Выбрать главу

—¡Ya no oigo ni las máquinas de este maldito cubo! ¿Las oye usted, patrón?

—No; hace rato que pararon. Parece que estamos al garete... y también que nos hubiéramos desviado, pues si hubiésemos ido en línea recta, ya estaríamos frente a Saint-Pierre.

—¿Quiere decir que hemos perdido el rumbo? —En ese momento, un violento golpe de mar inclina el buque y, espantado, Segundo inquiere—: ¿Oyó, patrón? ¿Qué fue eso?

—La hélice fuera del agua... —explica Juan con impasible calma.

—¡Estamos al garete! ¡Podemos hundirnos...! ¿No me oye, patrón? ¡Podemos hundirnos!

—¡Ojalá! Después de todo, sería un modo como otro cualquiera de acabar...

—¡No! ¡No! —protesta Segundo espantado—. ¡Yo no soy un cobarde, usted sabe que no soy cobarde, patrón, pero no quiero morir aquí atrapado, enjaulado como una rata! ¡Si vamos a hundimos, que nos suelten al menos! ¡Abran! ¡Abran! ¡Sáquenos de esta ratonera! ¡No nos dejen morir aquí! ¡Abran!

Enloquecido por un pánico que es también desesperación y rabia, ha acudido Segundo a la puerta de la bodega empujándola, golpeándola con los pies, mientras, verde de espanto, Colibrí se abraza a Juan que, mudo e inmóvil, contempla a su compañero con amargo gesto...

Dos hombres han aparecido en la puerta... El marinero que hace las veces de guardián y un joven oficial que mira duramente a los apresados, e interpela:

—¿Quién grita aquí?

—¡Yo! ¡No queremos morir aplastados, encerrados en una ratonera!

—Perfectamente... Desátalo, llévalo arriba y ponlo a trabajar... ¿Y tú? —El oficial se ha encarado con Juan, y en el aire se cruzan, como dos aceros, las dos duras miradas—. ¿Tú no gritas? ¿No protestas? ¿No tienes miedo de morir aquí como una rata?

—No tengo miedo de nada... ¡Déjeme, si quiere!

—¡Puedo cruzarte la cara por insolente! Pero no, desátalo... Es una lástima que se pierdan esos brazos, cuando hacen tanta falta arriba. Hazlo trabajar hasta que reviente, y si se revira contra ti, dispárale, y cuida tú mismo de vigilarlo, porque me respondes con tu vida de lo que él haga...

Han caído al fin las cuerdas que sujetan a Juan. Un instante se frota los brazos entumecidos, las muñecas amoratadas. De pronto, un violento golpe de mar entra por las escotillas, bañando las bodegas... El Galiónha temblado como si fuese a partirse en dos, corren todos enloquecidos, resbalando por las estrechas escaleras de hierro, inundadas a cada golpede mar... Llevando a Colibrí como un fardo, trepa Juan el último... Ha respirado a pleno pulmón; el agua enfurecida le azota el rostro, le envuelve, le baña... Agarrado a una escotilla, puede mirar al fin sobre la cubierta barrida por las olas... El mar se hincha en marejadas como montañas, sopla el viento con furia de huracán, negro está el cielo, y apenas se ve la luz de los faroles furiosamente bamboleados...

—¡Otro hombre al agua! —grita la voz patética de un marinero—. ¡Capitán... Capitán...!

—¡El capitán está herido! —advierte el oficial. Y alzando la voz, llama—: ¡Timonel... Timonel...!

—¡Timonel al agua! —avisa una voz lejana.

Juan ha avanzado arrastrándose entre la furia de los elementos, agarrándose a los salientes, a los cables, a las tablas, protegiendo al muchacho que tiembla abrazado a él, resistiendo el azote de las olas que a cada instante amenazan con arrastrarle... Guiado por un instinto más fuerte que su voluntad, ha llegado hasta el puente de mando... Un hombre, con la cabeza rota, yace al pie del timón cuya rueda gira al garete... El oficial se inclina sobre el herido, y luego se alza mirando al hombre que acaba de llegar, para preguntarle:

—¿Qué hace aquí?

—Y usted, ¿qué hace? Coja el timón... Hay rocas cerca... ¡Vamos a estrellamos! ¿No lo ve? ¡Vamos a zozobrar!

—¡Ya lo sé, pero no soy piloto! —se desespera el oficial—, ¡Tome usted el timón! ¡Haga algo...!

—¡Qué echen a andarlas máquinas!

—No funcionan ya. ¡Hay agua en las calderas!

—¿Y las velas?

—No soy marino, no sé nada... Los que porfían saber, han caído. ¡Yo ni siquiera sé dónde estamos!

Las manos de Juan se han aferrado al timón, desviando el choque inminente. Sus ojos atean el horizonte oscuro, se alzan luego hasta la bitácora que sobre su cabeza se balancea, y se yergue como tomando una determinación instantánea:

—¡Junte a los hombre que puedan trabajar! ¡Que cierren las escotillas, que achiquen el agua! —Y alzando la voz entre el estruendo de la tempestad, grita—: ¡Segundo... Anguila... Martín...! ¿Dónde están? ¡Aquí... Pronto!

—¡Aquí estamos, patrón! —responde Segundo, acercándose.

—¡Levanten una vela pequeña a proa! ¡Sosténganla esquivando el aire! ¡Hay que tomar otro rumbo, aunque sea embistiendo la tempestad! Segundo, toma el mando de los que van a la vela. Martín, a las bombas... ¡Haz achicar el agua!

Como un delfín, salta el Galiónsobre las olas; como un escualo, esquiva el golpe de los vientos, desviándose de las cercanas rocas amenazantes... El viento huracanado se arremolina sobre su única vela de proa, dándole fuerzas de gigante, y un relámpago rasga las nubes oscuras, iluminando al hombre que va al timón, con la luz cárdena del rayo...

—Lo siento en el alma, Mónica, pero el puerto está cerrado por la tempestad y no hay permiso de salida para ningún barco...

—¡Oh! ¿Y el barco en que fue Juan? —indaga Mónica con visible ansiedad.

—Bueno... figúrate... Si han apurado la marcha, puede que se hayan librado del temporal...

—¿Y si no han podido llegar a la Martinica, si esa tormenta de que hablas les ha azotado en el mar?

—Sería lamentable, pero no creo que debas desesperarte hasta ese extremo. Supongo que Juan no tendrá miedo de un temporal. .

—¡Juan no tiene miedo de nada ni de nadie! —se exalta Mónica.

—¡Está bien, loemos a Juan! —apostilla Renato impaciente—. Una razón más para que te tranquilices. Al fin y al cabo, todo se reduce a un par de días de retraso.

—Que serán de cárcel para Juan, ¿verdad?

—Naturalmente que estará detenido, puesto que va sometido a un proceso, pero no te sofoques tanto... tampoco es la primera vez que Juan está en la cárcel. Yo mismo lo saqué de ella, y esos días de encierro que le ahorré en forma gratuita, sólo por buena voluntad, no es nada del otro mundo que ahora me los pague.

—¿Lo sacaste tú de la cárcel?

—Sí. ¿Por qué te extraña tanto? Yo tuve un hermoso sentimiento hacia Juan... Lo quise desde niño, contra toda la voluntad de mi madre, contra todas las circunstancias adversas, y en aquel famoso viaje que hicimos juntos a Francia, mientras apoyado en la barandilla de la borda contemplaba la tierra que me vio nacer, alejándose hasta perderse en la distancia, no tenía más que un pensamiento: Juan... No tenía más que un deseo: volver para buscar a Juan... No tenía más que una determinación inquebrantable: hallar a Juan al regreso para compartir con él cuanto tenía, para hacerlo realmente mi hermano...

—¿Eso querías, Renato?

—Lo quería y lo procuré con toda mi alma. Si recuerdas un poco los primeros días que pasó él en Campo Real, hallarás la corroboración de mis palabras. ¡Con qué alegría, con qué ilusión, con qué puro sentimiento de justicia y de fraternidad quise entonces estrecharlo en mis brazos y darle cuanto la vida le había negado! Pero fue como darle calor a una serpiente, como acariciar con la mano desnuda a un alacrán, porque en él no había más que odio, rencor, veneno, y tuve que reconocer que tenía razón mi madre cuando tantas veces me dijo temblando por mí: "Guárdate de Juan, Renato, de él han de venirte todos los males"...

—¿Todos los males?

La palabra ha temblado en los labios de Mónica. Acaso, por un instante, comprende a Renato, se acerca a su corazón atormentado, y quizás también buscar sorprendida, en el fondo de su propia alma, aquel sentimiento que durante años enteros la llenara, aquel sentimiento extrañamente desvanecido que es ahora un helado montón de cenizas: su amor, su loco amor por Renato D'Autremont, en cuyos labios suenan ahora las palabras destilando la hiel de una amargura antes desconocida: