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LOS OJOS DE Mónica se han abierto despacio, muy despacio, volviendo a cerrarse casi en el mismo instante, como si la luz los hiriese, y han vuelto a mirar por entre los párpados, semi-entornados, como reconociendo el extraño lugar en que se halla. Los grandes ojos claros de la ex-novicia se abren totalmente para mirar el rostro desconocido, de expresión noble y grave, de aquel hombre vestido de negro que inclina la cabeza cana, como consultando varias hojas de apuntes. Está tendida en una de aquellas literas, sobre un grueso colchón de lana. Bajo la cabeza dolorida, en la que las ideas parecen vibrar, salir y entrar inseguras y vagas, hay almohadas, y finas sábanas de hilo cubren su cuerpo vestido con un ropón liso y blanco. Las débiles manos rechazan un poco las sábanas... la cabeza de rubios cabellos enmarañados se levanta ligeramente, con esfuerzo. Trata de incorporarse, cuando...
—¡Caramba, si ha despertado usted! ¿Cómo se siente? El hombre vestido de negro ha llegado hasta ella, ha tirado de una banqueta con la absoluta naturalidad de quien está acostumbrado a moverse en aquella estancia, y ha buscado el pulsó de la enferma mirándola con ojos bondadosos y cansados a los que asoma la esperanza, mientras aconseja:
—No se mueva ni hable; no haga ningún esfuerzo. Está mejor, ¿sabe? Está mucho mejor, pero es preciso que no cometa la menor imprudencia. Ahora mismo voy a enviar por algo que necesita tomar.
La rubia cabeza de Mónica se estremece queriendo en vano fijar las imágenes que ahora pasan como en un torbellino. ¿Quién es aquel hombre? ¿En qué lugar se encuentra? ¿Está viva o muerta? ¿Sueña o ha perdido la razón? No recuerda haber visto jamás aquella estancia, no recuerda haberse acostado nunca en un lecho semejante, y el aire fresco que penetra por las ventanas tiene un áspero olor a salitre y a yodo. Es el aire del mar muy cercano... Está en un barco... sí, está en un barco, y enferma, gravemente enferma. Pero, ¿cómo está allí? ¿Por dónde llegó hasta aquel barco? Las imágenes se hacen más precisas. Recuerda... recuerda el valle de Campo Real, la lujosa mansión de los D'Autremont... Sofía, Renato, Catalina... Aimée, Juan... Juan del Diablo! Y al tomar cuerpo esta verdad en su mente, prorrumpe en un sollozo:
—¡Dios mío... Dios mío...!
—¿Qué le pasa? —acude solícito el doctor—. ¿Siente algún dolor, alguna molestia especial? Dígamelo, hija, dígamelo sin afligirse. Trate de explicarme lo que siente.. Soy el doctor Faber, su médico, y llevo tres días junta a usted, aunque no recuerde, haberme visto antes. Ha estado con fiebre muy alta y algo fuera del mundo, pero lo peor ha pasado ya, y Dios mediante...
—¡Oh... Jesús! —exclama Mónica con el espanto reflejado en su pálido rostro.
—¿Qué tiene? ¿Qué le pasa? Cálmese. ¿Por qué se asusta de ese modo? No va a pasarle nada, se lo aseguro... —El doctor Faber ha tratado en vano de calmarla, pero al desplomarse Mónica desvanecida, con tono casi áspero, reprocha—: ¡Ah, caramba! Ha aparecido usted de repente, y me temo que al verle se ha asustado. Mire usted en qué forma tan tonta acaba de desmayarse...
El hombre cuya presencia provocara el desmayo de Mónica se acerca muy despacio, sereno y triste, y queda inmóvil, mirándola... Ahora, sin las rosetas de la fiebre, las mejillas de Mónica son más blancas que las blancas sábanas en que se envuelve... La mira y la halla hermosa, extraordinariamente hermosa, a pesar de su aspecto débil, enfermizo, con una belleza doliente que la hace más niña.
—Está mejor, ¿verdad, doctor?
—Infinitamente mejor... Pero este desmayo... este desmayo... ¡Vaya, menos mal, creo que ya vuelve en sí!
—¿Quiere dejarme con ella, doctor?
—¡No, doctor, no se vaya! —suplica Mónica francamente angustiada, dueña ya de sus facultades.
—¿Eh? —se sorprende el doctor—. Su esposo quiere hablarle a solas, hija mía. —Y volviéndose a Juan, recomienda—: Caballero, a lo que parece se trata de un capricho de enferma, pero me atrevo a rogarle...
—No se preocupe, doctor —le interrumpe Juan con serena amabilidad—, yo soy el que se va.
Lentamente, el rumor de los pasos de Juan ha ido apagándose, mientras Mónica vuelve a entornar los párpados, sintiendo que otra vez desfallecen cuerpo y alma. Ya sabe dónde está, ya recuerda con verdadero horror cuanto ha pasado: es la cabina del Luzbely está casada con Juan del Diablo. Las lívidas imágenes de aquella pesadilla que fueron sus últimas horas en Campo Real, danzan como una zarabanda en su razón aun vacilante. Después, la espantosa carrera sobre los campos, la lucha al borde de la playa, las manos de aquel hombre atenazándola, arrastrándola al bote, arrojándola al fondo de aquel cubil inmundo, y luego la sombra, la oscuridad, las nubes rojas de la fiebre. No recuerda más... no puede recordar más... ¿qué otra cosa ha podido pasar? Ni los cobardes marineros incapaces de ampararla, ni el Dios a quien invocara desesperada, lo han evitado...
—¿Cuántos días hace que estoy en este barco, doctor? ¿Cuándo llegamos a Saint-Pierre? ¿Cuándo le llamaron?
—¿A Saint-Pierre?
—Sí, doctor, a Saint-Pierre. El barco está anclado... ¿O no? ¿No estamos en puerto? ¿No estamos en Saint-Pierre?
—Estamos anclados en el canal, frente a Grand Bourg, capital de María Galante. Su Saint-Pierre está a muchos cientos de millas más al Sur...
—Entonces, ¿estoy sola... abandonada...? —se espanta Mónica.
—No creo que "abandono" sea la palabra exacta. Su esposo es un muchacho fuerte y áspero como buen marinero, pero, si he de serle franco, diré que por lo menos en los cuatro días que llevan ustedes frente a María Galante, no ha podido portarse mejor. Ha transformado, en lo posible, esta pequeña cueva... y no ha omitido ningún gasto para proporcionarle a usted las mayores comodidades. Claro que lo sensato hubiera sido desembarcarla, llevarla al hospital. Yo hasta le insinué a su esposo la posibilidad de dejarla mientras él termina su viaje, pero no accedió y... me parece razonable. Después de lo que le he visto atenderla y cuidarla, considero que sería para él muy duro separarse de usted...
—¿Él me ha atendido? ¿Él me ha cuidado?
Mónica ha callado de pronto. Bajo el embozo de las sábanas se ha mordido las manos para no gritar, porque la idea horrible ha brillado más clara. ¿Por qué había de atenderla Juan del Diablo? ¿Por qué había de mostrarse con ella generoso y humano? ¿Por qué había de gastar esfuerzo y dinero en conservar su vida, sino porque aquel horrendo matrimonio se había consumado ya, porque era en realidad su esposa, porque contra toda su voluntad, en su estado de inconsciencia, le había pertenecido, porque era plena y totalmente la esposa de Juan del Diablo?
—No quisiera ser indiscreto, señora... Humm... Molnar es su apellido; señora Mónica de Molnar, ¿no es así? Bien, digo que no quiero ser indiscreto, pero sí deseo asegurarle que en mí puede usted tener un amigo dispuesto a servirle en lo que usted necesite si llega el caso. Soy el doctor Alejandro Faber, médico titular del hospital de Grand Bourg, ciudadano francés, viudo y mayor de edad, como indican mis canas. No tengo familia y usted me recuerda de un modo extraordinario a mi única hija, que tuve la desgracia de perder hace cinco años. Además, la simpatía es una cosa espontánea, y le aseguro que conmigo puede ser franca. ¿Tiene algo que pedirme, hija mía? ¿Desea algo? ¿Hay algo que yo pudiera hacer por usted?
¡Con qué desesperado impulso hubiese gritado Mónica pidiendo ayuda, protección, amparo contra Juan del Diablo! ¡Con qué ansia dolorosa le hubiese rogado a aquel anciano que rompiese sus cadenas, que la rescatase, salir de aquel cubil, dejar aquel barco, no ver más el rostro que la aterra, el duro y feroz rostro de Juan del Diablo! Pero hay un pudor invencible que paraliza su lengua y sus manos, como una gran vergüenza sin nombre, como un último refugio de su dignidad... Al fin y al cabo, ¿qué ha hecho Juan del Diablo más que aquello a lo que su matrimonio le da derecho? ¿Cómo pedir ayuda contra él, sin denunciar la horrible circunstancia que la obligó a entregarse a todo riesgo? Como un temblor de fiebre, la sacude la protesta de su cuerpo y de su alma, pero se paraliza sin llegar a brotar...