—Dale el brazo a mi esposa y acompáñala, Segundo. Enséñale Botton. Luego, vayan a buscarme allá abajo... ¿Conoces la taberna del "Tulipán Azul"? Venden la mejor ginebra de Holanda. Con jugo de naranja, puedes probarla, Mónica. Es muy saludable... y ayuda a olvidar...
—¡Juan... Juan...!
Mónica ha dado algunos pasos inseguros, en los que sus pies resbalan sobre las anchas y pulidas lajas que son el pavimento de las pintorescas calles de aquella población pequeña y soleada. Pero Juan no parece escucharla, y ella se detiene con gesto de desaliento viéndole alejarse entre la doble fila de blancas casas...
—No se apure por él, patrona, no va a pasarle nada —intenta calmar Segundo.
—Pero él va a esa taberna para beber hasta emborracharse.
—No, señora, no tenga miedo. El patrón jamás se emborracha ni deja que lo hagan los demás. En el Luzbelel aguardiente no se lleva si no es de contrabando... El patrón es todo un hombre, patrona. Y usted lo sabrá mejor que nadie.
Mónica se ha sentido enrojecer, y esquiva la mirada sincera, candida a fuerza de franqueza, con que Segundo Duelos le habla. Apenas soporta aquella fórmula rotunda con la que los demás la atan a Juan como a una bestia marcada con su hierro, como a algo de su exclusiva propiedad... Pero no, no es esa la idea exacta. En los labios de Segundo Duelos hay una sonrisa, hay una sonrisa compañera, casi cómplice, y un tono amistoso de disculpa: —La señora sabe también perfectamente que el patrón es más bueno que el pan...
—¿Es bueno Juan? Quise decir, con los demás... con ustedes...
—Es duro siempre que hace falta, pero ningún hombre puede echarle en cara que Juan del Diablo le haya pedido hacer algo que él mismo no sea capaz de hacer mejor y más de prisa. A su lado, todos nos sentimos seguros. Cuando él ordena algo, no preguntamos por qué ni para qué... Pensamos: "Él sabrá". Y él siempre sabe... Sólo cuando la trajo a usted... Bueno... Perdóneme, siempre tuve el defecto de hablar de más...
—Quisiera que me hablara francamente...
—Pues, francamente, creo que metí la pata. La señora sabrá perdonarme, como el patrón me ha perdonado... Pero como nunca había pasado en el Luzbeluna cosa parecida... Claro que hasta ahora, tampoco el patrón se había casado, ni había dejado que subiera ninguna mujer al Luzbel...El patrón estaba desesperado porque usted se había enfermado en el viaje de novios... Estaba fuera de sí, y como yo cometí la torpeza de molestarlo... Pero ahora usted está bien, y todos nos sentimos muy contentos...
Ha sonreído con su sonrisa franca. Hay algo ingenuo y cándido que asoma a esa sonrisa y, repentinamente, Mónica se siente consolada, segura, tranquila, y busca el apoyo de su brazo...
—¿Quiere que le enseñe el pueblo, patrona?
—No; estoy algo cansada. ¿Por qué no vamos directamente a ese lugar en que nos aguarda Juan? La taberna... ¿Está muy lejos?
—Allá abajo. Y no es propiamente una taberna... Es como una fonda, muy bonita y muy limpia. Queda allá, entre los últimos árboles...
—Vamos a buscar a Juan...
—¿Quieres que te lleve en brazos? Hemos de caminar un poco más que los otros para llegar a la playa. Acuérdate que fue allá donde dejamos nuestro bote...
—No... No... Me siento bien... No hace falta...
—Pues entonces, en marcha...
Despacio, apoyando la blanca mano en el hombro de Juan, dejándose llevar por sendero abajo, por el estrecho camino pedregoso, desciende Mónica de la cumbre de Saba mientras cae la tarde... Ha bebido una copa de vino generoso y hay un nuevo calor corriendo por su sangre, una nueva luz asomándose a sus ojos claros. Es una extraña y profunda sensación que casi se parece a la alegría, una sensación no sentida por ella desde hace muchos años, acaso no sentida jamás. Sí, aquel vino caliente, aromado de canela y clavo, tiene el poder secreto de una bebida mágica. Ya no siente el rubor de sus brazos desnudos, ni de su falda de colorines, ni de sus rubios cabellos sueltos sobre la espalda. Es como si flotara y hasta el suelo que pisa tuviese una blandura especial...
—¡Qué linda es esta isla! Los que viven aquí parecen dichosos... Parece como si aquí no hubiesen odios ni ambiciones...
—Claro que los habrá. ¿Dónde irá el hombre que no lleve sus males?
—¿Piensa usted que los hombres son malos?
—Sí. Y las mujeres no se quedan atrás. Unos son malos porque sufren, porque son desgraciados... Otros, porque son egoístas y no quieren sufrir por nada ni por nadie... Otros, porque les gusta el mal, porque se gozan en el daño y van sembrando la amargura por donde pasan...
—Pero usted no es de ésos, Juan —niega Mónica vivamente—. No es de ésos, ¿verdad?
—¿Yo? ¡Quién sabe!
Se han detenido en medio del sendero. Cerca, muy cerca ya, está la playa solitaria por donde han de embarcar. Suavemente, Mónica se separa unos pasos de él, vuelve la cabeza para mirarlo con el último rayo de sol sobre la frente, y no puede menos que preguntar:
—¿Sufrió usted mucho de niño, Juan?
—Más vale no hablar de eso...
—¿Por qué? ¿Todavía le hace daño? Fue demasiado cruel, ¿verdad? ¿No quiere recordarlo?
—Lo recuerdo demasiado... Lo he recordado cada día, menos hoy. No sé por qué, pero es mejor así...
—Es mejor, sí, ya lo veo. Siempre he pensado que su simpatía y compasión por Colibrí se basan en eso... Una triste historia parecida a la suya... Antes hizo una alusión tan extraña... Dijo algo que... no sé, no debo preguntar, pero usted habló bien claro. Por demasiado claro, no me atrevo a entenderlo tal como lo dijo... Entendí que usted y Renato... Pero si es usted hijo...
—De nadie. Soy Juan sin apellido, solamente. No siga preguntando, no estropeemos este día bueno... ¿Para qué? Soy Juan del Diablo, Juan sin apellido, Juan de Juan, como también me dicen algunos. Ni de Dios ni del Diablo... Mío solamente... Al fin y al cabo, ¿qué importa nadie de dónde nace cada hombre? ¿Le pregunta usted acaso a cada uno de estos árboles de dónde vino la semilla que le hizo nacer? No, no lo pregunta, ni a nadie le interesa... No son plantas de jardín, no son rosas de invernadero, crecen salvaje y libremente, y no por eso son menos fuertes, menos bellos... No por eso deja de bendecirlos el que llega bajo su sombra... ¿Verdad?
—Verdad, Juan. Es muy hermoso eso que ha dicho usted. Nunca lo había pensado, pero es muy bello...
—¿Volvemos al Luzbel,Santa Mónica?
Surca el bote en el espejo de las aguas claras, limpias, azules, doradas apenas por la lejana llamarada del crepúsculo... Pero Mónica no mira al mar ni al cielo... Mira aquel rostro varonil, ahora otra vez sombrío, aquellos negros ojos profundos y ardientes... contempla al hijo de Gina Bertolozi como si le mirase por primera vez...
9
—¡SOFÍA! CON CUANTO placer vuelvo a verla, y en qué momento tan oportuno llega...
Su Excelencia, el Gobernador General de la Martinica, ha ido al encuentro de la señora D'Autremont y se inclina ceremoniosamente para besar la mano que ella extiende. Es en una de las amplias salas de la casa de Gobierno de Saint-Pierre, y por los balcones que dominan parte de la ciudad, y del puerto, se ven el mar y el cielo. Tras responder con sonrisa forzada al personaje, Sofía mira inquieta hacia la puerta que comunica con la antesala, y el caballero que la observa parece adivinar su pensamiento:
—¿Viene alguien con usted?
—Catalina de Molnar... Pero quisiera antes, si es posible, hablar yo a solas con usted.
—Como guste... Pero repito que las casualidades se encadenan. Me disponía a enviar un correo especial a Campo Real encomendando a usted una carta para la señora Molnar, de un doctor Faber, a quien creo recordar haber conocido en Guadalupe... Pero tome asiento y dígame primero la causa de su visita... Creo que llevaba usted veinte años sin venir a Saint-Pierre...