengo perfecto derecho!

—Has traspasado los límites, los procedimientos que un hombre decente debe emplear. Ahora mismo, ¿cuánto llevas bebido?

—¡No estoy borracho! Si ella te ha dicho... Pero, ¿es que no comprendes? He estado loco, desesperado; he buscado algo que me ayude a contenerme, a no herir como ciego, a no matar. ¡Que cuánto he bebido...! ¿Qué importa cuánto he bebido? Ni una sola gota de ese alcohol está en mi cerebro. Nada ha logrado calmarme; todo se lo ha tragado esta angustia, esta desesperación, esta rabia, este anhelo furioso de encontrar la verdad. ¡Ella tiene que decírmela!

—¡Ella no te ha engañado! Como esposa, no te ha engañado. Si acaso, como hermana de Mónica de Molnar.

—¿Qué quiere decir eso?

—Renato, hijo, escúchame y entiéndeme. Aimée no te ha traicionado como esposa, ha vivido para ti y es a ti a quien ama. Está desesperada por tu desconfianza, por la forma brutal en que la tratas. Tan desesperada, que ha llegado a preferir la muerte.

—¡Si fuera inocente, no tendría más que un anhelo! ¡Probarlo!

—No se considera inocente, porque te ocultó algo... Sí, toda esa triste historia de su hermana, sentimientos que tú ignoras y que ella no podía decorosamente participarte. Cosas íntimas, delicadas...

—No hay nada que mi mujer no pueda decirme. Si me ama, si me hubiese amado...

—Te ha amado y te ama... Si confías en mí, sabrás que soy tan celosa de tu honor como tú mismo puedas serlo.

—Siempre lo creí de ese modo, y es por eso que tu actitud me extraña...

—Siéntate y escúchame. No es cosa que pueda decirte en dos palabras. Sin embargo, hay algo que, aunque no soy la llamada a decírtelo, no puedo ocultártelo más. Ella, humillada por tu actitud, no hablará, y tú debes saberlo en el acto... Renato, Aimée va a darte un hijo...

—¿Qué? ¿Qué? ¡Un hijo!

Lentamente, Renato se ha sentado, ha echado hacia atrás la cabeza, cerrando los párpados, apretando los labios, y sobre el tumulto de su rencor, de sus celos, de su odio, de su amor frustrado, van cayendo lentas y suaves las trémulas palabras de su madre:

—Sería terrible que por la violencia de tus celos cometieras una injusticia. No te pido que lo aceptes todo, no te digo que corras a estrecharla en tus brazos, pero sí que moderes tu carácter. Ella, como esposa, no te ha engañado. Bien puede ser que sus pecados sean veniales, y hay algo que tienes la obligación de considerar: ¡Va a darte un hijo! ¡Va a ser madre!