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—¡Oh, basta, basta de burlas y de sarcasmos! ¿Hasta dónde va a llevar esta horrible farsa? ¿No se ha vengado lo suficiente ya? ¿No se ha cobrado en mi el mal que pudo hacerle mi hermana? ¿No está ya satisfecho?

—Satisfecho, ¿de qué? Esto no es una farsa. Tengo entendido que nos casaron de verdad, y yo...

Mónica se ha incorporado violentamente, sintiendo que sus mejillas arden. No podría soportar ni una palabra más, no podría sufrir la alusión que le espanta en labios de Juan. Enloquecida se ha puesto de pie, ha querido dar un paso, huir, pero sus rodillas se doblan. Impidiendo que caiga, la sostienen los brazos de Juan. Un instante tiembla en sus manos el cuerpo frágil, casi desmadejado... La ha alzado como a una criatura; semidesmayada ha vuelto a ponerla blandamente sobre la litera, y queda contemplando el pálido rostro por donde otra vez corren las lágrimas.

—Iba a dejarte en María Galante, iba a entregarte al doctor Faber para que te devolviese a tu casa, a los tuyos... Eso fue lo que quise decirte, para eso le pedí al doctor que nos dejase hablar a solas, pero no quisiste escucharme. Preferiste hablar con él, congraciarte para que me delatara; preferiste calumniarme, traicionarme, burlarte otra vez de mis sentimientos, de mis estúpidos sentimientos...

—¡No, Juan, no...! —protesta Mónica confusa.

—¡Sí! Quisiste que me acosaran como a una fiera, abusar de que soy Juan sin nombre, apoyándote en los de tu casta, en los de tu clase... Quisiste vencerme, ¡y no me vencerás con esas armas! ¡Te lo juro! ¡No volveré a tener piedad!

—¡Juan! Yo no le dije al doctor Faber que le delatara... Sólo le pedí que escribiese a mi madre, que le dijese que estoy viva. ¡Lo juro! ¡Lo juro! Sólo quise tranquilizarla, calmar su horrible angustia... ¿Es que no comprende, Juan?

Juan se ha inclinado más, sujetándola por los brazos, y otra vez las manos anchas la oprimen, aunque no con impulso brutal. Por el contrario, hay en aquella fuerza contenida, como una especie de dulzura cálida y salvaje, algo que extrañamente calma la horrible angustia de Mónica, algo que apaga la amargura en sus labios, y un vivo anhelo de justificarse la sacude para la sincera protesta:

—Yo no le pedí eso al doctor Faber. ¡Se lo juro, Juan! No miento, no he mentido jamás, sino en la horrible circunstancia que usted conoce. Y no mentía por mí... Por mí no vale la pena de mentir. Le juro que no le pedí ayuda al doctor Faber. ¿Me cree usted? ¿Me cree?

—Supongo que debo creerla —acepta Juan dándose por vencido. Blandamente ha vuelto a dejarla sobre las almohadas, y se pone de pie separándose unos pasos de la litera—. Pero en este caso, una vez más ha pagado usted por las culpas ajenas...

Se ha alejado con el paso silencioso y elástico de sus pies descalzos, y Mónica le mira a través de sus lágrimas, roto de nuevo el dique de su llanto, pero roto también el nudo horrible de su terror, sintiendo que respira, considerando, por primera vez, que el hombre que se aleja no es una fiera, no es un bárbaro, no es un salvaje. Que acaso lata un corazón humano bajo el duro pecho de Juan del Diablo...

Muy despacio, ha vuelto a incorporarse, ha ensayado dar unos pasos agarrándose a las paredes, a los muebles... Ha llegado hasta la pequeña ventana redonda, cuando un violento tumbo de la nave la hace vacilar, casi caer... Y el negro muchachuelo que se ha deslizado sigilosamente al interior de la cabina, acude solícito en su auxilio, con un angustiado:

—¡Ama... Ama...!

—Colibrí, ¿qué ha pasado?

—Nada, mi ama, que el amo agarró el timón y cambió de rumbo para estribor. El amo está contento; le regaló a Segundo el tabaco que le quedaba, y Segundo dijo que íbamos para la isla de Saba. Es una isla chiquita, pero los marineros están muy contentos, porque allí vamos a comprar queso, tabaco y carne. Es muy bonito ver la tierra después de tanto mirar el mar, ¿verdad, mi ama?

—Yo ni siquiera había visto el mar...

Por la redonda ventana, Mónica queda mirando el mar y aspira con ansia aquel aire impregnado de salitre y de yodo, sintiendo que corre más de prisa por sus venas la sangre, que vuelve la vida, esa vida que ha sido para ella tan dura, tan cruel, tan amarga, pero a la que se aferra su juventud con una extraña fuerza, tras haberse sentido agonizar, y profetiza:

—Creo que me gustará ver la isla de Saba.

8

CERRANDO LA SUAVE curva elástica que forman las Antillas Menores, desde las islas Vírgenes hasta las costas venezolanas, broche de oro y esmeralda en el magnífico collar de las islas de Sotavento, se alza Saba, verde como que emerge de las aguas azules del Caribe con su redonda costa de roca viva, con la apretada maraña de su boscaje florecido de bugambilias, bibiscos y poincianas, perfumada del aroma penetrante de la nuez moscada, cuyos árboles crecen en las estrechas grietas que son como pequeños valles alargados. Y arriba, en lo alto, cerca de lo que fuera en otro tiempo cráter de un volcán, la pequeña ciudad holandesa de Botton, con sus pocas calles en escalera, de limpísimas casas del más puro estilo flamenco, sus pequeños jardines bien cuidados, sus aceras de azulejos brillantes y sus gentes plácidas y lentas, que parecen vivir al paso rítmico de un clima siempre igual, en el éxtasis de su maravilloso paisaje.

—Le queda muy bien ese traje, mi ama.

—Colibrí, ¿por qué entras sin llamar? —reprende Mónica, levemente sobresaltada.

—Perdone, mi ama, pero vi por la rendija que ya estaba vestida. Le queda muy bien ese traje.

Mónica ha hecho un esfuerzo para contener la sonrisa inevitable que las ingenuas palabras de Colibrí han llevado a sus labios. Frente a aquel espejo que sin una palabra ha colgado Juan en la única cabina del Luzbel,acaba de mirarse ataviada con el vestido que trajera Segundo de María Galante, y siente la impresión de estar casi desnuda. El fino cuello adelgazado emerge del encaje que bordea el escote, las mangas llegan apenas a la mitad del brazo. En cambio, la falda es larga y ancha, pero ceñida en la cintura, mostrando el fino talle flexible. Ha peinado en dos trenzas sus dorados cabellos que caen sobre la espalda, nimbo rubio de su belleza ahora más frágil, más idealizada que nunca...

Con movimiento de pudor instintivo, se arrebuja en el chal de seda roja y el vivo color da vida nueva a sus pálidas mejillas. Sin embargo, retrocede vacilante, con una protesta:

—No puedo salir así. Necesito mi ropa, mi traje negro... ¿Dónde está? ¿Cuándo me lo quitaron?

—No sé, mi ama. Pero salga, salga que ya estamos llegando. ¡Mire la montaña! Salga, mi ama, salga...

Mónica se ha acercado a la redonda ventanilla. En efecto, están muy cerca ya de tierra. Allí, como al alcance de la mano, está la playa rubia, con el verde cinturón de palmeras sombreando sus arenas doradas, y un sol caliente baña todo el paisaje. Es el sol de otro mundo, de otra vida... Como electrizada, va Mónica hacia la puerta del camarote, que se abre de par en par para dejarle paso.

—¡Ya estamos en Saba, patrona! ¿No quiere usted bajar?

No es la gallarda figura de Juan del Diablo la que está frente a ella. Un instante se estremeció pensando que era él quien se acercaba, pero el hombre que se ha apresurado a franquearle la puerta es él segundo del Luzbel.Es menos alto, menos recio, menos arrogante, tiene los ojos claros, los cabellos castaños, y hay en su rostro juvenil, hoy pulcramente rasurado, un gesto a la vez solícito y curioso. Su pecho es ancho, sus manos callosas, pero sus pies no están descalzos ni viste la burda camiseta marinera de todos los días, sino las frescas ropas claras, típicas de los habitantes de la Martinica y Guadalupe. Porte y traje hacen perfecto juego con los de la lindísima muchacha que un instante quedara en la puerta de la cabina, como deslumbrada, y que balbucea:

—¿Bajar...? ¿Yo...?

—Hay un bote listo para echarlo al agua. Se siente mejor, ¿verdad? Colibrí dijo que ya estaba curada y no sabe cuánto nos alegramos todos...