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—¡No puede ser! ¡Es imposible! ¡Si es verdad lo que dices, has condenado a tu hermana inocente! ¡La has entregado indefensa a un hombre brutal!

—Es horrible, ¿verdad? Tú te empeñaste...

—Pero, ¿por qué no me dijiste la verdad? —se exaspera Renato—. ¿Por qué no hablaste entonces, como hablas ahora? ¿Por qué calló ella, soportando una cosa semejante?

—Por salvarme. Juraste que me matarías... Y también por salvarte a ti. No olvides que te amaba... Tú la obligaste amenazándola con matar a Juan... ¡Y lo habrías hecho!

—Tal vez... Pero no hubiera cometido una horrenda injusticia. Si tú me hubieras dicho la verdad...

—Hubo un momento en que fui a decírtela, a confesártela jugándome el todo por el todo, pero me dijiste que ese hombre era tu hermano... ¿Cómo podía yo ponerlos frente a frente? ¿Convertirte en su asesino o en su víctima? ¡No, Renato, no, porque tú eres mi amor y mi vida, y porque voy a darte un hijo...!

Renato ha retrocedido sintiendo que enloquece, pero Aimée respira, se afirma, se afianza. Sabe que él la ha creído... está libre de la única mancha que sabe irremediable... Redoblando la audacia, corre a sus brazos:

—¡Mi Renato, eres el único hombre a quien he amado! Por ti soy y he sido capaz de todo... He sacrificado a mi hermana, he hundido en la desesperación a mi madre, he mentido, he calumniado, he sido egoísta, cruel, inhumana; pero fue sólo por conservar tu amor, por defender tu vida, porque no te manchases de sangre... ¡He querido salvarte aunque se hundiese el mundo!

—Salvarme... salvarme... —desprecia Renato con infinita amargura.

—Tú no lo permitiste. Has seguido dudando, has creído de mí lo peor, has convertido nuestra vida en un infierno. Reniegas y maldices hasta del hijo tuyo que llevo en las entrañas, y por dura que sea la verdad he tenido que decírtela, que ponértela en las manos... Lo merezco todo, ya lo sé: el odio de mi hermana, la maldición de mi madre, el desprecio de las gentes honradas... Merezco todo, menos que tú me rechaces, porque todo lo hice por ti, por defender tu amor...

Ha caído de rodillas, juntas las manos en las que hunde la frente, y queda inmóvil, aguardando, pendiente de las palabras que al brotar de labios de Renato señalarán su camino para siempre. Pero Renato no va hacia ella, no la levanta del suelo, no la estrecha en sus brazos, sino que mira a todas partes con los ojos de demente, y al fin grita a una sombra que pasa:

—¡Esteban... pronto, ensíllame un caballo!

—Renato, ¿adonde vas? —se sobresalta Aimée.

—¿Dónde he de ir sino a buscar a nuestras madres? Sé que están en Saint-Pierre, que han ido a ver al Gobernador para rogarle que detenga ese barco... Estoy seguro que están luchando con todas sus fuerzas para salvar a Mónica, que lo hacen a espaldas mías porque, como yo hasta hace un momento, la creen culpable, acaso porque creen que han de poner en una balanza su vida contra la tuya, acaso porque tienen escrúpulos, porque temen al escándalo, quizás porque temen a mi violencia. Pero todo va a cambiar. Ahora soy yo, yo, quien va a hacer detener ese barco. Yo, quien rescataré a Mónica, pase lo que pase...

10

—ESTA ES LA colina del azufre... Brimstone Hill, que dicen los británicos. En este viejo Fuerte se libraron grandes batallas... Un poco más allá de Basseterre hay otro Fuerte con ruinas tan importantes como éstas: Fuerte Tyson...

Juan ha extendido el brazo señalando a lo lejos, sobre la herrumbrosa muralla almenada en que rematan las altas terrazas del viejo Fuerte de la colina del azufre... Están sobre la tierra de San Cristóbal, otra dé aquellas islas volcánicas de altas montañas, de boscajes fértiles, acantilados imponentes y playas soleadas; un nuevo rincón de aquél múltiple paraíso de tierra y mar que los ojos de Mónica han ido poco a poco contemplando, primero con asombro, con trémula admiración más tarde, ahora casi casi como un éxtasis...

Apoyada en el brazo de Juan, llevada por él, oyendo su voz cálida, siente que las horas pasan tan blandamente como la brisa que ahora despeina sus dorados cabellos, tan suavemente como el mar que extiende allá abajo, sobre la playa rubia, su pañuelo de espumas...

—Cuando tengas apetito, bajaremos a almorzar. Junto a aquellas palmeras nos está esperando un buen asado. Y la tripulación, vestida de gala, me ha pedido como un favor especial el gran honor de acompañarnos a la mesa. Ellos te adoran, te miran como a la estrella de la mañana. Quieren obsequiarte. Algunos fueron hasta Charles Tow en busca de vinos, dulces y otras golosinas. Los harás muy felices aceptando sus obsequios.

—Ellos me hacen muy feliz a mí demostrándome un afecto que... que no hice nada por ganar...

—Tal vez no hiciste más de lo que piensas. Nuestra vida ha cambiado para hacerse infinitamente mejor.

—¿También la de usted, Juan?

—La mía la primera, desde luego... Pero no hables, si es para recordarlo. Hoy no quiero volver atrás la cabeza, no quiero pensar en el pasado, ni en el más próximo ni en el más lejano. Veinticuatro horas en San Cristóbal es el único acto de nuestro programa. ¿Te agrada?

Ha sonreído mirándola al fondo de las pupilas claras, y ella no halla respuesta, porque la voz no suena en su garganta... Es demasiado profundo lo que siente, es demasiado cálida la emoción que la embarga, creé vivir un sueño o soñar otra vida...

Como si no pudiera retenerla más tiempo, la pregunta de Juan sube tímida y anhelante a sus labios: —No te sientes mal, Mónica, ¿verdad?

—No sé cómo se llama lo que siento, Juan... Acaso... acaso estoy cerca de la felicidad.

Juan se ha erguido echando hacia atrás la cabeza. Apenas puede creer lo que ha escuchado. ¿Es realmente esa extraña palabra, que apenas tiene sentido en sus vidas turbulentas y atormentadas? Felicidad... Mónica ha dicho felicidad... Como si creyera soñar, mira hacia todas partes... Pero sí... Es ella la que habla, y él quien está frente a ella, bajo aquel cielo, ante aquel mar, que ahora parecen diferentes, como si una luz distinta y radiante los bañara... Ella ha vuelto a ruborizarse, a sentir que sus mejillas se encienden como una flor, y que no hay palabras en sus labios. Tímidamente extiende la mano que él toma entre las suyas, y, sin una palabra, bajan juntos por la estrecha escalera mientras sus corazones laten con ritmo igual...

—Gracias por haberme recibido en el acto, Gobernador.

—Pase, mi joven amigo, pase y hágame el favor de sentarse. —Gentil y llano, el Gobernador de la Martinica ha extendido la mano señalando una silla próxima a su amplio escritorio. Son más de las diez de la noche y el aire del mar entra por las abiertas ventanas moviendo las cortinas de encaje—. Supongo que le trae a usted el mismo desdichado asunto que hizo a doña Sofía honrarme con su presencia.

—Efectivamente, Gobernador. No tengo la absoluta seguridad, pero todo parece indicar que se trata del mismo asunto. Sé que mi madre tenía un empeño especial...

—Respecto a eso, no sé qué decirle, mi joven amigo. Doña Sofía deseaba, y no deseaba al mismo tiempo, que fuese detenido el Luzbel.Creo que luchaba entre dos sentimientos encontrados. Deseaba que ayudásemos a su protegida, la señora de Molnar... ésa sí desesperadamente empeñada en el rescate de su hija. Pero, por otra parte, creo que su mamá, juiciosamente, teme mucho al escándalo, Renato.

—¡Pues yo no temo al escándalo ni a nadie!

—Es una actitud que no sé si alabarle. Vivimos unos de los otros, el buen juicio de los demás puede ser definitivo, y un nombre como el de ustedes...

Ha callado, observando el rostro de Renato, duro, tenso, contraído, en lucha feroz consigo mismo. ¡Qué extraordinariamente cambiado le halla desde aquella mañana de sus bodas! Parece envejecido en diez años. Su expresión es, a la vez, dolorosa y fiera, y hay algo en sus palabras, áspero, impaciente, casi cortante: