—¡Soy la esposa de Juan de Dios, patrón y dueño de esta goleta! Sé que le han detenido y apresado sin provocación ninguna de su parte, y ahora...
—¡Pongan mano en todo con cuidado, muchachos! ¡Miren si no hay en la bodega explosivos o armas! —recomienda el oficial, soslayando la protesta de Mónica. Y dirigiéndose luego a ésta, le explica—: Son las precauciones de costumbre, señora. Soy responsable de la vida de mis soldados...
—¿De quién viene la orden de apresar a Juan y apoderarse de su barco? —trata de saber Mónica—, ¿Qué ha hecho para...?
—Lo que ha hecho no lo sé ni me importa —la interrumpe altanero el oficial. Y dirigiéndose de nuevo a sus subalternos, ordena—: ¡Detengan a todo tripulante... amarren codo con codo al que se resista! Llévense al muchacho ése...
—¡Dios libre a nadie de tocar a este niño! —salta Mónica furiosa.
—¡Basta ya! Todo el mundo va detenido, y usted también, señora de Dios, o del Diablo, que a mí no me interesa cómo se llame.
—¡Tal vez debía interesarle por el honor de su uniforme! —rebate Mónica con la mayor dignidad.
—¡Mónica! ¡Mónica... mi pobre Mónica...!
—¡Renato...! —exclama Mónica en el colmo de la sorpresa. Sí, es Renato D'Autremont el que acaba de aparecer, salvando de un salto la borda del Luzbel,corriendo hacia Mónica, estrechándola entre sus brazos, y por un instante apoya ella la cabeza en aquel pecho, aceptando la protección, el cálido halago de aquella amistad inesperada... A una imperiosa seña del joven oficial, un soldado arrastra a Colibrí, que mudo de asombro no acierta a gritar, pero la actitud de Mónica sólo dura un instante. Rechazando los brazos de Renato, se yergue desafiadora y decidida:
—¿Qué es esto? ¿Qué significa este horror, este atropello?
—Te suplico que te calmes, Mónica. No está pasando nada, no va a pasar nada...
—¿Cómo que no pasa nada? ¡Este asalto al barco...! Han detenido a Juan... Debe haber una equivocación horrible... ¿Quién ha hecho esto?
—Yo... —confiesa Renato con serenidad.
—¿Tú... tú? —se sorprende Mónica llena de indignación—. ¡No puede ser! ¡Tienes que estar loco! ¿Qué han hecho de Juan? ¿Dónde está Juan?
—Ven conmigo. Lo sabrás todo con tiempo y con calma. ¡Juan está donde debe estar!
—Patrón... Patrón... ¿Cómo se siente? ¿Cómo está? Poco a poco, volviendo con esfuerzo del profundo y doloroso letargo, abre Juan los ojos tratando de mirar en la oscuridad que le rodea. Es casi completa en aquella especie de cueva, apenas ventilada por un pequeño ojo de buey, redondo y alto. El suelo es húmedo y viscoso, de las paredes cuelgan cadenas herrumbrosas, mazos de cuerdas, y se amontonan en los rincones los desechos de la carga. El aire es fétido y espeso, cargado de salitre y de moho...
—Segundo, ¿eres tú?
—Sí, patrón. Nos pescaron a todos. A usted en la Capitanía General. A nosotros, allí mismo, en la taberna del Gascón, nos echaron el guante...
—Y ahora, ¿dónde estamos?
—En la cala del Galión...
—¿El Galión?Pero, ¿por qué estamos en el Galión?
—Parece que lo mandaron a buscarnos desde Saint-Pierre, y bien cargado de polizontes...
—¿Dónde están los demás?
—En otra bodega, digo yo que estarán... A usted y a mí, como nos resistimos...
—¡A mí no me dieron tiempo de nada: ni de resistirme! Pero si están todos aquí, ¿qué es del Luzbel!¿Que es de Mónica? ¡Ah, canallas!
—Por la señora Mónica no pase usted cuidado... A ella no va a pasarle nada...
—¿Cómo? ¿Qué sabes, imbécil? ¡Buenos son éstos! ¡Tengo que gritar, que protestar, tengo que saber a dónde han llevado a Mónica! ¡Si creen que van a poder tratarla como a una mujer cualquiera...!
—En el Galiónha llegado uno que ya les dirá cómo tienen que tratarla: don Renato D'Autremont y Valois... Mientras nos traían, oí decir que ese señorón era su cuñado...
Juan se ha puesto de pie con esfuerzo gigante, a pesar de sus ligaduras. La cuerda que ataba sus pies ha saltado, dejando en los tobillos su huella cárdena. Agitando la cabeza como un tigre, se yergue y balbucea fuera de sí:
—¿Renato? ¡Malhaya! ¿Ha sido Renato quien...?
—Yo no digo que fuera don Renato... Digo que él llegó en este guardacostas, y que iba para el Luzbelcuando nos echaron la zarpa...
—¡Yo sí sé! ¡Ha sido él... él...!
—¡Llegan, patrón! —advierte Segundo—. ¡Cuidado! En efecto, hay un rumor de pasos tras la puerta, que es abierta de pronto, y alguien empuja violentamente un pequeño cuerpo que Juan reconoce de inmediato y que le obliga a exclamar imperioso, una vez que la pesada puerta de hierro ha vuelto a cerrarse:
—Colibrí, ¿dónde está tu ama? ¿Dónde está?
—Quedó en el barco, patrón... Quedó con el señor Renato...
—¿Con el señor Renato?
—Llegó cuando el ama estaba discutiendo con los soldados... Llegó corriendo y se abrazaron...
—¡Se abrazaron! —repite Juan mordiendo las palabras.
—Sí, patrón. Él dijo: "Al fin, mi pobre Mónica", Y ella se le abrazó llorando...
—¡No! ¡No puede ser! —rechaza Juan como si le desgarrasen el alma.
—Ya le dije, patrón —comenta Segundo con amarga calma—. Por el ama no pase usted cuidado... A ella no van a maltratarla...
—¿Quieres acabar de explicarme, Renato, por qué has hecho esto? ¿Qué significa? ¿Dónde está Juan?
—Mónica querida, un momento... Te lo explicaré todo, pero cálmate...
—¡No puedo más! Llevas horas sin acabar de hablarme claro. Cien veces te he pedido que me expliques. Dijiste que eras tú quien había hecho esto. ¿Por qué? ¡Quiero saber por qué lo has hecho! ¡Quiero saber por qué me has traído aquí! Y sobre todo, ¡quiero saber dónde está Juan! ¿Quieres acabar de explicármelo?
—Te lo explicaré todo, pero déjame hablar. No puedo responderte a diez preguntas al mismo tiempo. ¿Quieres sentarte y escucharme?
Mónica se ha mordido los labios, suspira, y un instante calla. Están en una amplia habitación de paredes encaladas, rejas; de labrada madera y brillantes pisos de ladrillo rojo... Es una casa aislada entre jardines, en las afueras de Rosean, maciza construcción que se empina, como tantas otras, en las estribaciones de la montaña, y desde cuyas ventanas abiertas se divisa el magnífico espectáculo del puerto, la bahía y el mar...
—¿Te has propuesto enloquecerme, Renato?
—Me he propuesto, enloquecido, remediar las consecuencias de mi pecado de incomprensión, de egoísmo, de ira, de crueldad... Es curioso y lamentable... Yo, que no me creía capaz de ser cruel, he sido despiadado, y lo he sido contigo, mi pobre Mónica...
—Si no me hablas más claro... —se impacienta Mónica.
—Lo que te estoy diciendo es diáfano. Ya sé que pretenderás no entenderme, que mentirás y fingirás heroicamente, como hasta ahora lo hiciste. Ya sé que sostendrás la farsa y que tomarás, a cuenta de ella, la defensa desesperada de Juan del Diablo. Ya sé que tienes madera de santa o de mártir...
—Te equivocas totalmente, Renato. Yo... yo...
—Tú has sido la víctima inocente. Yo cometí el crimen de arrojarte en los brazos de Juan; pero yo, yo solo, contra ti misma si es preciso, te libraré de ese canalla...
Renato ha hablado, temblando la pasión en su voz, aun cuando su mirada azul sea límpida y suave. Ha querido en un momento arrancarla de aquel ambiente para él horrible, empezar la obra de reparación de su mal; pero Mónica le rechaza, relampagueantes de ira los ojos:
—¡Juan no es un canalla! ¡Ni tú ni nadie dirá de él una cosa semejante delante de mí! ¿Dónde está y qué le han hecho?