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—Yo vengo a pedir algo que es de justicia, Gobernador.

—Debo empezar por decirle algo que ya dije a la señora de Molnar. Hay justicia legal y justicia moral. No siempre puede hacerse la segunda en nombre de la primera. Legalmente, yo no tengo ningún motivo para detener a Juan del Diablo. Por eso, con todo el dolor de mi alma, rehusé a la petición de la señora de Molnar. No debo, no puedo detener a ese Juan por haberse casado legalmente y llevarse a su esposa en un barco de su propiedad...

—Pero sí puede usted hacer volver a Saint-Pierre a un barco que ilegalmente dejó el puerto. Sí puede detener a un hombre cuya persona y propiedades están embargadas por una deuda denunciada y comprobada. Hay una montaña de papeles legales en los que se le acusa por riña tumultuaria, desacato a la autoridad y heridas a un hombre que aun no está completamente curado.

—Ese hombre recibió una indemnización en metálico. Alguien pagó por Juan del Diablo, saliendo después fiador para que quedase en libertad. Hice traer los archivos del puerto y ese alguien...

—Ese alguien soy yo. Gobernador, dígalo claro, no dé más vueltas... He venido para poner las cosas en su lugar. Yo fui su fiador, vengo a retirar la fianza, y exijo que el proceso detenido siga en marcha.

—¿Para condenarle en ausencia, en rebeldía...? Es extraordinario, y me atrevo a decir más: es inhumano. Tendría usted que presentar una denuncia firmada, que hacerse totalmente responsable...

—Firmaré esa denuncia aceptando toda la responsabilidad. Puede usted pedir informes cablegráficos a las islas. Corre de mi cuenta toda la investigación que sea necesaria.

—Si está usted decidido a hacer las cosas de esa manera, le diré que, por casualidad, informes de esa clase no me faltan. El Luzbelancló en la isla de Saba. Fondeó también en Basseterre, San Cristóbal. Pasó por la Antigua y siguió vía al Sur, ayer por la tarde. Por razones obvias, no es fácil que se detengan en Guadalupe ni en María Galante, pero podemos poner sobre aviso a las autoridades de Dominica, Granada, San Vicente y Tobago. No creo que puedan ir más allá sin reponer las provisiones. Y si usted insiste...

—¡Hágalo, Gobernador, hágalo!

Proa al Sur, henchidas las velas, inclinado a estribor, cortando blandamente las aguas azules del Caribe, sigue el Luzbelsu ruta soleada...

Juan del Diablo va ahora al timón, mientras cae la tarde. Las montañas de Guadalupe han quedado atrás, así como también el ancho canal de María Galante. Otra isla recortada en el cielo la línea altanera de sus montañas... otra isla sobre la que hondea la bandera británica...

—Mónica, mira allá. ¿Qué ves?

—¡Tierra! ¡Otra isla...!

—La más bella de todas. ¿Quieres guiar hasta allá tú misma al Luzbel? Ven acá. Toma el timón. No pierdas de vista las velas. Mantén el rumbo. Media vuelta a estribor... Bien... Ya vamos enderezando. Mañana anclaremos en la Bahía del Príncipe Ruperto, y tú misma mandarás echar el ancla...

Mónica ha entornado los párpados y tiemblan las manos blancas sobre la rueda del timón, mientras Juan sonríe de un modo extraño, cuando indaga:

—¿Qué te pasa? ¿Piensas que dejé atrás a Guadalupe y María Galante para no volver a ver a tu doctor Faber?

—No pienso nada...

—Pues piénsalo si te da la gana. No quise volver a verlo... Me es profundamente antipático. Es natural que tú no compartas mis sentimientos...

—Creo que me salvó la vida. Por ingrata que sea, no puedo olvidarlo...

—Eres dueña de sentir por él toda la gratitud que quieras; pero yo, en tu lugar, no sentiría tanta... Al fin y al cabo, te hizo más mal que bien...

—En eso no creo que es usted justo, Juan.

—Tal vez no sea justo en nada, pero me guío por el instinto... y ese doctor Faber... ese doctor Faber... Por culpa de él tomé una resolución definitiva... ¡No echaremos el ancla en ningún puerto francés! —Bruscamente ha expresado Juan su pensamiento, y, alejándose un poco, llama alzando la voz—: ¡Segundo... Segundo... Hazte cargo del barco...

Se ha alejado con aire tan sombrío, que Mónica le sigue con ojos angustiados, soltando con viveza el timón que aún sostiene, cuando la juvenil figura de Segundo Duelos llega hasta ella con paso apresurado:

—¿Se sintió mal, patrona? ¿Qué le pasa? Usted está triste, y estaba tan contenta en días pasados...

—Sí, Segundo, pero hay aires que sólo de acercarse a ellos, hacen daño...

Segundo ha mirado a todas partes, ha seguido después la figura alta y recia que se aleja a lo largo de la cubierta, para detenerse en la misma proa, contra un mástil, cruzados los brazos, y comenta como al azar:

—El patrón tiene miedo de tocar tierra francesa, y es natural. Si yo estuviera en su lugar, también tendría miedo de perderla... Perdóneme... Quiero decir que tendría miedo de perderla, pero que no la retendría contra su voluntad... ¡Oh, dispénseme!

Se ha mordido los labios, ha esquivado la mirada de angustia con que Mónica pretende asomarse a su pensamiento, pero ella se aproxima más, encendidas ya sus ansias de saber:

—Segundo, ¿fue usted quien le dio el aviso que nos hizo huir de María Galante?

—Sí, patrona, fui yo. Lo siento si hice mal, pero como segundo del Luzbel...

—Cumplió con su deber, ya lo sé. Pero tanto usted como él se equivocaron... El doctor Faber no iba a hacer nada malo contra el Luzbel... Yo sólo le pedí que escribiese una carta a mi madre para darle tranquilidad sobre el estado de mi salud. ¿Comprende?

—¿Sólo eso? ¿Y el patrón lo sabe?

—Es difícil para mí hablar con Juan de ciertas cosas... No quiero disgustarlo...

—¡Él ha cambiado! Es otro hombre desde que está usted en el barco, patrona... Pero sin disgustarlo, si usted todavía quiere mandarle una carta a su señora madre, cuente con Segundo Duelos para ponerla en el correo...

—¿Serías capaz...?

—Pues, claro. Y no es por alabarme, pues cualquiera de los muchachos harían lo mismo. Damos la vida por Juan, pero tratándose de usted... —Se ha interrumpido para quedarse mirándola, como en breve lucha con su conciencia. Al fin, se inclina para hablarle muy bajo—: El amo es desconfiado... Lo traicionaron todos desde que era niño, y ve traiciones hasta donde no las hay. Yo sé que usted es muy buena, patrona, que no va a hacerle ningún daño... Y si esta noche escribe una carta para su señora madre, mañana la pongo yo en el correo de Portsmouth. ¿Quiere escribirla? ¿Quiere dármela?

—No sé todavía —duda Mónica; pero al fin parece reaccionar bruscamente—: Está bien. Segundo, confiaré en su promesa... Escribiré esa carta a mi madre...

Y dejando a Segundo con las manos sobre el timón, se dirige hacia la cabina del barco, donde, apenas traspuesto el umbral, divisa a Colibrí y le interpela cariñosamente:

—¿Cómo estabas aquí? ¿Qué haces?

—Esperarla, mi ama...

El niño negro, a flor de labios la sonrisa blanca, responde a la pregunta de Mónica ladeando levemente la rizada cabeza... Lleva mucho rato aguardando en el centro de aquella cabina, como si aguardase, cual un milagro, la dulce aparición de aquella a quien la devoción de todos envuelve como en una atmósfera brillante y cálida sin que ella ni siquiera haya llegado a advertirlo.

—¿Va a quedarse aquí dentro, patrona?

—Sí, Colibrí, voy a quedarme, pero necesito quedarme sola, ¿entiendes? Debo estar sola, necesito hacer algo íntimo, personal... —Ha mirado a todas partes como buscando. No pensó antes en la dificultad material... no dispone de nada de lo necesario para escribir. Sin embargo, recuerda haber visto escribir alguna vez a Juan, y rápidamente toma en sus manos el libro de bitácora—. ¿Conoces este libro. Colibrí?