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—Me atrevería a rogarle... ¿Quisiera usted escribir a mi madre, doctor Faber?

—Desde luego. No faltaría más... ¿Qué debo decirle?

—Que estoy viva y que no sufra por mí, que no se afane... Mi madre es Catalina de Molnar, Campo Real, La Martinica. No creo poder escribirle yo directamente, pero sus letras la tranquilizarán. Se lo agradeceré mucho, doctor.

—No habrá razón. Se trata de un servicio insignificante. Lo haré hoy mismo con el mayor gusto. ¿Qué más debo decirle?

—Nada más. Y por favor, que quede entre nosotros...

—Desde luego. Y ahora, hija mía, debo dejarla. Es la hora de mi visita al hospital. Si quiere que llame a su esposo...

—No llame a nadie. Si alguien pregunta, diga que estoy dormida...

—Como usted lo desee... Hasta la tarde... Con paso mesurado, el doctor Faber ha dejado la cabina del Luzbel, cruzando despacio hacia la escala. Junto a la proa, sentados en el suelo, cuchicheando en voz baja, están sus cuatro tripulantes. Lejos de todos, sobre el rollo de cuerdas de la popa, cruzados los brazos, la mirada lejana perdida en el mar, Juan del Diablo... Un instante desvía el médico sus pasos para acercarse a él, que al verle se levanta con brusco movimiento, preguntando:

—¿Ya se va, doctor?

—Por unas horas nada más. Creo que puedo hacerlo sin riesgo. Su esposa ha mejorado notablemente. Tanto, que de no sobrevenir una recaída, casi podría decirle que no tiene ya peligro de morir...

—Me alegro mucho, doctor. —Desmintiendo el tono seco y cortante, los ojos oscuros de Juan se han iluminado. Ha sentido como si su pecho se aflojase, como si pudiese respirar mejor, pero rechaza aquel alivio que a él mismo le sorprende, y apostilla—: Supongo que le habrá hecho depositario de sus quejas. ¿No le ha pedido ayuda, protección, auxilio? Claro que usted no va a repetírmelo a mí. Usted, naturalmente, se ha sentido su caballero andante, su amigo incondicional. De lo que vaya a hacer, si es que va a hacer algo, me enteraré cuando surja el escándalo...

—No diga cosas absurdas. Nadie va a escandalizar. Ella no se ha quejado... —Otra vez, los oscuros ojos de Juan se han iluminado; otra vez, aquel resplandor que no quiere dejar brotar, se asoma a sus pupilas, y el viejo médico, al advertirlo, arriesga una especie de pregunta—: No sé si tiene usted algo que reprocharse...

—Yo no me reprocho nunca nada, doctor Faber.

—Mejor entonces. Había llegado a temer, pero ya veo que me engañé, y me agrada. Me agrada extraordinariamente haberme equivocado el primer día... No lo tome a mal, pero me pareció usted una especie de pirata. Llegué hasta a temer que la que nombraban su esposa, fuera sólo una dama secuestrada por usted y su gente. Fantasías de otros siglos, ¿verdad? La culpa es de las muchas leyendas que se han tejido alrededor de estas islas, tan bellas como salvajes. Su esposa es francesa, ¿verdad?

—Nació como yo, en la Martinica; pero sólo hace seis meses que regresó de Francia, a donde la llevaron de niña.

—Ya... De cualquier modo, su esposa está tranquila por el momento, y es lo único que necesita: una absoluta tranquilidad, la seguridad de que nadie va a contrariarla ni a ejercer violencia sobre ella. Ahora duerme, y, como le dije, su mejor receta es el descanso. Hasta la tarde, señor mío...

Ha extendido la mano fina y cuidada de caballero, pero Juan finge no advertir el gesto amistoso. Mordiéndose levemente los labios, disimula también el médico, aunque cambian su tono y su mirada, al comentar:

—Su esposa es una dama, una gran dama. Lo comprendí al mirarla... Luego, até cabos, y ahora hay un nombre que me suena: Campo Real. Es un lugar famoso en todas las Antillas, unido al apellido D'Autremont, el de los más ricos e importantes terratenientes de la Martinica... No hace mucho, el joven D'Autremont casó con una Molnar... Molnar es el apellido de su esposa, no el de usted... Perdóneme si soy indiscreto... ¿Usted se llama...?

—¡A mí me llaman Juan del Diablo!

El doctor Faber ha quedado inmóvil, mirando frente a frente a Juan, demasiado sorprendido para poder hablar, pero el hosco y cerrado rostro de su interlocutor es bastante elocuente en su expresión dura, helada... Se limita, pues, a inclinar la cabeza en un ambiguo gesto de despedida, cruzando rápidamente la cubierta rumbo al costado del que pende la escala...

—Segundo, prepárate a ir a tierra. Puedes ir tú solo al remo. En el bote grande, que vayan Francisco y Julián.

—¿A dónde, patrón?

—A traer dos pipas de agua. El Anguila que se quede de guardia en la proa... Ellos, agua; y tú, las provisiones necesarias para zarpar tan pronto como hayan regresado. Pero no digas una palabra a nadie. Da las órdenes precisas, y basta. Aquí tienes el dinero, estate atento y sal cuanto antes a lo que te he mandado. ¡Aguarda! Compra también frutas, una cesta grande... Las mejores que encuentres... y además, alguna ropa de mujer...

—¿Ropa de mujer?

—¿No sabes comprarla? Vestidos, blusas, faldas... ¿Nunca compraste ropa de mujer? Trae también un chal de seda. Por las noches está refrescando... Y una manta para la cama... ¡Ah! Y compra un espejo grande. ¡Date prisa!

—Volando, patrón...

Segundo ha corrido para obedecer las órdenes de Juan. Un instante, el patrón del Luzbelcontempla el panorama de la ciudad, frente a la que su barco está anclado. Aspira con fruición el aire cargado de salitre, llenándose con él el pecho, como si reuniese las fuerzas necesarias para una determinación definitiva, y luego, paso a paso, se dirige hacia la cabina.

—¿Estás despierta ya?

Mónica no responde, porque no acuden a sus labios las palabras. Ahora su mente está maravillosamente clara, diáfana... Como si hubiesen arrancado de sus ojos los velos de niebla que le ocultaban la realidad, contempla su triste situación cara a cara... Aquel hombre es su dueño, es el esposo que ha aceptado, del que en vano ha pretendido huir... Aun le inspira terror pensar que seguramente le ha pertenecido, aun arde en sus mejillas la llamarada del rubor, considerando que aquel rudo marino, a quien sólo puede mirar como a un extraño, tiene el secreto de su intimidad...

—Supongo que no has perdido el tiempo, y que has encontrado en el doctor Faber un mensajero servicial...

—No comprendo lo que quiere decirme...

—Comprendes demasiado. Hasta yo comprendo. El doctor Faber es de tu clase, de tu casta. Le bastó escuchar el apellido Molnar, para asociarlo a D'Autremont. No es ajeno a la fama de Campo Real y, naturalmente, se sorprende, se queda pasmado, no acierta a explicarse por qué razón estamos casados. Siento que lo precipitado del viaje me haya impedido traer certificados y papeles, esos importantes papeles sin los que no puede vivir la gente de cierta clase. Me hubiera gustado verle abrir la boca de asombro cuando leyera: "Yo, Padre Vivier, cura párroco de Campo Real, declaro haber unido en legítimo matrimonio a Mónica de Molnar con Juan, sin apellido, conocido por Juan del Diablo"... Habría que ver su cara de espanto... Sólo por eso, siento no haber traído los papeles; pero podemos mandarlos a buscar. ¿Piensas que Renato será lo bastante amable para mandarlos?

—No pienso nada, y si se ha acercado usted a mí sólo para atormentarme...

—Todo lo contrario... Antes quise decírtelo, pero le pediste al médico que se quedara en mi lugar, supongo que para pedirle protección y ayuda... Por eso he tomado mis precauciones. Yo no soy de los que se dejan atrapar, ni de los que sirven de juguete al capricho de las mujeres. —Ha espiado el rostro de Mónica, ha quedado aguardando su protesta, sus súplicas, acaso sus lágrimas, pero nada cambia en el pálido rostro de la enferma... Ni una frase, ni un gesto, ni una palabra... Y recuerda—: Los barcos se hicieron para navegar, no para estar anclados.