Выбрать главу

Fulgiéndole los ojos de entusiasmo, contempla Juan aquella sortija de brillantes a través del menguado cristal del pequeño escaparate que se abre sobre una de las estrechas callejas de Roseau. Ha querido pasar por allí antes de llegar a la Capitanía del Puerto, deseando cuanto antes ver convertido en realidad el anhelo de aquel deseo.

—Fíjate bien dónde es, Colibrí, porque hemos de volver aquí más tarde...

—¿A buscar el anillo? Usted siempre le anda comprando cosas al ama, patrón. Pero el ama no se pone contenta, sino triste... Algunas veces hasta llora mirando las cosas que usted le trae...

—¿Qué llora? No tiene por qué llorar. Una vez me dijo que era feliz, que sentía algo que podía llamarse felicidad. Me lo dijo a mí mismo, me lo dijo bien claro, y no hace muchos días...

—Sí ,yo sé cuándo se lo dijo; pero después de eso, anteayer mismo, estuvo llorando. Yo la vi con éstos ojos... y le corrían las lágrimas. Primero con el vestido negro, ese todo roto que usted tiene guardado en el armario... Lo encontró, y estuvo mirándolo y llorando...

—¿Lloró? ¿Lloró mirando ese horrible hábito, ese trapo negro que parece la ropa de un ajusticiado? ¡Siento mucho no haberlo arrojado al mar! ¿Por que lloraba? ¿No te lo dijo, Colibrí?

—Habló alguna cosa... pero yo no le entendí muy bien. Dijo algo así como que lloraba por Mónica Molnar... Y tiró otra vez el vestido roto al fondo del armario, y se puso a escribir... y mientras escribía, llora que te llora...

—¿Escribía? ¿Escribió Mónica?

—Sí, mi amo, y es lo que iba a decirle. Si usted va a regalarle algo, ella seguro que quiere papel y sobre. Esa noche estuvo buscando y rebuscando, y al fin, para escribir la carta, le arrancó dos hojas de atrás al libro de bitácora...

—¿Una carta? ¿Has dicho una carta?

—Bueno, digo yo que sería una carta, porque, ¿qué otra cosa iba a hacer, mi amo? Escribió las dos hojas por los dos lados, las dobló en cuatro y luego se las dio a Segundo y le pidió que le comprara sobre y sello para poder echarla en el correo. Por eso digo yo que sería una carta... ¡Ay, mi amo!

Colibrí ha esquivado la mano de Juan que se aprieta sobre su brazo con brutal movimiento instintivo. Luego, mira con espanto el rostro sombrío cuyas cejas se juntan con rabia, y suplica sobresaltado:

—No se ponga bravo, patrón, a lo mejor me hice un lío y no es verdad nada de lo que estoy contando...

—¡Todo es verdad! —afirma Juan con ira concentrada—. Eres incapaz de mentir ni de inventar nada. Además, es perfectamente lógico. Mónica escribió una carta y Segundo Duelos se encargó de ponerla en el correo. ¿En qué isla? ¿En qué puerto?

—No me acuerdo... no sé nada... no se ponga bravo con el ama, patrón, ni vaya a decirle que yo le vine contando. Yo no sabía que le iba a dar rabia... Yo...

—¡Cállate! En Portsmouth, Segundo echó una carta. Me dijo que era para su hermana...

Ha mirado a todas partes, transfigurado el rostro de rabia, amarga la boca de desconfianza, y acaba de salvar la estrecha callejuela marchando con paso incierto de sonámbulo.

—¡Mi amo... mi amo, no se ponga bravo! Yo no sé nada... de veras que yo no sé nada. Pregúntele a ella, patrón... seguro que le dice la verdad. El ama es más buena que el pan...

Bruscamente se ha detenido Juan... Otra vez aquel chispazo de vida y de esperanza se enciende en su imaginación exaltada. Sí... ella es buena, es sincera, es generosa, es leal... y acaso le ama. Recuerda su mirada, su sonrisa, las palabras en las que su voz ha temblado, su muda emoción ante la belleza del paisaje, el lento renacer a la vida... Poco a poco su amargura repentina se calma.

—Tal vez tengas razón. No puedo juzgar sin haberle preguntado. Le hablaré más tarde... Hemos de ir a la Capitanía General. Tengo que ocuparme de la carga, de veinte cosas más, que no son caprichos ni cartas de mujeres. ¡Anda, vamos!

Juan y Colibrí han llegado a la Capitanía y un oficial se les acerca, preguntando:

—¿Es usted el patrón del Luzbel!

—Para servirle, oficial.

—Pase, pase al despacho. Precisamente lo estábamos esperando. Adelante...

Con gesto de extrañeza ha cruzado Juan el umbral de aquel despacho. Frente al ancho escritorio hay cuatro soldados guardando las puertas laterales, un escribiente, un edecán, y el oficial que, poniéndose tras él, le cierra el paso.

—¿Qué ocurre? Aquí está la matrícula de mi barco. Tengo en orden todos mis papeles. Traigo carga de Portsmouth y...

—¡Queda usted detenido en nombre del Gobierno de Francia!

Como el potente tigre de la selva que se revuelve al caer en las mallas de la trampa, como la fiera que lanza su rugido al caer atrapada, ha dado un salto Juan, enfrentándose al oficial que acaba de hablarle. Pero también éste se ha apartado de un salto, brilla un arma en su mano, y los cuatro soldados avanzan, amenazándolo con la negra boca de sus fusiles, al tiempo que el oficial ordena:

—¡Quieto! ¡Quieto! ¡No se mueva! ¡Levante las manos, o disparo!

—¡Al que me toque le cuesta la vida!! —se revuelve Juan enfurecido; pero uno de los soldados, con un rápido movimiento, le ha asestado un golpe traidor que lo hace derrumbarse al suelo.

—¡Amarradle! ¡Esposadle! —ordena el oficial—. El parte dice bien claro que es hombre muy peligroso. ¡Pronto, la cuerda! ¡Codo con codo... las manos a la espalda... y que se las entiendan con él sus paisanos!

11

TEMBLÁNDOLE EL ALMA, como si no le fuese posible asimilar la horrible verdad, trémula y espantada como si escuchase el relato de una pesadilla, ha oído Mónica las palabras del pequeño Colibrí, sola con él en la cubierta de la goleta abandonada...

—¡No puede ser! ¡No puede ser! ¿Qué había hecho él? ¿Qué pasó antes?

—Nada, mi ama, nada. Iba con sus papeles para cobrar la carga y luego comprar una cosa que quería comprar... Pisó el portal y lo metieron adentro, y a mí me cerraron la puerta en la cara y me echaron a patadas, mi ama .Pero no me fui y oí gritar al amo: "Al que me toque le cuesta la vida". Casi seguro que le dieron un golpe en la cabeza, por detrás, porque ya no dijo nada más, y cuando lo sacaron por la otra puerta iba como desmayado. Yo quise ir corriendo, pero un soldado me dio aquí con el arma larga... Aquí, patrona, mire...

No, no es una pesadilla, no es un sueño... Colibrí le ha mostrado las huellas de un golpe brutal, unas manchas de sangre sobre su camisa blanca, y las pequeñas manos negras se juntan temblando, mientras parecen pedirle auxilio los grandes e ingenuos ojos espantados:

—¡Hay que hacer algo, mi ama!

—¡Naturalmente que hay que hacer algo! ¿Dónde están los demás? Segundo, Martín, Julián... ¿Dónde están? ¿Dónde estaban?

—En la taberna, mi ama. Todos tienen miedo de caer en chirona... Allí no le dan a los pobres sino calabozo y palos... Todos van a esconderse... Pero usted, usted y yo, que no tengo miedo de nada, aunque me maten...

—¡Pues ven conmigo!

—¡A donde usted me mande! Al pie de la escala está el bote. Seguro que a usted la tienen que dejar entrar... Seguro que a usted tienen que decirle... ¡Ay patrona...!

—¿Qué pasa?

Han corrido juntos a la borda. Cuatro botes, cargados de soldados, llegan, desparramándose como para rodear al Luzbel...El más grande se ha detenido bajo la misma escala. No lleva, como los otros, soldados coloniales ingleses, sino marinos del guardacostas, y ondea en su popa la bandera de Francia...

—¡Pronto... arriba! —ordena la voz autoritaria del oficial—, Aseguren el ancla. Tomen inmediatamente posesión de la goleta... ¡Echen mano a todos los tripulantes! ¡Que no escape nadie!

—¡Un momento, señor oficial —Mónica ha avanzado, encendida de una ira repentina, de una violenta indignación que le arde en la sangre—, ¿Qué significa esto?

—¡Caramba! —exclama el oficial, contemplándola con mirada sorprendida, en la que arde una especie de franca admiración— ¿Es usted la mujer de Juan del Diablo?