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—¡Cómo no, mi ama! Es el libro en el que el patrón escribe todo lo que pasa en el barco.

—Escribe... ¿Con qué escribe? ¿Lo sabes tú?

—Con pluma y tinta que están en ese armario. Ahí es donde guarda el amo todas las cosas que no quiere que se pierdan...

—Aquí hay pluma, un tintero, papel... ¡banderas!

Hay banderas de varios países, así como pequeñas banderas de señales, y entre ella un pequeño envoltorio de paño negro que las manos de Mónica despliegan con impaciencia. Es el traje inútilmente buscado. Tiene desgarrado el corpiño, arrancados los broches... Es la triste tela que delata una lucha feroz, la que sin duda sostuvo aquella noche defendiendo su pudor contra Juan del Diablo...

Largo rato ha retenido el roto vestido entre sus manos. Luego, como si tomase una resolución repentina, lo arroja al fondo del armario, toma lo necesario para escribir y cierra bruscamente la puerta del rústico mueble, como si quisiera alzar una barrera, alejarse desesperadamente del dolor del pasado... Pero una lágrima rebelde rueda por su pálida mejilla, y, apenado e ingenuo, indaga Colibrí:

—¿Que le pasa, patrona, está llorando?

—Sí, Colibrí, no he podido evitarlo... ¡He llorado mis últimas lágrimas por Mónica de Molnar!

Entreabiertos los labios de asombro, Noel se ha detenido en el umbral de aquella puerta que franquea una de tantas habitaciones del hotel. Ambiente frío, muebles escasos, una mesa central cubierta con un viejo tapete, y sobre ella, en una bandeja, una botella, una jarra de jugo de piña, varios vasos...

—Pase, Noel... adelante —invita Renato al viejo notario—. Al fin se recibió una noticia concreta: el Luzbelestá en Dominica, frente a Portsmouth, y ha aceptado carga para San José y Roseau... Pero, supongo que viene usted a buscarme por encargo de mi madre, ¿no?

—Fue grande su angustia al no encontrarle a usted en Campo Real, al saber que había salido de aquella manera, sin dar apenas tiempo a que le ensillaran un caballo... ¿Por qué hizo eso? ¿Piensa que su pobre madre no ha sufrida ya bastante?

—Pienso que todos hemos sufrido lo suficiente para reventar... Pero, ¿qué vamos a hacerle? Parece ser que esto es la vida. Siéntese y beba, o al menos acepte un cigarro. Yo, como usted ve, estoy aguardando...

Ha mirado una vez más el reloj de bolsillo, colocado sobre el tapete oscuro. Luego se aleja hasta llegar a la ventana que abre sobre la calle. Hay varios barcos mercantes anclados en la rada de Saint-Pierre, y los pasajeros, en escala obligada de su viaje desde Europa, invaden la rica y populosa capital de la Martinica, saboreando en ella los mil detalles del mundo tropical... La brisa que viene desde el mar no alcanza a refrescar las ardientes calles y hay en el cielo un extraño tono rojizo, como si gravitase sobre la ciudad el resplandor de un fuego misterioso, como si un presentimiento cósmico flotase sobre los jardines floridos y las lujosas moradas...

—Hablemos seriamente, Renato. ¿Qué se ha propuesto? ¿Qué ha venido a hacer a Saint-Pierre? ¿Con qué relaciona la noticia de que el Luzbelestá en la Dominica y haya tomado carga para un puerto o para otro?

—El Luzbelserá detenido apenas fondee frente a Roseau, y su patrón apresado en nombre de las leyes de Francia. Puede volver a Campo Real y decírselo a mi madre: voy a rescatar a Mónica cueste lo que cueste y pase lo que pase...

—¿Rescatar a Mónica? Entonces, ¿es verdad lo que me han informado? Usted retiró su fianza a Juan y encabezó una acusación en forma contra él...

No me quedó otro camino para que el Gobernador consintiera en pedirlo, por extradición, como fugitivo bajo proceso...

—¡Pero lo traerán preso, se incautarán del barco... ¡Un momento... un momento, porque a veces me parece que yo también estoy trastornado... Cuando Juan llegó de su último viaje, traía suficiente dinero para pagarle a usted... es más, me aseguró que lo haría, y tengo entendido que, por lo menos, trató de hacerlo... Y hasta juraría haber visto una bolsa con monedas sobre la mesa de su despacho... Eso es... la recogí yo mismo... la guardé en la caja principal... ¡Juan cumplió fielmente sus compromisos!

—No puede probarlo —rechaza Renato con dureza—. Y, además, no es su dinero lo que persigo...

—Ya lo sé, ya lo sé... Pero acusarlo de esa manera, hacerlo volver así, es, por dura que sea la palabra, una infamia... ¡Una infamia!

—¡Peores ha cometido Juan del Diablo! —se revuelve iracundo Renato—. Cualquier camino es bueno cuando nos lleva a donde hay que llegar a toda costa. ¿No comprende, Noel? Mónica es inocente, no tiene nada que reprocharse... Yo tengo que detener ese barco, tengo que arrancarla de las manos del bárbaro a quien la entregué, loco de celos, ciego de desesperación y de rabia, sin más derecho que el que me daba mi cólera...

—¿Y quién le dijo a usted...?

—Quien lo sabe mejor que nadie... ¡Las diez! Es la hora que esperaba... El Gobernador está aguardándome para combinar los últimos detalles... Tengo que dejarle, Noel, y me parece muy buena hora para que tome su coche si quiere regresar esta misma noche a Campo Real... No se quede en Saint-Pierre... Serán inútiles sus esfuerzos por defender a Juan del Diablo...

—¿Llegó la comprobación, Gobernador?

—Puede leer por sí mismo el cablegrama, amigo D'Autremont. La goleta Luzbeltomó carga de ron, cacao y carne salada en Portsmouth, parte para el puerto de San José, y otra para Roseau, donde ya las autoridades están avisadas. Como primera formalidad debe llevar a la Capitanía del Puerto la matrícula del barco para poder desembarcar la carne, y en ese momento será detenido.

—Bien; sólo me resta aclara un punto que quedó pendiente esta tarde: la suerte que correrá en todo esto Mónica de Molnar.

—Bueno, legalmente es la esposa del patrón apresado. De todos modos, confío en que las autoridades inglesas de Dominica no olviden la caballerosidad. Todo depende de la actitud que ella adopte...

—Su actitud sólo puede ser la de una prisionera rescatada.

—Tengo mis dudas, mientras más leo y releo la carta de ese doctor Faber...

—Muy respetable la opinión de Faber, y la suya propia, Gobernador, pero perdóneme que me atenga sólo a mis propias seguridades. ¿Cuándo saldrá el guardacosta?

—Dentro de veinte minutos exactos. Mi coche aguarda abajo. Tal como le prometí, le haré conducir a usted a los muelles con las facilidades de hablar con el capitán...

—No deseo sino una facilidad, Gobernador: ir yo en ese barco.

—¿Usted? ¿Usted personalmente? —se sorprende el Gobernador—. Ningún civil debe viajar en un barco de guerra...

—Se lo pido como un gran favor. Son circunstancias muy especiales...

—Por ellas me será preciso complacerle, plegándome a su voluntad en absoluto. Le extenderé un salvoconducto. Una vez más le recomiendo prudencia y sangre fría. Los últimos informes que me han dado de Juan del Diablo, le acreditan como hombre muy peligroso.

—¡Una razón más para que no me detenga nada, Gobernador!

El Luzbelestá anclado frente a la villa inglesa de Portsmouth, un semicírculo de pequeñas casas multicolores, extendidas a lo largo de la abierta bahía de Príncipe Ruperto. Son las primeras horas de una noche estrellada, y, arrimadas al costado de la goleta, tres barcazas vierten su carga en el casco fino, fuerte y estrecho, de aquel barco bohemio y pirata que, por una vez, cumple la misión para la que ha sido matriculado.

—¿Todo en orden, Segundo?

—Todo en orden, patrón. La carga está en la bodega, perfectamente resguardada...

Juan se ha alejado con firme paso, y Segundo lo observa curioso, viéndolo detenerse un instante frente a la cerrada puerta de la cabina. Ahí está ella, tras aquella débil barrera de tablas, indefensa, suya, puesta en sus manos por las leyes y la sociedad, dócil y blanda en aquella vida nueva y extraña. Piensa Juan que acaso Mónica de Molnar no le rechace ahora, piensa que acaso en ella también toda ha cambiado... Pero es sólo un chispazo de luz entre las sombras, y muy despacio vuelve la vista para quedarse mirando a aquellas estrellas que se reflejan en el agua, tan altas, tan puras, tan lejanas como aquélla con quien sin querer las compara, y musita: