—¡No... no es mía... no lo será jamás...!
—Soy suya... suya para siempre...
Estremecida, temblorosa, exaltada, Mónica ha dejado escapar estas palabras que ante su propia conciencia desnudan la verdad de su alma. Durante largo rato ha mirado también aquella débil puerta, con el temor y el ansia de que se abra, con la esperanza inconfesable de que tras ella aguarde Juan... En ella chocan los pensamientos; contra ella van a estrellarse, tras la búsqueda inútil de sus almas perdidas. Bastarían unos pasos, una palabra, un desnudarse el corazón sin rubor... Pero ninguno de los dos da aquellos pasos, ninguno de ellos pronuncia aquella palabra, y, como Juan, ella ha vuelto la espalda, ha apoyado la frente atormentada en el redondo cerco de las estrechas ventanillas marineras, ha mirado el temblor de las estrellas sobre el mar... Si él la mirase de otro modo, si llegase hasta ella tierno o apasionado, si pudiera pronunciar en su oído aquel nombre que inútilmente repiten sus labios:
—Juan... Juan... ¡Si tú me amaras...!
—¿A buscar a Mónica? ¿Personalmente a buscar a Mónica? Pero; ¿está usted seguro, Noel?
—Con estos ojos lo vi abordar el barco. Él había rechazado mi compañía, ordenándome que regresara, sin ocuparme más de sus asuntos, cosa que, como usted comprenderá, no me fue posible hacer... Fui con él hasta la casa del Gobernador, le aguardé en la antesala, seguí después el coche que lo condujo hasta los muelles, lo vi embarcar en el guardacostas y me informé con plenitud de las diligencias hechas y de la absoluta cooperación del Gobernador. Renato logró lo que a ustedes se les había negado, y aun más: la orden de extradición inmediata...
Sofía D'Autremont se ha pasado por las sienes el pañuelo de encajes y extiende la mano para tomar el frasco de sales que, silenciosa y diligente, acaba Yanina de proporcionarle. Media ya la cálida mañana de Mayo cuando, con aire consternado, hace su relato el viejo notario:
—Dijo que su cuñada era totalmente inocente y que tenía que arrancarla, a costa de lo que fuese, de las manos de aquel bárbaro a quien en un momento de locura y de celos la había entregado...
—¿Inocente? ¿Totalmente inocente? ¿Con quién habló mi hijo antes de tomar esa resolución? ¿Qué han podido decirle? ¿Y cómo, cuándo? ¿Quién? Yanina, ¿con quién habló mi hijo ayer por la tarde? ¿Puedes decírmelo?
—Habló con la señora Aimée, doña Sofía, durante largo rato... Hablaron mucho en el pasillo del frente. El señor Renato miraba con impaciencia hacia el camino, sin duda esperando verla regresar a usted. Al final, la conversación pareció adquirir un tono violento...
—¿Dónde está Aimée? No la encontré en estas habitaciones, no la vi al llegar... —se inquieta vivamente Sofía—. ¿Qué fue de ella?
—Eso justamente iba a preguntar yo —apunta Noel—, porque su desaparición coincide...
—La señora Aimée no ha desaparecido —afirma Yanina en tono despectivo—. Está en su departamento. Ordenó que lo limpiasen y lo arreglasen de un modo especial, y mandó a Ana que pusiera flores en los jarrones. Allí se hizo servir anoche la cena, y el desayuno esta mañana. Me permito decírselo al señor notario para que no piense en tragedias que no han sucedido... ni probablemente sucederán...
Sofía D'Autremont se ha puesto de pie, conteniéndose. Apretadas las manos sobre el fino pañuelo de encaje, un momento parece vacilar, y al fin va hacia la puerta, volviendo la cabeza desde el umbral para advertir:
—Tenga la bondad de esperarme en la biblioteca, Noel. Voy a hablar con mi nuera en el acto...
Con las velas henchidas, levemente ladeado a estribor, surcando las aguas al impulso fuerte y cálido de la brisa de Mayo, llega ya el Luzbela la vista de la capital de Dominica... Apartándose del espejo, se acerca Mónica hasta la puerta que la mano nerviosa de Segundo Duelos acaba de golpear, pero no la franquea repentinamente, contiene su primer impulso de abrirla, y vuelve la cabeza para contemplarse en el espejo que la retrata...
—¿Qué pasa, Segundo?
—Estamos entrando a Roseau... El patrón me mandó que la llamara...
De pies a cabeza, Mónica ha vuelto a contemplarse y tiembla ante el reflejo de su imagen, como temblara aquella primera vez que Juan la obligó a mirarse en las aguas... Sí, es bella, es deseable... Mira con ansia de interrogación sus ojos profundos, sus trémulos y encendidos labios... Con una profunda satisfacción, hasta ahora desconocida, piensa que Juan va a encontrarla hermosa, siente el anhelo intenso, irresistible, de mirarse en aquellos ojos oscuros y ardientes que son ya como una obsesión sobre su vida, goce y tormento de su alma...
—¿Y dónde está Juan?
—Marcha en aquel bote...
—¿Se fue sin esperarme?
—Fue a buscar el permiso para desembarcar la carga. Dijo que lo aguardara, que iba a volver con una sorpresa... ¡Que se pusiera su mejor traje!
Ha reprimido con esfuerzo el gesto de disgusto, la irrefrenable sensación de despecho que la invade. Se reprocha haber tardado tanto, haberse entretenido largas horas en aquel tocado que él no tiene ahora ocasión de ver. Apretando los labios se inclina sobre la borda y mira la barca que se aleja rápidamente al golpe de los remos. Junto a Juan se agita una figurilla oscura que alza las dos manos como si desde lejos la hubiera divisado.
—¿Fue Colibrí con Juan?
—Si, señora, consiguió que lo llevara. Iba más contento que unas pascuas. No sé cómo se las arregla el diablo de muchacho para salirse siempre con la suya.
—Juan lo quiere más que a nadie...
—Lo quiere, es verdad; pero no creo que sea más que a nadie... Digo, a menos que esté loco... y venas de locura tiene...
—¿Venas de locura?
—Sí, rachas... Anoche estaba como un tigre; no había quién se le arrimara. Horas y horas estuvo paseando cubierta arriba y abajo. De pronto cambió, fue a buscarme para que hiciéramos cuenta de la ganancia que iba a darle la carga. Más de veinte libras le quedan libres. Y entonces fue y me dijo: "¿Habrá en Roseau un anillo de novia? ¿Alcanzarán veinte libras para comprar un anillo de oro fino, con una piedra blanca que brille como el sol?" Y yo voy y le digo: "Claro que alcanza. Conozco a un joyero que vende brillantes bien baratos. ¡Como que se los traen del Transvaal, de contrabando!" Y va y me pide las señas de ese joyero. Yo se las doy, como es natural, y entonces me pregunta, enseñándome su dedo chiquito: "¿Será así el dedo de Mónica?"
—¿Qué es lo que está diciendo, Segundo? —se ruboriza Mónica gratamente emocionada.
—Palabra por palabra lo que me dijo el patrón esta madrugada. Creo que estoy hablando de más... pero ya sabe cual es la sorpresa... Dice que se casaron ustedes demasiado de prisa, y que no pudo comprarle el anillo, pero que más vale hacerlo tarde que no hacerlo nunca. Y yo pienso igual...
Mónica calla. Es demasiado grande su emoción para que pueda pronunciar una sola palabra. Es demasiado íntimo el sentimiento que la embarga para mostrarlo así, frente a un extraño. Pero sus manos se aferran a la tosca baranda y sus ojos perciben, sobre la azul superficie de las aguas, la huella de aquel bote que se aleja raudo al golpe de los remos que impulsan las manos de Juan, aquel bote que arrima ya en el embarcadero de Roseau.
—Mira, Colibrí, ¿te gusta este anillo? Vale veintidós libras, pero no me importa. Lo dejaré apartado y pasaremos a recogerlo cuando tome la carga.
—¡Qué lindo es... y qué piedra tan grande! ¿Es para el ama?
—¡Claro que es para el ama! Cómo brilla, ¿verdad? Es igual que una estrella... y como una estrella temblará en su mano.