—Opino iguaclass="underline" los barcos se hicieron para navegar...
—Y nosotros vivimos en un barco. —Juan ha vuelto a quedar silencioso, mirándola, aguardando sus palabras, y la tranquila mansedumbre de Mónica parece inquietarle—: ¿No te importa seguir viaje?
—¿Cambiarían en algo sus proyectos que me importara?
Mónica ha entornado los párpados. Parece ausente y lejana. Sin poder contenerse, Juan llega hasta el borde mismo del lecho, y se detiene al verla temblar...
—No tengas miedo, que no voy a hacerte nada.
—No tengo miedo. Lo único que podría hacerme ya, es matarme, y eso no me importa. ¡Se lo he rogado tantas veces en vano!
—¿Me has tomado, como tu doctor Faber, por un pirata, por un asesino profesional? Pero, ¿qué te pasa? ¿Por qué estás llorando? —Ha visto rodar una lágrima por la pálida mejilla de Mónica; una lágrima que escapa furiosa de los párpados entornados—. No llores... Te hace daño... No tienes por qué llorar ni por qué asustarte. No va a pasarte nada, absolutamente nada. ¿No basta que yo te lo digo? Si necesitas otro médico más adelante, lo tendrás...
—El doctor Faber era mi amigo —apunta Mónica sin poderse contener—. Ahora no tengo a nadie...
—Amigos no te faltan en el Luzbel. En cuanto a mí...
—¡No me toque usted, Juan!
—Naturalmente que no la toco. No se preocupe, no tengo ningún interés en tocarla.. Quédese en paz...
Hondamente sentido por la actitud de Mónica, Juan ha abandonado la cabina, subiendo a cubierta donde casi se tropieza con su segundo que parece seriamente agitado, y vuelve con frecuencia la cabeza para mirar hacia la costa cercana, por encima de la borda. Intrigado, Juan pregunta:
—¿Qué tienes? ¿Qué te pasa?
—¡Por fin...! Ahí están ya los muchachos con las pipas de agua. También compré un barril de galleta y un poco de carne salada... Sus otros encargos están ahí: las frutas, la ropa y el espejo. Acababa de ponerlos en el bote, salté otra vez para buscar aguardiente y tabaco, cuando...
—¿Quieres acabar de decirme lo que pasa? —se impacienta fuan.
—El doctor, patrón. El doctor, con el jefe de la guarda del puerto, en un coche, por aquel lado... Lo vi muy bien... Hablaba como acalorado y dos veces señaló con la mano al Luzbel. ¿No comprende? Le decía algo de nosotros... Usted sabe que anclamos sin permiso, sin haber mal tiempo ni tempestad...
—Traíamos un enfermo a bordo...
—Una enferma, patrón, una enferma que... Bueno, usted es quien sabe... Pero para mí que el médico nos estaba denunciando... Algo tendrá que denunciar... Usted sabrá si tiene algo que denunciar... Pero me dejo cortar la cabeza sí antes de una hora no tenemos aquí la visita del capitán del puerto con sus guardias.
—Antes de una hora, estaremos fuera del canal.
—Por eso mandé subir los botes y correr a los muchachos... Yo podré hacerle cara a usted como hombre, patrón, pero a la hora que los del otro lado quieran cerrarnos el paso, soy el segundo del Luzbel, y nada más.
—No tenemos por qué huir de nadie. Zarparemos porque llegó la hora de zarpar y hay buen viento... Que la gente se prepare... Coge el timón tú mismo, y pon proa al Norte hasta que yo te dé orden de lo contrario...
Una brusca sacudida estremece al Luzbel, virando ya en el canal... Dos violentos bandazos indican que el viento sopla ya sobre las velas grandes, y crujen a su impulso los cables y las gavias...
Un coche cubierto de polvo se ha detenido frente a la escalinata lateral de la opulenta residencia de los D'Autremont. Sin dar tiempo a que el lacayo trate de ayudarla, baja de él Catalina de Molnar, salva los breves escalones con paso incierto, y va a tomar la ancha galería cuando, surgiendo de la puerta de la biblioteca, se dirige hacia ella el notario Noel, con un saludo a flor de labios:
—Señora de Molnar... Pero, ¿es usted...?
—He regresado a cuanto pudieron correr los caballos. Necesito ver a Renato, hablar con él inmediatamente... ¡Ay, Noel! El barco de ese hombre maldito no está en el puerto y, según me han informado, ni siquiera pasó por allí... ¿Dónde está Renato? Necesito hablarle, decirle... Sí, decírselo todo. ¡No callaré más! Me estoy muriendo por haber callado, por haber hecho caso de todos, por haber obedecido a la propia Mónica cuando me mandó callar... Déjeme ir donde está Renato... Déjeme decirle... —Catalina se detiene un momento al ver acercarse a Sofía, y exclama—: ¡Ah, señora D'Autremont...!
—Catalina, acabo de ver el coche. Me dijeron que usted llegaba de Saint-Pierre...
—He llegado desesperada... Necesito hablar con Renato en el acto... ¿Estaba con usted? ¿Dónde está? Por favor. Noel, búsquelo, llámelo... Vea que me faltan las fuerzas...
Abrumada, sintiendo que se doblan sus rodillas. Catalina de Molnar se ha desplomado en una butaca de aquel despacho donde el notario la ha conducido, y mientras corren las lágrimas de la triste madre, Sofía D'Autremont parece disponerse a dar otra batalla, al recomendar al anciano notario:
—Cierre esa puerta. Noel. Y usted, Catalina, tenga un momento de calma...
—Es imposible esperar más. Es preciso que las autoridades intervengan, que se avise a los puertos, que se busque por todas partes... ¡Es necesario salvar a mi hija Mónica! ¡Yo soy la culpable! Debí haber gritado... No debí haber consentido jamás...
—Sí, Catalina, debió usted haber hablado antes, mucho antes. No debió haber consentido jamás que Aimée se casara con mi Renato, pero ya está hecho. El delito de callar se ha realizado, y ahora es preciso seguir callando... Ustedes hicieron todo esto: Usted, Aimée, Mónica... Mintieron, engañaron, alzaron un tinglado de mentira y de farsa... Ahora está en juego el corazón, el honor, la vida entera de mi hijo, y no va usted a clavar otro puñal en su alma ya desgarrada... ¡No va usted a destruir con una palabra la obra de mi lucha titánica!
—¿Qué pretende usted, Sofía? ¡Mi hija está en manos de ese pirata!
—Ella eligió su camino; ella aceptó todo el riesgo, con tal de salvar la vida de su hermana y la felicidad de Renato... Mónica sabía lo que le aguardaba...
—No sabía nada. ¿Cómo podía saberlo? Ella y yo pensábamos, esperábamos que ese hombre la dejaría volver a su convento, y allí fui yo directamente al llegar a la capital... Pero en su convento nada saben de ella... Corrí después a nuestra vieja casa, traté de indagar entre los amigos y conocidos. Nadie sabe nada. Entonces fui a las oficinas del puerto, pero nada pudieron decirme del barco de ese hombre, sino que no le han visto desde hace muchos días. ¿Comprende usted lo que eso significa? Ese hombre arrastró a mi hija a su barco, la obligó a seguirlo...
—Tal vez no fue obligada. Ella le había aceptado como esposo legítimo...
—Ella se dejará matar antes de ser suya, y ese infame la ha arrastrado a la fuerza para consumar su venganza. Le creo capaz de todo...
—Pero, sin embargo, no fue usted capaz de impedir que llegara hasta sus hijas. Sufrió usted su presencia, toleró su amistad...
—¡No, no, ese hombre no pisó jamás mi casa! ¡Lo juro! La verdad es que yo nada sabia... Temía, sospechaba... Aimée era sólo una niña caprichosa, alocada... Su culpa...
Catalina ha callado desesperada, como detenida entre los dos abismos a que pueden llevarle sus palabras, y fieramente Sofía D'Autremont se impone:
—Quiero pensar que no hubo en Aimée verdadera culpa, quiero creer que se trató de una locura sin importancia, de un estúpido y caprichoso devaneo... Creo y juzgo que toda la culpa es de ese canalla, de ese pirata...
—No quiero disgustarla, pero no es esa mi opinión, doña Sofía —interviene Noel, que ha estado observando la escena guardando un discreto mutismo—, Juan estaba transfigurado de felicidad por el amor de la que juzgaba le era fiel...