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Ha extendido la mano señalando a los otros tres tripulantes del Luzbel,que ahora parecen totalmente olvidados de su trabajo, inmóviles junto a la borda, fijas en ella las miradas, tensos por la emoción invencible que aquella presencia femenina trae a sus mentes rudas y cándidas. Con pudor instintivo, Mónica se ha envuelto más en el rojo chal.

—El amo dijo que todos podíamos bajar. ¿No va a bajar usted también, patrona? —insiste Segundo.

—No va a bajar contigo. Acaba de largarte a cumplir mis encargos y regresa con ellos en el término de la distancia si no quieres pasarlo mal. ¡Todos aquí de vuelta dentro de una hora! ¡Acaben de largarse!

Aún encendidos de ira se han vuelto hacia Mónica los ojos de Juan, y cambian de expresión para llenarse de sorpresa. Mónica es casi otra mujer: una dulce mujer doliente y débil, que tiembla a su pesar, que se estremece de rubor y de angustia tan sólo al sentir cerca a Juan del Diablo, heridas sus pupilas por el sol brillante que en tantos días no contemplara, mareada por el golpe de la brisa del mar que llega despeinándola. Y Juan cambia de voz, de expresión y de tono tras los largos minutos que lleva mirándola, para asegurar:

—Yo impediré que esos idiotas te molesten más de la cuenta.

—Ese joven no estaba molestándome. Se acercó amable y respetuoso, y no había ninguna razón para tratarlo mal...

—¿Opinas entonces que debo presentarle mis excusas? —declara Juan en tono burlón.

—No opino nada. Supongo que en este barco todos, y yo la primera, estamos sometidos a su capricho y a su voluntad.

—A mi voluntad, que rara vez se mueve por caprichos. No quiero que en la larga fila de tus quejas de Juan del Diablo incluyas la de haberte obligado a familiarizar con los marineros de mi barco. Además, oficialmente eres mi esposa... Nos casamos, ¿verdad? No creo que a ti se te ocurra dudarlo, como al doctor Faber. No creo que quieras negarlo... Muy atrevido Segundo en hablarte de la forma en que lo hizo, en quedarse detrás de la puerta esperando que te asomaras. Pero si todo ello te agradó, no hay más que hablar. Por lo demás, su idea no fue mala... ¿Quieres bajar a tierra?

—¿Ahora? Pero ellos ya se fueron...

—Hay otro bote y otros brazos que reman mejor que los de Segundo... Colibrí se quedará cuidando el barco, y yo te llevaré hasta tierra...

Sentada en el pequeño bote, arrebujada en su chal de seda roja, sintiendo que de pies a cabeza la baña aquel sol caliente y espeso como miel dorada, Mónica mira acercarse, a cada golpe de remo, la costa de Saba. Aun no comprende por qué se ha dejado llevar, suave y mansa, agradecida casi, en aquel bote que tan liviano parece para los recios brazos de Juan. Este ha soltado un instante el remo para decir adiós con la mano al muchachuelo oscuro que quedó en la goleta, y Mónica vuelve también la cabeza para mirarlo, correspondiendo a sus gestos de despedida. Luego, sus ojos, aun temerosos, se vuelven a Juan:

—¿No tiene miedo el niño de quedar solo a bordo?

—¿Colibrí? ¡Bah! En peores sitios ha quedado solo. No tiene miedo; al contrario, se alegra de que se le dé importancia. Además, será por poco rato. Voy a darle un poco más al remo para llegar por una playa más fácil. La madre Holanda todavía no le ha regalado un puerto a Saba ni creo que les haga falta. Reciben pocas visitas por acá, y están mejor que si llegaran muchas...

—Nunca vi nada más bello que esta isla...

—Vista desde aquí, parece el Paraíso, ¿verdad? Pero ya tendrá rincones de infierno... Donde hay más de cien hombres, ya se sabe: hay pobres y ricos, nobles y plebeyos, amos y esclavos, razas privilegiadas...

Ha remado, bordeando a lo largo de la costa de roca viva, hasta encontrar el dorado abanico de una playa. Uvas cálelas y cocoteros la sombrean, llegando casi hasta las mismas aguas del mar. Con la agilidad de un grumete, ha saltado; de un violento tirón arrastra por la arena el bote, playa adentro, y, antes de que caiga sobre uno de sus costados, alza como una pluma el cuerpo de Mónica y la lleva en brazos hasta la sombra de las palmas...

—¡Ajajá! Tomamos posesión de la tierra de Saba... Buena vista, ¿verdad?

Hay un silencio religioso que baja del cielo azul al aire tibio y perfumado... Aroma de pimienta, de clavo, de nuez moscada, viejo aroma de las islas de la especiería con que soñaran Colón y los visionarios navegantes del siglo XV... aroma que Mónica aspira con una ansia impensada, bebiendo de él como una fuerza nueva que su juventud necesita, como un sentido distinto del amor, de las cosas, de la vida... como si la mujer que hay en ella fuese saliendo desde un fondo profundo de cosas falsas para gozar de un modo nuevo de las cosas comunes: la luz, el aire, la salud que vuelve y el vibrar de su sangre de veinte años...

—Ya no estamos muy lejos de " The Botton", "El Fondo", en nuestro idioma. Así se llama la principal población de Saba, mejor dicho, la única población, pues lo demás son un par de aldeas de pescadores. Bottonestá cerca de lo que fue el cráter de un volcán hoy apagado. La construyeron los viejos marinos holandeses... Tiene casas amplias, sólidas, limpísimas, casas como las de Curazao y Bonaire... ¿No viste nunca esas islas, Mónica?

—No, Juan...

—Ya las verás. Valen la pena. En otro estilo, son tan bonitas como Saba.

¡Qué hombre tan distinto le parece ahora Juan sin el duro ceño autoritario, sin la amarga mueca de sarcasmo que endurezca su rostro, ahora sereno, juvenil y franco! Sus negros ojos miran de frente, ardientes y leales... Su boca, golosa y sensual, podría ser blanda sin el cuadrado mentón voluntarioso, sin la firmeza de las anchas mandíbulas que encuadran en el cuello recio, robusto... Él no se ha vestido de fiesta, como los otros marineros. Lleva los fuertes pies descalzos indiferentes a las piedras y a las espinas. Es hermoso, viril y recio, con la hermosura bárbara de aquella isla de Saba que es un volcán en medio de los mares. Sobre esas tierras semivírgenes, así como sobre la cubierta del Luzbel,no es el mismo hombre amargo, cruel, salvaje, atormentado, con que chocara Mónica en el valle de los D'Autremont... No tiene la mirada insolente ni la sonrisa procaz con que se acercara a las ventanas de la vieja casa de Saint-Pierre... Y Mónica le mira preguntándose por qué ha cambiado tanto, hasta que él habla como respondiendo a su pensamiento:

—Qué extraño corre a veces el tiempo, ¿verdad? Parece que hiciera cien años que dejamos la Martinica, y son apenas cuatro semanas... ¿Quieres que lleguemos hasta la ciudad? Ya no falta mucho; un solo tramo... Eso sí, cuesta arriba... Pero pesas lo bastante poco para que yo pueda llevarte en los brazos...

—¡No, por Dios! ¿Cómo va a molestarse?

—Aquí no se conocen los coches, ni siquiera los caballos. Mulos o burros es lo más que puede encontrarse. Las mujeres de los colonizadores holandeses solían hacerse llevar en literas o en los brazos de un esclavo...

—¡No es posible! ¿Usaban como bestia a un ser humano?

—Eran gentes distinguidas —señala Juan en tono burlón—. Aquí se trajeron muchos esclavos de África, y también de Europa. Hace poco más de cien años todavía se vendían en estas islas las cadenas de presidiarios. Se les recogía en grandes redadas en las ciudades de Inglaterra, Francia, Holanda... Eran ladrones, piratas, rateros, vagabundos sin oficio, o pobres diablos sin nombre ni fortuna. En el muelle se subastaban, se vendían por un año, por cinco, por diez, y en este clima morían o cambiaban. Gracioso, ¿verdad?

—No, no tiene gracia... Es demasiado cruel...

—¿Sobre qué cosas ha hecho el hombre su mundo, sino sobre crueldades? Los cimientos de los castillos y de los palacios se endurecen con lágrimas, con sangre, con el sudor de la agonía de miles de infelices que reventaron de fatiga. Gracias a esas cosas somos civilizados... Si el mundo fuera bueno, no sería mundo, Santa Mónica, seria el paraíso terrenal...

—Santa Mónica... —murmura ésta lentamente—. Hacía tiempo que no me llamaba de ese modo...

—Si —corrobora Juan en tono jovial—. Según nuestro nuevo calendario, unos cien años. Tú, en cambio, no has vuelto a llamarme Juan de Dios...