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—Nunca como ahora podría llamárselo. Y si aquella idea que tuvo de dejarme en María Galante fue verdad...

—Sí, fue verdad —declara Juan con gesto sombrío—. Pero alguien se encargó de frustrarla y, como dije, estás condenada a pagar por las culpas ajenas.

—¿Quiere decir que ha desechado usted ese buen pensamiento de una manera absoluta, total? —se angustia Mónica.

Juan ha esquivado la mirada ansiosa, ha sacudido la cabeza como espantando el negro pensamiento que repentinamente ha vuelto a invadirlo. Luego, con rápida determinación, alza a Mónica en brazos, haciéndola protestar asustada:

—¡Oh, por Dios! ¿Qué hace?

—Llevarla a la ciudad... No falta más que un tramo... Con la increíble agilidad de un tigre que salta monte arriba entre las piedras, ha echado a andar casi corriendo. Nada parece pesar Mónica en sus fuertes brazos, pero ella se agarra con angustia de su cuello... Otra vez siente que no es dueña de nada, ni de su propia vida, y entorna los párpados, entregándose. ¿Cómo podría luchar contra esa fuerza ciega? Sería tan inútil, tan insensato, como oponerse a la fuerza de un torrente, como querer sujetar con las manos el resoplido de un ciclón... Le pertenece, es de aquel hombre, y él la lleva en los brazos monte arriba, igual que, si quisiera, podría arrojarla al fondo de una de aquellas zanjas que se abren como abismos a los costados del estrecho camino, igual que hubiese podido tirarla al mar o dejarla morir en la cabina del Luzbel.Vive de la misericordia de aquel bárbaro que juró no tener misericordia, no sentir más piedad... ¡Qué protector y cálido es el aliento que la envuelve! ¡Qué extraña y ardiente dulzura destila gota a gota sobre su alma, sin que ella se atreva a saborearlo! Sin embargo, allá arriba, él se detiene para depositarla de pie en el suelo con absoluta suavidad...

—Ahí la tienes: Botton. La ciudad más importante de Saba. Hay algo parecido a un hotel en esta calle. Podemos comer algo distinto y dar luego una vuelta por las tiendas. Ese traje te queda muy bien. Necesitas comprarte algunos más...

—¡Oh, no, no, de ninguna manera! ¿Está loco? No necesito nada, no quiero nada, y si usted tuviera piedad, me dejaría en libertad de volver... Confíeme a las autoridades en cualquier parte. ¡Déjeme regresar a mi convento, Juan!

—¿Tu convento? ¿Qué puede haber en él que tanto te agrade?

—Hay paz, Juan, hay silencio, soledad y paz...

—¡También hay paz en el sepulcro! ¿Y por qué morir si aun no has vivido? ¿Es que no te das cuenta de que todo en ti es absurdo? Ven acá, mírate...

Ha vuelto a llevarla, como si la arrastrase, hasta el brocal de piedra de una fuente cercana. Es un cuadrado y pequeño estanque, sobre el que gota a gota se va derramando un manantial, y en él, como en un espejo, las dos imágenes se retratan: fiera y recia la de Juan; frágil, trémula y exquisita la de Mónica de Molnar...

—Mírate, Mónica, mírate bien... Mírate cara a cara, sin tocas, sin hábitos, sin trapos negros que te cubran hasta no dejar asomarse de ti ni el cuerpo ni el alma... ¡Quítate ese chal!

El mismo se lo ha arrancado, obligándola a inclinarse sobre el agua, cuya tersa superficie devuelve su imagen. Allí ve Mónica sus labios entreabiertos, sus ojos brillantes; sus rubios cabellos levemente despeinados, sobre el fondo impoluto del cielo azul... Ve su cuello desnudo, su pecho, sus brazos, sus manos frágiles y blancas como dos lirios, que se unen trémulas para quedar después inmóviles, mientras los ojos extasiados se miran, viéndose distintos...

—¿Cuántos años hace que no te mirabas a un espejo?

—No... no sé... —duda Mónica turbada—. En realidad, me miré hace muy poco, en el barco... Me vi con este traje absurdo, impropio de mí...

—Con este traje de mujer del pueblo, de mujer simple, sencilla, que vive, que ama, que sabe mirar al sol y sentir su beso en la carne... Mírate, ¿no eres hermosa? ¿No eres bella? ¿No eres tan linda como tu hermana? Entiende que no es una ofensa reconocer que eres hermosa, apetecible y deseable para cualquier hombre cabal. No es una ofensa; al contrario...

—¡Oh, calle! ¡Déjeme, Juan!

—No voy a dejarte; pero no tengas miedo, porque de ti no quiero nada, sino que te halles a ti misma. ¿Por qué quieres morir? ¿Qué razón hay? ¿Piensas que no puedes vivir sin Renato? Yo no lo creo. No creo que puedas amarlo tanto. Siempre viviste sin él, nunca fue tuyo, jamás estuviste en sus brazos...

—Tenía una esperanza... —confiesa Mónica debatiéndose entre el pudor y la angustia.

—¡Qué poca cosa es una esperanza! Tu pasión no existe, es falsa. Sólo se ama con locura, con desesperación, con ansia, lo que ya hemos tenido, lo que ya ha sido nuestro, lo que nos han quitado de las manos... Eso sí duele, eso sí sentimos que al arrancarse, nos arrancan el alma. ¡Una esperanza! ¡Una esperanza, un sueño...! Falso, Mónica, falso... No es más que una venda que te cubre los ojos, que te ahoga los sentidos. Al principio te odié, creí que de verdad eras eso: una imagen de seda, algo bueno para adornar los altares, fría, sin corazón, sin alma, sin sangre... Te creía una especie de santa... No era burla mi mote... Santa Mónica... Ahora veo que debajo de tus hábitos, debajo de tus ropas negras y de tus sentimientos falsos, hay un corazón que es capaz de sufrir y de amar...

Han quedado inmóviles al borde de la fuente. Mónica entrecierra los párpados... Apenas ve la oscura silueta de las dos imágenes, y mueve con gesto doloroso la rubia cabeza:

—¿Por qué me atormenta con esas cosas, Juan? ¿Para qué?

—Para curarte. Antes que tu cuerpo enfermara, estaba ya enferma tu alma... Enferma de ideas viejas, de prejuicios estúpidos... No eras sino una momia envuelta en cien vendajes, y yo quiero que vivas, que mires al sol una vez cara a cara, y si después de haber sentido como mujer de verdad, sigues pensando que el mundo entero se llama Renato, creeré que tienes razón y que más te vale morirte o matarte...

Los grandes ojos claros de Mónica se alzan hasta él en algo que parece una súplica, una súplica blanda y dolorosa de niña enferma y desgraciada:

—¡Juan! ¡Juan...!

—¿Por qué no le olvidas? —se rebela Juan—. ¿Qué hizo para que le amases así?

—Nada. ¿Qué hace en realidad nadie para que le amen?

Juan ha cerrado los puños, evocando... ¿Qué hizo Aimée para que él la amase con aquella pasión violenta y furiosa? ¿Qué hizo para encender su carne y su alma, llevándole hasta el borde de aquella especie de locura desesperada? Recuerda su perfume, el calor de su carne y el nudo tibio, blando y suave de aquellos brazos, prendido de su cuello como un nogal que esclavizara su voluntad... Recuerda su boca húmeda y sensual, dulce y amarga, y, a pesar suyo, se estremece, pero aparta la imagen como de un manotazo, y reaccionando, invita:

—Vamos a conocer la isla de Saba... ¡Ah, mira, ahí están los muchachos! —Y alzando la voz, llama—: ¡Acá... Acá...!

—¿Los llamas? —se sorprende Mónica.

—Claro. Me ha parecido entender que Segundo Duelos te resulta simpático. Tal vez con él, el paseo te parezca más agradable... Es buen mozo y simpático. Salvo la ropa y ciertos detalles, puede resultar tan fino, tan distinguido como el propio Renato D'Autremont, flor y nata de nuestra aristocracia, y es hasta mejor parecido que el señor de Campo Real...

—¿Qué le pasa? ¿A qué viene esa burla?

—No es burla, sino el afán de irte enseñando un poco la verdad. Los hombres se parecen entre sí demasiado para que valga la pena de morir por ninguno... Todo lo cambia a veces detalles sin importancia... o qué, al menos, así lo parecen... Un papel, una firma, un anillo, unas cuantas palabras legales en latín o en otro idioma cualquiera, y el mismo padre puede engendrar un ángel como Renato D'Autremont, o un alacrán envenenado como Juan del Diablo...

Vivamente va a responder Mónica, pero no llega a escapar palabra alguna de sus labios. Frente a ella, en la mano el sombrero de palma, está el segundo del Luzbel,mirándola con ojos extasiados. Y es Juan el que propone: