—O mencionándolo, si es preciso. Es la vida de mi hija la que está en juego. ¡Haré cualquier cosa para salvar a Mónica!
—¿Por qué no piensa también en salvar a Aimée? Calle usted, Catalina. Que la pena no la haga desvariar...
Dubitativamente ha mirado el Gobernador a las dos damas; luego, oprime el botón de un timbre y va hacia la puerta franqueando la entrada a un ordenanza, al que recomienda:
—Haga buscar cuidadosamente todos los datos referentes a la goleta Luzbely al patrón qué la manda, y vuelva en el acto a traérmelos...
—¿Buscará usted otro delito? —indaga vivamente Sofía—. ¡Juan del Diablo no merece consideraciones de ninguna especie! Sobran delitos y testigos contra él.
—¡Salve a mi hija como sea, Gobernador! —suplica Catalina.
—¡Como sea, no! —rechaza Sofía con decisión—. Mi hijo Renato es víctima inocente de todo esto, y no debe seguirlo siendo... Haga usted lo que pueda, Gobernador, sin que una sola gota de fango salpique a mi hijo, porque me pondré contra todos con tal de defenderlo a él.
—¡Listos para zarpar! ¡Cada uno a su puesto! Sobre la desnuda cubierta ya se mueven, a la voz de Juan, los tripulantes del Luzbel.Un airecillo fresco hincha blandamente las velas que poco a poco van subiendo el foque, la mayor, el trinquete... Ya el ancla está fuera; ya el Anguila, con las dos manos en el timón, aguarda las órdenes del rumbo nuevo; pero Juan se detiene, vacila un momento y entra en la cabina empujando la entornada puerta.
—¿No quieres despedir a Saba desde la cubierta? ¡Ah, caramba...!
Mónica está frente al espejo. Ha atado a su cabeza uno de esos pañuelos de colorines que usan las mujeres del pueblo en la Martinica y Guadalupe, pero al ver a Juan se lo quita enrojeciendo. Sobre la mesa hay varias faldas, blusas, collares, un frasco de perfume, un espejo de mano... Venciendo el rubor, sonríe Mónica al hombre que se acerca, con una extraña sonrisa que está muy cerca de las lágrimas:
—Supongo que se volvió usted loco cuando mandó comprar todo esto...
—¿Es de tu gusto? ¿Te queda bien? Sé que es la ropa que no te corresponde, pero es la única que pudimos encontrar hecha.
—No era preciso comprar nada. Es absurdo que me obligue a aceptar sus regalos de esa manera.
—Puesto que te acepté por esposa, es lo menos que puedo hacer. Con más razón no habiéndote dado tiempo para recoger tu equipaje.
—No debo aceptarlos, no puedo, no quiero... por... por...
No halla la palabra que logre expresar sus sentimientos, porque apenas acierta a comprender ella misma lo que siente: es alegría y pena, emoción y vergüenza, rubor y gratitud. No puede ignorar que todo aquello representa la mayor parte de sus ahorros del rudo capitán del Luzbel,y, sin embargo, él lo ofrece con una disculpa en los labios:
—Te ruego que los uses. No son dignos de una Molnar, pero te sientan bien... mucho mejor que tu eterno traje negro. Y ahora, si quieres decirle adiós a Saba, asómate inmediatamente porque ya casi no se ve.
—¿Dejamos ya la tierra? ¿A dónde vamos ahora, Juan?
—¡Rumbo al Sur!
Contra todo, contra todos, así parece navegar el Luzbelpor las azules aguas del Caribe, henchidas las velas, ágiles los flancos, cortante la proa, todo el nervio, rapidez, tensión vibrante... Es como una flecha blanca cuyo arco templado es la rueda de aquel timón que ahora empuñan las manos de Juan, anchas y fuertes, y que le pregunta a Mónica, como bromeando:
—¿Te atreverías a llevar el timón?
—Tanto como eso... Me parece lo más difícil...
—No lo creas. Acércate, ponte aquí... aquí, en mi puesto. Así... Ahora, toma el timón con las dos manos... es muy suave cuando el mar está bueno. Te bastará hacer girar esta rueda a un lado o a otro para que el barco cambie su rumbo. Perfectamente muy bien... Claro que hay que mantener el rumbo indicado, recordar dónde están los bajos, los bancos, cualquier cosa en la que podamos chocar o encallar... ¡Cuidado, que nos harás dar vueltas en redondo! Te estás torciendo a estribor; mantén la rueda más derecha, así... ¿ves? También hay que mirar las velas pues dependemos del viento. Si él se niega a soplar, podemos pasar semanas enteras mirándonos los unos a los otros...
—¿Por qué dejamos tan pronto la isla de Saba?
—Sólo lo que hicimos había que hacer en ella. ¿Para qué quedamos más tiempo del necesario, exponiéndonos?
—Exponiéndonos, ¿a qué?
Juan no contesta. Sus anchas manos cálidas se han puesto sobre las de Mónica en el timón y van guiando, como a través de ellas, la fina embarcación cuyo rumbo se tuerce a estribor, y Mónica comenta:
—Ha torcido usted el rumbo a la izquierda...
—Sí... ahora he sido yo. Nosotros decimos a estribor...
—¿A dónde llegaríamos si siguiéramos navegando hacia estribor?
—Llegaríamos a San Eustaquio, una islita holandesa no mucho mayor que Saba. No hay allí ningún puerto que valga la pena, pero si continuáramos caeríamos en San Cristóbal, y allí si tenemos una ciudad de diez mil habitantes por lo menos: Basseterre... Está también el Fuerte de Tyson, en fantásticas ruinas; la famosa colina del azufre, todo al pie del monte Misery, una elevación de cuatro mil y pico de pies. La isla se extiende luego en una larga franja de tierra, terminando en una península en cuyo centro hay una laguna, y, a menos de una milla, el islote conocido por Nieve, que es como Saba: un cono en medio de los mares.
—Conoce usted muy bien todo esto...
—Como estas manos conozco yo las Antillas...
Las ha abierto frente a ella: anchas, duras, recias y, sin embargo, llenas de calor y de vida. Mónica no recuerda haber visto nunca unos manos como aquéllas... Hablan de luchas, de trabajos, de energía y voluntad... Sobre la palma de la izquierda está la línea blanca y fina de una antigua cicatriz, lo bastante profunda para calcular que fue grande la herida que dejara esa huella, y, curiosa, Mónica pregunta:
—¿El timón le hizo esto?
—No; ni el timón ni el remo. El filo de un cuchillo, Santa Mónica. Lo tomé por la hoja con todas mis fuerzas.
—¡Es absurdo! ¿Por qué?
—Imagino que por instinto de conservación, por una ansia absolutamente insensata de prolongar la agonía que era entonces mi miserable existencia... Tendría yo diez años...
—¡Es increíble! ¿Y le atacaron con un puñal? En la mano de un niño, esa herida debió ser...
—Pudo dejarme inútil, pero la sangre que brotó de ella calmó por el momento el rencor de aquél para quien mi vida era una ofensa.
—¿Le hirió a usted un hombre?
—El que era esposo de mi madre. Viví junto a él lo que fue mi primera docena de años. Tengo entendido que mi madre murió al darme a luz, o muy poco tiempo después. Él, naturalmente, me odiaba... Muchas veces quiso acabar de una vez, matándome de repente. Esta fue una de ellas. Otras, se contentaba con verme agonizar de hambre o de miedo...
—¿Y no había nadie que le amparase a usted?
—No había nadie, y aunque lo hubiese habido, ¿a quién podía importarle aquello? No teníamos vecinos... era en la cabaña que aun se alza sobre el Peñón del Diablo, donde sólo entraba poco pan y mucho aguardiente. A veces, yo huía de aquel infierno, desaparecía durante semanas enteras, vivía entre los peñascos o entre los matorrales, alimentándome de raíces, de los moluscos que arrancaba a las rocas de la playa... qué sé yo...
—¿Y no se acercó a nadie a pedirle protección?
—¿Quién la ofrece a un muchacho callejero, salvaje, perverso, ladronzuelo, que no conoce más que las peores palabras y los peores sentimientos? Tras vagar un poco, volvía desnudo, extenuado, hambriento...
—¿Y aquel hombre...?
—Bertolozi lo tomaba de distintas maneras...
—¿Bertolozi...? —se interesa Mónica—. No es la primera vez que escucho ese nombre. He oído comentarios acerca de él, lo recuerdo perfectamente. ¿Ese fue el hombre que envenenó su corazón?