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—Sí —confirma Juan indiferente—. Uno de ellos, acaso el peor de todos, porque es el que se mezcla a mis primeros recuerdos. Me enseñó a odiar la compasión; sólo siendo como él, cruel y perverso, lograba que su furia se aplacase un tanto. Fue mi maestro en todas las artes de mala ley: me enseñó a beber, a jugar con ventaja, a arrebatar las cosas por la fuerza a los más débiles, a mentir, a robar, a vivir sobre aviso como una fiera acorralada, y me enseñó algo más: a maldecir el nombre de la mujer que me había llevado en su seno... Como la maldecía él...

—¡Oh, no... es monstruoso! No es posible que un ser humano llegue a ese extremo. ¿Cómo pudo ensañarse así?

—Yo era el recuerdo vivo, insultante, de la traición que había destrozado su existencia. Todo el odio feroz que le inspiraban los que me dieron el ser, caía sobre mí a todas horas, en todos los momentos... Y si voy a ser justo, no es a él a quien más debo aborrecer, sino al que me dejó en sus manos, al que mal y tarde quiso recogerme, sólo por el horror de que su sangre acabase en el cadalso: el padre de Renato D'Autremont, que fue el mío también...

—¡Así fue la historia...! —exclama consternada Mónica.

—Sí. Ya la sabes entera, o, cuando menos, en su mayor parte. Y ahora que tu curiosidad está satisfecha, échala a un lado como yo la echo.

Ha soltado bruscamente su mano izquierda de las de Mónica que la aprisionaban, y afirma las dos sobre la rueda del timón, variando con rapidez el rumbo de la nave. El tumbo violento hace vacilar a Mónica en sus pies, y él la sujeta obligándola a volverse.

—Mira allá. Es San Eustaquio... Pasaremos de largo frente a él, y mañana echaremos el ancla en Basseterre. Ya verás, es una hermosa tierra. Te prometo un buen paseo en ella...

—Juan, quería decirle una sola cosa: Que empiezo a comprenderlo... Creo que debería decir mejor: que le comprendo plenamente...

Sobre el cielo de un azul oscuro profundo, tachonado de estrellas, ven ya los ojos de Mónica la silueta gigante del Monte Misery... El aire es tibio y suave, el mar sereno, como si fuese una laguna sus inquietas aguas, una laguna sobre la que borda encajes de plata la luna nueva... Mónica ha dejado caer sobre los hombros el chal de seda que un instante cubriera su cabeza, y se estremece al sentir fija en ella la mirada de Juan, que le dice:

—¡Qué blanca te ves bajo la luna! Blanca y brillante, como si tú también fueras una estrella... Y algo de eso tienes... Eres como una estrella reflejada en un charco... Parece que está cerca, pero sólo se ve el reflejo... En realidad, está muy lejana, a millones de millas...

—¡Qué ocurrencia! —se ruboriza Mónica sintiéndose halagada—. ¿Por qué dice usted eso? No creo que sea una afirmación justa. Cuando esta tarde le aseguré que le comprendía...

—Quisiste decir que me compadecías. Lo entendí muy bien...

—No. Dije comprender, porque comprendí de pronto muchas cosas. Compadecer es distinto... Se compadece, a veces, hasta lo que no entendemos bien; se compadece a todos los que sufren pena... ¿Y quién no sufre en este mundo? Todos sufren, todos sufrimos... Generalmente, cada uno se ve y siente en sus propios sufrimientos, pero es hermoso ese momento en que el corazón se nos rompe, se nos desborda hacia otro corazón que ha sufrido más, que por torturado tiene derecho a más ternura, a más amor del nuestro...

Ha tomado la mano izquierda de Juan con rápido movimiento, ha vuelto hacia arriba la palma dura y ancha, y como empujada por un impulso irresistible ha besado, con beso trémulo, la larga cicatriz que la cruza...

—Mónica... —se conmueve Juan profundamente—, ¿qué haces?

—Para su dolor de niño, Juan, para esa pena que nadie supo compadecer, y que a usted todavía le hiere...

Le ha mirado a los ojos, con un ansia nueva, repentina, de asomarse a su corazón, y él palidece, rehuyendo aquella mirada... Bajo su blanca piel como de raso, corre con nuevo ardor la roja sangre tropical. Por un instante, todo se ha borrado: el pasado, los sueños, el recuerdo quemante de otros ojos y de otros labios. En medio de su barco, Juan del Diablo se alza como si todo lo llenase, como si el mundo entero fuese sus cabellos encrespados, sus brazos robustos, sus labios sensuales, sus grandes ojos italianos...

Tiembla Mónica cuando aquella mano ancha aprisiona las suyas, en una presión de caricia, cuando el brazo ciñe su frágil talle, llevándola despacio hasta la puerta sólo entornada de la única cabina del Luzbel...Se siente como penetrada de una fuerza desconocida, y, al mismo tiempo, débil, entregada... No sería capaz de resistir, de protestar... Es como la espuma de aquellas olas que el mar lleva y trae, como algo que pertenece a Juan del Diablo...

—Buenas noches, Mónica... que descanses... Duerme bien, pues mañana tendremos un día muy agitado... Hay mucho que ver en San Cristóbal... Te gustará...

Se ha alejado sin ruido, con el paso silencioso y firme de sus pies descalzos, y ella queda inmóvil y estremecida, con el nombre de Juan anudado en la garganta y el calor de aquellas manos anchas ardiéndole en la piel de raso... ¿Por qué la deja en este instante? ¿Por qué no se acerca a ella, como sin duda se acercara la primera noche? Sin él, es como si de pronto el mundo se hubiera vaciado; sin él, se siente sola, y tiene frío... y no puede llamarlo... Una oleada de rubor le enciende las mejillas y se desborda por sus ojos en extrañas lágrimas... Piensa en tantas mujeres que sin duda estuvieron en sus brazos... En las perdidas del puerto, en las mujerzuelas de taberna que seguramente se lo disputaron... Piensa en Aimée, y una oleada candente, de indefinibles sentimientos, la embarga: ira, rencor, vergüenza, acaso celos... Bruscamente entra en la cabina, cerrando tras de sí las puertas, con rabia...

—¡Ana, Ana! ¡Acaba de despertar, estúpida!

—¡Ah, caramba! A todas horas me tiene que insultar...

—A todas horas tienes que desesperarme; a todas horas tienes que estar dormida... Sal a dar una vuelta por la casa. Anda a ver dónde están los demás y qué hacen...

—¿Ahora? Ay, mi ama, si son las tres de la madrugada. Sin verlo se lo puedo contar. Ni el ama Sofía ni la señora Catalina han vuelto de la capital. En cuanto al notario y al señor Renato...

—¿Ha seguido bebiendo Renato?

—Como que ya no, mi ama. Anda como una sombra dando vueltas. A veces se tira en el sofá del despacho y se queda como adormilado. Luego se levanta, y otra vez a beber, otra vez a pasear... Pero desde ayer por la tarde no ha pedido nada...

—¿Dónde dices que está?

—En el portal del frente de la casa, mira que te mira para el camino y para el desfiladero... Para mí que está desesperado porque vuelva la señora Sofía y la señora Catalina. Pero es lo que yo digo, ¿por qué no coge él un caballo y va a buscarlas?

—¿Estás segura que ya no está borracho?

—Digo yo... Si desde ayer no bebió nada, seguro que se le pasó ya.

—Dame un chal...

—¿Un chal? ¿Va a salir de aquí? La señora Sofía le dijo bien claro que no se moviera de estos cuartos... Se va a meter usted misma en la boca del lobo... Acuérdese de cómo volvió la otra tarde, después que la mandó llamar y usted fue para allá...

—Tráeme el chal y quítate de en medio pazguata.

Sí, allí está Renato de pie junto a la baranda, cruzados los brazos, los ojos encendidos de alcohol y de fiebre... Ha cambiado lo bastante para parecer otro hombre: revueltos los cabellos, crecida la barba, abierta la camisa que muestra el pecho blanco, la mirada sombría, amargo el pliegue de los labios... Se diría envejecido en diez años, y ahora, con ese gesto y esa traza que le hacen trágica sombra de sí mismo, extrañamente parecido a Francisco D'Autremont, indudable hermano de Juan del Diablo...

—Renato, mi Renato... ¿Quieres oírme? ¿Quieres que hablemos? —ruega Aimée en tono suplicante.