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—No corre ningún riesgo ni se le ha hecho aún ningún mal. Por otra parte, quiero empezar por decirte que te excuso, del esfuerzo de representar el papel de esposa preocupada...

—¡No estoy representando ningún papel! ¡No tengo ninguna queja de Juan!

—Si pudiera creer que dices la verdad, creo que le daría las gradas a Dios por haberme escuchado. ¡No sabes cómo he rogado desde el fondo de mi alma, qué horas de angustia he vivido desde que supe la verdad! Sí, Mónica... Aimée me dijo al fin toda la verdad...

—¡Jesús! ¡Pero tú... tú...! ¿Has tenido calma? —se sorprende Mónica, desplomándose anonadada en la cercana butaca.

—Mi dolor y mi desilusión han hallado la serenidad necesaria... Y no es mérito... Había sufrido tanto, había llegado a imaginar lo peor con tanta fuerza, con tan vivos colores creía tener entre las manos el horror de un engaño... De un engaño de otra índole, compréndeme. Sí, Mónica, he estado loco, ciego, desesperado... Sólo demente pude creer que tú, tan pura, tan altiva, habías sido capaz de entregarte así... Perdóname, Mónica, he sido un insensato... Si te acosé, si me revolví contra ti sin piedad, si me convertí en una fiera ,fue porque creí que Aimée era la culpable... la única culpable...

—Pero, Renato... —intenta protestar Mónica totalmente confusa.

—Y no culpable como es, en realidad, de un pecado de egoísmo, de ligereza imperdonable... No culpable como lo ha sido... como una niña demasiado mimada, capaz de arrojar sobre ti el fardo de todas las responsabilidades, sino culpable de otro, como una verdadera mujer adúltera y liviana... Sufría tanto yo mismo, que me era imposible medir el sufrimiento de los demás. Por eso te precipité al abismo, por eso te arrojé en brazos de ese salvaje...

—¡Óyeme, Renato! —trata de detener Mónica aquel torrente de explicaciones que todavía no alcanza a comprender en su verdadero sentido.

—Te oiré en seguida, pero déjame acabar. Fui más que injusto, llegué a ser inhumano. Y contigo... contigo, que es lo que me duele más hondo, que es lo que me reprocho más... Contigo, para quien sólo debiera yo tener gratitud, reverencia... ¡Oh!, no diré ninguna palabra que no debas escuchar; pero lo sé todo y no quiero ni debo ocultártelo. Lo sé todo, y me pondría de rodillas para pedirte que no te avergonzaras, porque el amor no puede avergonzar a nadie, y no ha habido sobre mi vida nada más hermoso que ese amor que tú supiste darme...

—¡Calla, Renato, calla...!

Se ha levantado, encendidas las mejillas, trémulos los labios, sintiendo que la tierra vacila bajo sus pies, que giran las paredes mientras golpea en sus sienes la sangre. Es una indescriptible mezcla de horror, de vergüenza, de angustia... un ansia de morir para luego resucitar sin aquel pasado, mientras él sonríe como si recogiese una flor:

—Gracias, Mónica... Gracias y perdón... Son las dos únicas palabras que frente a ti debo pronunciar...

—¡Aimée... Aimée... Aimée te ha dicho...! —tartamudea Mónica como obsesionada.

—Me ha dicho toda la verdad, ya te lo dije antes...

—¡Ella no es capaz de decir la verdad! —estalla Mónica sin poderse contener—. ¡Es una hipócrita, una embustera, una infame! ¡Es la más vil y más cobarde...!

—Es quizá todo eso, pero me ha dicho la verdad... la verdad que te limpia y te salva, mientras a ella la obliga a bajar la cabeza frente a ti y frente a mi mismo. Porque comprenderás que no puedo verla igual, que no puedo apreciarla igual, y ella lo sabe. Mi ilusión por ella ha muerto, mi fe en la diafanidad de su alma se ha roto en pedazos aunque va a darme un hijo...

Mónica se ha mordido la lengua, se ha mordido los labios, ha callado destrozándose, como si para callar tuviese que clavarse las uñas en la conciencia y en las entrañas... pero ha callado... Ha callado detenida por el impacto de aquella palabra... Ha callado, trémula ante aquella otra vida que se anuncia, y ha vuelto a caer cubriéndose el rostro con las manos. Quiere oír hasta el final lo que sabe Renato, pues esté bien segura de que Aimée sólo habló a medias. A fuerza de sufrir, ya casi no puede pensar, y oye, como a través de muchos velos, aquellas palabras de Renato, que le suenan estúpidas, ingenuas, trágicamente ridículas, en la emoción de aquella alma otra vez engañada. Y al fin, apremia:

—¡Habla, Renato, habla! ¿Qué te ha dicho Aimée?

—No repetiré cosas que sabes, cosas que yo había olvidado... He sido torpe y ciego, pero quiero que sepas que durante las horas de este viaje, con la mirada fija en las estrellas, no pensé sino en ti, con el alma desgarrada por el dolor del mal que te había hecho... Que me perdone tu pudor de mujer honesta, de mujer dignísima, de mujer inmaculada... Tu hermana me lo contó todo: sus celos, su miedo, la forma infantil pero infame, inconsciente pero baja, con que urdió alrededor tuyo los supuestos amores de Juan del Diablo... Cómo ilusionó a esa pobre bestia...

—¡No hables así de Juan! —se enardece Mónica ante el procaz insulto—. ¡No sabes lo que dices! ¡Cállate!

—Tienes derecho a enfurecerte, a insultarme... Tienes hasta el deber de defenderlo, ya que por mi culpa, por mi enorme culpa, y por la culpa lamentable de Aimée, ese hombre es tu marido, es tu esposo ante Dios y ante los hombres, es tu dueño y compañero del alma... Para romper el lazo que te ata a Juan sería necesario que el matrimonio no se hubiera realizado...

—¡Calla! ¡Calla!—se desespera Mónica.

—Perdóname, pero es indispensable que yo lo sepa... ¿Pudiste resistir? Para poder librarte de él...

. —¡No tienes que librarme! ¡No tienes que meterte en mi vida! ¡No tienes que hacer nada! ¡Devuélveme a Juan, Renato, devuélveme a Juan!

Grito del corazón, estallido del alma, torrente salvaje de un sentimiento real, oculto aun para ella misma, son aquellas palabras que han brotado de los labios de Mónica, y un instante, Renato D'Autremont retrocede desconcertado, para serenarse casi en seguida creyendo comprender...

—Tal vez no tengo ya derecho a pedirte que confíes en mí, pero de todos modos, por tu propio bien, te pido que lo hagas. Todo cuanto he hecho es por ti, para ti, para librarte, para librarte, para rescatarte... Que no te ciegue el rencor en este momento...

—No es rencor, estás completamente equivocado... Pero Juan no es el hombre que imaginas. Además, es mi esposo y no hay nada más que averiguar...

—¿Estás tratando de decirme que tienes por él el sentimiento normal de una esposa?

—¡No estoy tratando de decirte sino qué nos dejes en paz!

—Tendría gracia si fuese verdad —apostilla Renato con cierta amargura; pero reaccionando de inmediato, rechaza—: No, Mónica, no puedes engañarme... Aimée me dijo la verdad... la verdad que tú no has negado: Juan del Diablo no era para ti más que un extraño. Ahora, tu herida es demasiado profunda, lo sé, y tú eres de madera heroica. De otro modo, no hubieras resistido ni por amor a tu hermana ni por amor a mí...

—¡No hables más de eso! —repudia Mónica con ira.

—También comprendo que tu amor haya adquirido tintes de odio. Hemos sido inhumanos, pero, ¿por qué accediste a esa boda? ¡Ninguna mujer en el mundo hubiera soportado tanto! ¿Cómo es posible que llegaras...?

—Ibas a matar a Juan ,a mi hermana... Tus razones eran a filo de cuchillo...

—¡Yo no quería sino arrancar la verdad a quien la supiera! ¿Por qué no hablaste? Procedí como un loco, pero fue porque las circunstancias me enloquecieron. Cuando te vi aceptar a Juan, tuve que pensar que lo amabas, que lo habías amado o que habías cometido un pecado de amor, y, en ese caso, tal vez no era yo el que podía imponerte el castigo de ese matrimonio desigual, pero era justo... Al menos, comprende mi buena intención, no te revuelvas contra mí de esa manera...

—Bueno, pero, en realidad, no respondes jamás a mi pregunta: ¿dónde está Juan?

—Ven aquí, a esta ventana. Mira allá, en el puerto, en el mar, cerca del Fuerte... ¿Qué ves?