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—No interesan aquí los sentimientos de ese bastardo a quien no creo capaz de amar como usted pretende, Noel —desprecia Sofía con odio y rencor en la voz—. Tengo que pensar que él, y sólo él, fue culpable, o no podría perdonar a la que es esposa de mi hijo. Me fuerzo a la indulgencia para la que es ya una D'Autremont, porque lleva el nombre de mi casa y porque será madre de un D'Autremont. Defiendo a los míos, a los que llevan mi sangre, y, por esa sangre y ese nombre, he defendido a Aimée contra mi propio hijo... ¡La he salvado de una muerte cierta, porque yo sí sé que mi hijo Renato es capaz de matar, y sé también que hubiera tenido toda la razón y todo el derecho!

—Pero es que yo... —pretende protestar tímidamente la angustiada Catalina.

—Usted calló cuando debió haber hablado. Ahora quiere hablar, cuando es necesario que calle. No pude impedir el primer error, pero no permitiré que se produzca el segundo.

—¿Me obliga entonces a abandonar a Mónica? Renato tiene influencias, amistades... él puede hacer que detengan ese barco...

—Haremos lo posible, pero sin que intervenga Renato. Que mi hijo no sepa, que no sospeche, que ninguno de ustedes dos diga una sola palabra que pueda dar pábulo a que renazcan sus sospechas... ¿Ha entendido, Noel?

Noel ha inclinado la cabeza sin contestar. Catalina junta las manos, mirándola con ansia, y es Sofía quien dispone decidida y rápida:

—Vuelva usted a Saint-Pierre, Catalina, y aguárdeme en su casa. Dentro de unas horas estaré en ella. Iremos juntas a ver al Gobernador, solicitaremos toda la ayuda de las autoridades, haremos cuanto sea preciso, pero que ni una sola gota de este fango alcance a mi hijo... Acompáñela usted, Noel, y no olvide mis palabras. ¡El único culpable de todo esto es Juan del Diablo, y nada importará si es necesario hacerlo ahorcar!

—Buena marcha llevamos, patrón. Quince nudos desde que salimos de María Galante. Si viráramos a estribor amaneceríamos en Monserrate, podríamos detenernos a comprar lo que nos hace falta, y...

—No vires para ninguna parte. Dije proa al Norte.

Han pasado dos días... Con las velas henchidas, inclinado hacia estribor, tensos por la fuerza de la rápida marcha los cordajes y los manteles sobre la arboladura elástica, cruza el Luzbelcomo si volara. Más que un barco se diría una gaviota que pasa arrastrando sobre la espuma las blanquísimas alas, una saeta que va a un punto fijo con un solo propósito: alejarse, poner leguas y leguas de mar entre la frágil nave y todo cuanto dejaron allá abajo.

—Pronto van a faltarnos provisiones, patrón —insiste Segundo.

—Nos aprovisionaremos más adelante, echaremos un bote en cualquier costa desierta, pero hoy no... ni mañana. ¿Entendiste?

—Sí, patrón, usted no quiere que nos alcancen...

—Ni que nos vean de lejos. No quiero darle el gusto a nadie de saber dónde estamos. Proa al Norte hasta que yo te mande virar, Segundo.

Mónica ha despertado estremecida, como siempre que sus ojos recorren el reducido panorama de aquella cabina semidesierta. Es como si mirase las paredes de su cárcel, como si volviese a la conciencia de aquella extraña esclavitud en la que hasta la esperanza de escapar se apaga. Pero al volverse con gesto doloroso, los grandes ojos dulces, tristes y cándidos del niño negro le llegan al alma como un cálido aliento de ternura.

—Está mejor, ¿verdad, mi ama? Ya no tiene fiebre... Seguro que ya no le duele la cabeza...

—No, ya no me duele. Colibrí.

—¿No va a comer? El amo me dijo que le preguntara. Aquí hay de todo: té, galletas, azúcar y una cesta de frutas grande, grande. El amo dijo que eran para usted y que no las tocara nadie. Para usted sólita mandó a Segundo que las buscara, porque el médico dijo que eso era lo que tenía que tomar. Antes, cuando usted estaba más mala, el amo mismo le hacía tomar jugo de piña y de naranja, y té con mucho azúcar, y me mandaba a mí que lo preparara. Yo sé prepararlo, mi ama. ¿Quiere que le haga una taza? Si no come nada se va a morir de hambre, mi ama.

—Supongo que es lo mejor que puede pasarme...

—¡Ay, no, mi ama, usted no va a morirse! ¡Lo que yo tengo llorado y rezado para que no se muera...! Yo y los otros; todos en el barco queríamos que usted se curara... El Anguila, el Francisco, el Julián... y el Segundo, que es el que manda más después del amo, estaba que mordía y que daba patadas, porque decía que el amo la iba a dejar que se muriera, y que si el patrón hacía eso era como para matarlo...

—¿El Segundo...? ¿El Segundo dijiste?

—Segundo se llama, y es el segundo en el Luzbel. Qué gracioso, ¿verdad?

Entre las almohadas, Mónica sé ha incorporado con algo parecido a una sonrisa en los pálidos labios, y a su sonrisa responde la de Colibrí mostrando la doble sarta de sus dientes blanquísimos, aprovechando el ademán para insistir:

—¿Le hago el té, mi ama?

—Si te empeñas, hazlo... Oye, Colibrí, ¿dónde estamos?

—¡Dios sabe! Yo no veo sino mar por todas partes.

—¿No sabes tampoco a dónde vamos a llegar?

—Ni yo ni nadie. El barco lo lleva el amo, y cuando el Segundo o el Anguila cogen el timón, van por donde él les manda.

—¿No les interesa saber a dónde los lleva? ¡Mucho confían en él!

—El patrón sabe.

—¿Sabe...? —repite Mónica con extrañeza.

—A lo que parece, lo dudas, y no hay razón para dudarlo. Catorce años llevo recorriendo este mar de Norte a Sur, de arriba abajo, de Monserrate hasta Jamaica, de las costas de Cuba hasta las de la Guayana... ¡Catorce años!

Juan ha llegado hasta el centro de la cabina, mirando a Mónica que al verle cambia; aprieta los labios, vuelve a dejar caer la cabeza sobre las almohadas y queda otra vez inmóvil, mientras él la contempla dolorido un instante, para sonreír luego con gesto de sarcasmo, al decir:

—Parece que mi presencia te aumenta la fiebre...

—El ama no tiene fiebre ya —indica Colibrí con ingenuidad.

—Buena noticia. Vamos a tener que celebrarla, y como no hay aguardiente a bordo, será con té. Trae otra taza para mí, Colibrí. Anda...

La mano de Mónica, extendida un instante como para impedir la salida de la estancia de Colibrí, ha caído sobre las sábanas, y su mirada rehuye la de Juan, mientras el corazón parece apresurar sus latidos. Es una angustia, es un secreto espanto el que le produce la presencia, ahora serena y grave, de Juan. Sin embargo, mirándolo despacio, cuánto ha cambiado... ya no viste sus ropas de caballero; se diría un marinero más, la gruesa camiseta de anchas rayas, el blanco pantalón descuidado, la gorra de visera oscura echada hacia atrás mostrando la frente despejada y un mechón de rebeldes cabellos... Ahora, con las mejillas rasuradas, sin la llama del alcohol en los ojos oscuros, parece más joven, su voz no suena a cólera ni hay un fermento tan amargo en sus palabras:

—Ya veo que estás mejor. No sabes cuánto lo celebro. Al no necesitar otra vez de médicos nos ahorras una escala. Es una positiva ventaja...

—No comprendo por qué se preocupa tanto. ¿Qué importa mi salud? Con dejarme morir bastaba.

—¡Vaya! Al fin te has dignado hablar en mi presencia. Algo vamos ganando.

—¿Para qué me atormenta?

—No quiero atormentarte, a menos que sean para ti un tormento mi presencia y mis palabras más vulgares. Es muy difícil evitarse en un barco tan pequeño, teniendo un solo cuarto y muchas leguas de mar por delante...

—¿A dónde vamos?

—No vamos a ninguna parte. Esta es nuestra casa, aquí habitamos. Espero que algún día serás lo bastante razonable para llevarte a tierra sin peligro de que me delates.

—Pero, ¿qué se propone con todo esto?

—¿Yo? Nada. Vivimos... Este es mi trabajo, ésta es mi casa. Podría ser una cabaña, o un palacio. ¿Cómo pensaste que podría ser tu vida casada con un marinero? ¿Querías que te dejara en el puerto? No, ya tuve una experiencia y me costó muy cara: quien deja una mujer en el puerto corre el peligro de no encontrarla, o de encontrarla junto a otro.