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—Salimos del apuro, ¿verdad? Amainó la tormenta, y si no miro mal, lo que hay al frente de nosotros son montañas...

—El Santa Catalina, el Montain, el Maiclán... ¿Conoce usted la isla de Granada?

—En este caso, lo único importante es que usted la conoce.La capital se llama San Jorge... Tengo entendido que es un puerto importante. Usted sabrá cómo nos acercamos. —De pronto, el oficial cambia su tono zalamero, y con cierta alarma, interpela—: Oiga, ¿por qué se desvía? ¿Por qué vuelve así el barco? ¿Qué es lo que se ha propuesto? ¡Si piensa que va a burlarse de mí...!

—Cálmese, oficial, y quite la mano del revólver... Quítela, o soltaré el timón y nos iremos todos al infierno.

—Ya está quitada. Abusa usted de la situación... ¿No va a llevar el barco a San Jorge?

—Que yo sepa, no se nos ha perdido nada por allá.

—Escuche usted— parece decidirse el oficial—, yo no sé de qué está acusado ni qué cargos hay en su contra. Me he limitado a cumplir las órdenes de mis superiores tomándolo preso y encargándome de su custodia en este barco hasta entregarlo a las autoridades de la Martinica. Ya sé que las cosas han cambiado... No ignoro que le debemos un favor enorme...

—Pero eso es lo de menos, ¿verdad? —observa Juan con fina ironía—. Ya pasó la tormenta, ya no tiene usted miedo... estamos a la vista de una isla británica... ¡Qué cómodamente cumpliría usted su misión desembarcando, refiriendo lo que ha pasado y haciéndonos trasladar a la cárcel de San Jorge! ¿Piensa que voy a tener la candidez de entregarme de nuevo a sus sabuesos, para sufrir toda clase de vejaciones y brutalidades?

—Le prendimos en la forma usual... Tenía usted ficha de ser hombre muy peligroso —pretende disculparse el oficial, algo apurado—. Lamento de veras lo que ha pasado. Yo no tuve intención de mostrarme particularmente duro con ustedes...

—Particularmente, no, claro. Tampoco era preciso... Bastaba con la forma usual de tratar a los que caen entre las mallas de vuestras leyes sin tener influencias, blasones o fortuna. ¡Pobres gentes, pobres diablos! ¿Para qué guardamos consideraciones? ¡Vale tan poco la vida de un hombre en desgracia! La de usted mismo, oficial, ¿qué vale ahora que el barco está en mis manos? ¿Ve usted? Hemos virado... Proa al Norte... Su isla británica queda atrás... Ahora los papeles se han cambiado... Me bastaría hacer una seña a uno de mis hombres para que le arrojaran a usted de cabeza al mar...

—¿Qué dice? ¿Juega conmigo? ¿Qué es lo que se ha propuesto?

—Nada. A lo más, ofrecerle una lección que no va usted a aprovechar. ¡Qué poco vale la vanidad de unos galones, de un titulito de oficial, cuando un hombre está frente a la desgracia!

—¿Qué va a hacer conmigo?

—Nada. Vamos rumbo a la Martinica... Cumplirá su misión, sólo con unas horas de retraso.

—¿A la Martinica? ¡Pero estamos muy lejos, las máquinas no funcionan! ¡No podremos llegar!

—El viento se encargará de empujamos. Llegaremos navegando a vela, que es lo único que entiende Juan del Diablo...

—Realmente, no encuentro palabra —declara el oficial sorprendido, agradecido, y aun no repuesto del susto—. A la Martinica... ¿Cuándo piensa usted que podemos llegar?

—Estaremos en Saint-Pierre mañana por la tarde, si el viento no cambia.

—Si es así, contará con nuestra gratitud más completa, y si puedo hacer algo por usted...

—Sí. Llenar mi pipa de tabaco y ordenar que le den algo de comer a mis hombres...

Juan ha vuelto a mirar la bitácora, ha desviado levemente a estribor y ha extendido la ardiente mirada de sus ojos oscuros por el ancho mar que lentamente va aplacándose, mientras el sol desgarra las nubes y baña con luz dorada su frente altanera, su pecho ancho y alto, sus brazos de bíceps poderosos, su negra cabeza rizada, sus labios que se aprietan como si no quisieran dejar escapar la clave dolorosa de su alma, la que va, sobre los vientos y los mares, hasta Mónica de Molnar...

—Sí, aquí enfermé... Aquí estuve a punto de morir... Aquí agonicé, y sus cuidados me salvaron...

Cruzados los brazos, el rostro con la expresión incrédula de quien escucha un inverosímil relato, oye Renato las palabras de Mónica en aquella misma cabina del Luzbeldonde la vida de Mónica cambiara. Todo el dolor y toda la esperanza de las horas vividas entre aquellas paredes parecen renacer en este instante en que, juntas las manos, revive la ex-novicia las horas pasadas...

—Un triste rincón, Mónica. Me duele el alma de considerar que por mí, por culpa mía...

—No es triste para mí este rincón, Renato.

—Si he de juzgar por tu aspecto, tendré que darte la razón. Pero no, no puedo creer lo que afirmas. Hay cosas que no caben en la razón, y la razón no puede aceptarlas. Ya sé que quieres defenderlo, que alzas entre tú y yo tu reserva como un muro de hielo, y creo adivinar por qué lo haces... No necesito pensar mucho para calcular lo que has debido sufrir entre estas paredes, el horror de vivir aquí compartiéndolo todo con un hombre que tan lejos está de tu educación y de tus costumbres... La mujer que tú eres, Mónica...

—La mujer que yo fui, Renato, tal vez, como supones, no era capaz de comprender a Juan. La que actualmente soy...

—¡Basta! —corta Renato impulsado por la ira—. No cambian de ese modo los corazones ni las conciencias. Tu transformación es física, exterior nada más... Estás más hermosa, más deseable, eres como una flor capaz de hacer arder los sentidos del hombre con sólo contemplarte. Pero, ¿a qué precio has logrado eso? ¿Qué sufrimiento, qué sacrificio has tenido que dar a cambio de lo que has logrado? ¿Qué es en realidad ese hombre para ti, Mónica?

—Mi esposo... Ya lo sabes...

—¿Compartías con él esta cabina?

—No... Bueno... quiero decir... —vacila Mónica.

—¡Por Dios te pido que me hables claro! Mientras estuviste enferma lo viste a tu lado; pero, ¿después...? Dime la verdad; no mientas, Mónica... ¡Por Dios vivo, no mientas!

—Yo estaba sola aquí... —balbucea Mónica—. Él fue para mí el mejor, el más amable y respetuoso de los amigos...

—¡Ah! —prorrumpe Renato en una exclamación de triunfo—. ¿Nada más?

—Bueno, después que estuve enferma, nada más...

—¿Y antes? Dímelo todo, Mónica. Te lo pido de rodillas, te lo suplico como un hermano, y te juro que nada de lo que me digas he de usarlo contra Juan, si tu no quieres que lo haga... Pero hay en tus relaciones con él algo extraño, incomprensible, algo de que necesito estar seguro, y tú no vas a negármelo. ¿Es Juan tu esposo en realidad? ¿Fuiste suya?

—No lo sé, Renato —duda Mónica haciendo un esfuerzo—. Mi vida se ha partido, se ha bifurcado... Todo fue distinto desde aquella noche... Hay un paréntesis de sombra y de horror que inútilmente he tratado de recordar. Fue como si muriera, como si cayera al fondo del infierno. Después fue como un lento resucitar. La mujer que fui hasta aquella noche odiaba a Juan del Diablo; la otra, la que volvió a la vida entre estas paredes, la que se miró por primera vez a sí misma como mujer en el agua clara de una fuente, cuando las manos de Juan me inclinaron sobre aquella agua, la que aprendió de sus labios la sonrisa y de sus ojos a mirar al sol, esa mujer... esa mujer ama a Juan, y le pertenece. Es la verdad, Renato, ¡toda la verdad!