Выбрать главу

—¿Hablar? ¿Hablar? —duda Renato con gran amargura—. ¿Ahora quieres hablar?

—Sí, Renato, ahora quiero hablar, porque ahora me parece que no estás borracho... Perdóname, pero es la palabra exacta. Llevas muchos días bebiendo como un loco y comportándote como un salvaje... Ahora me parece que estás en tu juicio, y tengo la esperanza de que podamos hablar como dos seres civilizados...

—¡Pues no la tengas! ¡Los D'Autremont no somos civilizados! Ni lo fue mi padre, ni lo es... mi hermano,ni yo tampoco lo era en realidad, aunque llegara a aparentarlo... Tenemos en la sangre el fuego de esta tierra bárbara, los sentimientos crudos, las pasiones salvajes... ¡Somos primitivos en el rencor, en el amor y en el odio! No quiero que ignores esto... Quiero darte la última oportunidad de salvarte... Huye si eres culpable, Aimée, huye antes de que tenga yo la absoluta seguridad de que eres culpable, sálvate ahora, aprovecha este momento en que un resto del hombre que fui se me sube a los labios. ¡Después será demasiado tarde!

Aimée ha temblado, un escalofrío le recorre la espalda, pero hay también un espolazo de rabia, de amor propio, de ansia infinita de jugar y ganar, y, apoyándose en ella, clava los dedos trémulos en el brazo de Renato:

—¡No tengo por qué huir, ni de qué salvarme! ¡Óyeme si quieres saber la verdad... toda la verdad! ¡No tengo nada que reprocharme! Ser tu esposa era mi único y verdadero sueño...

—¡Mira bien las palabras que estás pronunciando! Como juramento sagrado voy a tomarte cada una de ellas, y si volvieras a mentir sería de verdad tu última mentira, porque serían tus últimas palabras. ¡Habla!

—Tengo que tomar las cosas desde muy lejos... Ese hombre me cortejaba...

—¿Juan del Diablo? ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¡Eras ya mi novia! Eras ya mi novia cuando llegaste de Francia... Y si eras ya mi novia, y me pertenecías espiritualmente, ¿cómo fue posible que...? ¡Habla de una vez!

—Antes, Renato... Antes...

—Antes, ¿de qué? ¡Antes de volver a las Antillas no podías conocer a Juan!

—Para que puedas comprenderme, tengo que empezar desde antes... Yo era aún una niña; Mónica y tú adolescentes ya...

—Sólo dos años es Mónica mayor que tú. Dos años escasos...

—Sí, ya lo sé. Pero por su forma de ser, por su carácter... Tú estabas siempre con ella, apenas me hacías caso, y yo empezaba a quererte ya... Tú no comprendes lo que sufre el corazón de una niña que empieza a ser mujer... Yo te quería a ti, y tú parecías querer a Mónica... yo sufría mucho de celos y de rabia, y Mónica estaba segura de que tú te casarías con ella... Para ti se peinaba, para ti se arreglaba, para ti ponía flores en la mesa, por ti se pasaba las noches y los días estudiando, para poder hablar contigo de todo lo que tú quisieras hablar, mientras que yo era una pobre ignorante...

—¿Qué estás diciendo? —se sobresalta Renato, sorprendido e interesado a pesar suyo.

—Mónica estaba locamente enamorada de ti, Renato, no pensaba más que en ti, no hablaba más que de ti... Tenía la absoluta seguridad de que un día habrías de casarte con ella...

Las manos de Renato se han aflojado, su rostro refleja ahora perplejidad, desconcierto, sorpresa profunda, y algo así como el dolor de haber causado involuntariamente un mal. Y reaccionando, inquiere:

—¿Mónica, Mónica me amaba? Una vez me dijiste algo parecido... No reparé en ello, no quise fijarme, fueron disculpas tuyas, mentiras, engaños...

—No, Renato, Mónica te amaba, estaba loca por ti, y por ti, al ver que al fin me preferías a mí, tomó los hábitos, quiso profesar, se fue al Convento de Marsella... ¿No recuerdas su extraña actitud, su cambio radical, sus medias palabras? Parecía odiarte... Tú llegaste a pensar que te aborrecía, y era porque te amaba. Estaba locamente enamorada de ti, y yo tenía celos, celos salvajes que me encendían la sangre...

—¡Oh, no... Imposible...!

—¡Te juro que es verdad! Te lo juro por lo más santo, por lo más sagrado... ¡Por la propia vida de mi madre! Mónica te adoraba, y me consideraba a mí muy alocada, muy infantil, muy ignorante, muy poca cosa para hacerte feliz... Ella siempre ha sido más inteligente que yo, siempre ha tenido más fuerza de carácter... Aprovechándose de todo eso, me obligó a jurarle...

—¿El qué? —apremia Renato al ver que Aimée se detiene dudando.

—Que mi vida a tu lado sería sólo de abnegación y sacrificio, que te adoraría como a un dios, que te obedecería como una esclava... Me exigía que, para agradarte, renunciara a todo: a mis más pequeños caprichos, a las más irrefrenables manifestaciones de mi carácter... Me reprochaba como un crimen la menor coquetería, la menor veleidad... Era un guardián de todos mis actos, fiscalizaba hasta mis sonrisas y mis suspiros, creaba a mi alrededor una atmósfera densa de represión, de vigilancia, que me asfixiaba, y yo era un niña, una chiquilla, Renato. A veces, por hacerla rabiar, sólo por hacerla rabiar, coqueteaba...

—¿Cómo?

—Coqueteaba, pero sólo queriéndote a ti, pensando sólo en ti... Era una forma de vengarme de su tiranía insoportable... Ella quería que yo fallara, quería cogerme en falta, me amenazaba a todas horas con hacer que me aborrecieras, decía, que le bastaría una palabra para lograrlo... Me encendía el amor propio, me abrumaba con sus continuos regaños, hasta que un día, harta de todo eso...

—Harta de todo eso, ¿qué? Faltaste, me engañaste, ¿verdad?

—¡No... no! No hice nada que tuviera importancia... Fueron niñerías, bobadas... y por culpa de ella...

Largo rato ha sollozado Aimée, cubierto el rostro con las manos, inclinada sobre la baranda de piedra, mientras Renato la contempla sin que acudan a sus labios palabras, sin que pueda siquiera ordenar los pensamientos que en loco torbellino sacuden su alma... Luego, Aimée se incorpora muy despacio, y seca sus lágrimas...

—¿Qué hiciste por culpa de ella? ¡Habla!

—Yo... pues... no hice nada grave, Renato... Juan del Diablo empezó a rondar nuestra casa... Por eso te dije antes que me cortejaba...

—¿A ti, o a ella?

—En realidad, a mí, Renato. Comenzó a cortejarme a mí... Ella había venido del convento, vestía de hábito... Él, como comprenderás, se dirigió a mí. No sabía nada, absolutamente nada de nuestro noviazgo... Un día se fijó en Mónica, y yo le dije que todavía no había profesado, que podía dejar los hábitos, que era hermosa y que necesitaba un amor... Fue una ligereza, una niñería... Nunca pensé que él iba a tomarlo en serio, ni que ella iba a enojarse tanto. Pero él cambió de rumbo, y yo, por travesura, sin medir el alcance de lo que hacía, lo animaba, le daba a entender que Mónica iba a corresponderle, que sólo se estaba haciendo la esquiva para interesarlo más, y él...

—Y él, ¿qué? ¡Sigue... sigue...!

—Yo tuve la culpa de que él se engañara. Ese es mi pecado, Renato, el pecado que no quería confesarte. Yo, en nombre de ella, le escribí una carta diciéndole que viniera a buscarla a Campo Real. Jugué con los sentimientos de ambos, y cuando él vino y ella lo rechazó, se puso furioso, juró vengarse, y entonces fue inútil que yo quisiera alejarlo de aquí...

—¿Quieres decir que Mónica no le había correspondido? ¿Que, en realidad, no le quiso jamás? ¿Que nunca se entregó a él ni fue su amante?

—¡Eso, Renato, es...! Se enredaron las cosas... Yo le dije a Mónica que tú ibas a matarme, y ella aceptó el sacrificio. Por eso era mi angustia, mi desesperación cuando la obligaste a casarse, cuando él se la llevó tan lejos... Por ligereza fui mala, cruel y mala hermana... Esa es la verdad... Ese es mi único pecado... ¡Perdónamelo, Renato! ¡Perdónamelo tú, ya que ella no podrá perdonarme jamás!

Casi sin fuerzas ya, perdida ella misma en la maraña de sus falsedades, enloquecida de angustia pero decidida a no cejar, llora Aimée tras aquellas palabras en que una vez más ha mentido... Ha mentido jugándose el todo por el todo, escudándose definitivamente en un nuevo engaño, acorralada por las circunstancias en las que mentir es su único camino, acumulando, una sobre otra, calumnias, falsedades, con la violenta audacia de quien va a una brutal lucha a vida o muerte... y al mismo tiempo llorando con lágrimas de espanto, asustada del nuevo abismo en que acaba de lanzarse, espiando con ansia infinita la expresión de aquel rostro demudado, también como el suyo pálido de espanto...